Pallarès Piquer | El pensamiento pedagógico del siglo XX y la acción educativa del siglo XXI | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 124 Seiten

Reihe: Universidad

Pallarès Piquer El pensamiento pedagógico del siglo XX y la acción educativa del siglo XXI


1. Auflage 2017
ISBN: 978-84-9921-836-6
Verlag: Ediciones Octaedro
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

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Reihe: Universidad

ISBN: 978-84-9921-836-6
Verlag: Ediciones Octaedro
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La finalidad de este libro no es tanto recordar la pedagogía del siglo XX como incidir en aquello que esta puede continuar aportando a la escuela del siglo XXI. El conocimiento histórico nos permite la conquista de la autoconciencia, por eso la disciplina de la historia de la educación proporciona claves para reconstruir procesos. Las situaciones y los contextos del pasado, en la medida que sirven para concertar significativamente diferentes experiencias sociales, nos presentan modelos e informaciones que cruzan las épocas y trascienden las esferas de contextualización inmediatas. Así, el hecho de que estas páginas interroguen a Decroly, Deligny, Freire, Holt, Montessori o Kergomard no implica que intentemos encontrar en ellos un fundamento para señalar la pertinencia renovada de la disciplina en estos tiempos globales, sino que comprendamos que la educación, como faceta humana, es un pensar y repensar, un leer y releer, una múltiple y constante interpretación, un punto de inflexión que, a la vez, es una semilla plantada en la construcción de una tradición historiográfica de más larga duración.

Marc Pallarès Piquer es doctor en Pedagogía y Comunicación Audiovisual y profesor universitario de Teoría e Historia de la Educación y Sistemas Educativos Europeos. Ha publicado investigaciones en revistas científicas de 13 universidades de todo el mundo, en ámbitos tales como los sistemas educativos europeos, el binomio educación-medios de comunicación, la cultura de género o la historia de la educación. Es autor del libro ¿Teoría de la educación o educación de la teoría? (2014). En el ámbito literario ha ganado el Premio de Periodismo Salvador Reynaldos (2007), el de Narrativa Fiter y Rossell del Gobierno de Andorra (2008) y el de Ciudad de Palma de Mallorca (2012).

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1 Pauline Kergomard y los orígenes de la escuela maternal en Francia Alberto Sánchez Rojo Universidad Antonio de Nebrija Fernando Gil Cantero Universidad Complutense de Madrid 1.1. Introducción: una autora a finales del siglo de la infancia En su obra El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, el prestigioso historiador Philippe Ariés afirmaba que parecía «como si a cada época le correspondiese una edad privilegiada y una periodicidad particular de la vida humana: la «juventud» –continuaba el autor– es la edad privilegiada del siglo xviii; la infancia, del siglo xix y la adolescencia, del siglo xx» (Ariés, 1973: 56). Pues bien, la autora que aquí nos ocupa, figura clave –tal y como veremos– para la mejora de la educación infantil en Francia, desarrolla su obra a partir del último tercio del siglo de la infancia, un siglo en el que culmina el largo proceso de descubrimiento del niño en tanto que ser diferente al adulto por naturaleza.8 Nuestra autora llegará a ser reconocida en los inicios del siglo xx como una de las autoridades más reconocidas y reputadas dentro del campo de estudio de la educación del niño menor de siete años o, como aún se creía ampliamente por entonces, del niño en una edad «previa al uso de la razón». Marie Pauline Jeanne Reclus nació en 1838 en el seno de una familia protestante en Burdeos, ciudad de tradición mayoritariamente católica. Siendo la menor de tres hermanas, tuvo contacto con el ámbito de la educación desde su más tierna infancia. Por un lado, su padre, Jean Reclus, fue una de las primeras personas en ocupar el cargo de inspector de escuelas primarias; cargo creado por primera vez en Francia en 1835. Por otro lado, sus tíos Zéline y el pastor Jacques Reclus –padres de los anarquistas Elisée y Elie Reclus, con quienes vivió a partir de 1850 después de que su padre, tras enviudar, volviera a casarse– tenían también relación directa con el ámbito de la educación; sobre todo su tía, que llevaba una escuela para niñas protestantes a la que nuestra autora asistió. Tal vez fuese esta familiaridad con lo educativo lo que hizo que Pauline Kergomard decidiese seguir esta vía. Ya logró, siendo aún muy joven, un diploma que le permitiría dar clases a domicilio en casas protestantes. En 1861 marchó a París, junto a su hermana mayor, Laurence; pero fue su otra hermana, Noémie, casada con su primo Elie, quien le presentaría a su futuro marido, Jules Duplessis-Kergomard, de quien posteriormente tomará el apellido. Republicano y abiertamente reconocido como librepensador, el marido de nuestra autora se dedicaba a escribir sin demasiado éxito; lo cual hizo que, en poco tiempo, y habiendo sido padres de dos hijos, los problemas económicos llegasen a la familia. Esta situación llevaría a Pauline Kergomard a tomar la decisión de buscar por sí misma un trabajo seguro y bien remunerado; y en 1877 se convirtió en directora de salas de asilo.9 Sus ideas progresistas, acordes con el contexto político de la entonces recién instaurada Tercera República de Francia, hicieron que en apenas dos años fuese nombrada inspectora general de este tipo de establecimientos, a los cuales se dedicaría con pasión hasta su fallecimiento, en 192510 (Clark, 2000: 36). Como inspectora, no solo recorrería el país visitando establecimientos, sino que además no dejaría de publicar en las principales revistas educativas del momento, de participar en congresos educativos y de formar parte de asociaciones filantrópicas para la protección de la infancia temprana. Esto haría que, ya en 1886, llegase a ser la primera mujer en formar parte del Consejo Superior de Instrucción Pública francés, órgano público de máxima relevancia, tradicionalmente masculino y fuera del alcance de la mujer, durante años relegada al ámbito doméstico (Plaisance, 1996). Un análisis superficial nos haría pensar que su éxito se debió simplemente a la realización de un trabajo de indudable calidad, coincidente con un creciente cambio de mentalidad, cada vez más extendido, que hacía que las mujeres fuesen poco a poco admitidas en la esfera pública. Ahora bien, existe una razón más profunda que cabe señalar. Y esta no tendría tanto que ver con un cambio en las ideas políticas del momento como con cierta idea de educación de la infancia temprana, heredada del siglo xviii –principalmente a partir de la obra de Rousseau–; la cual determinó que, antes de Kergomard, ya hubiese habido otras mujeres que consiguieran hacer valer su voz en el ámbito de lo público y sembrar un terreno cuyos frutos empezarían a ser recogidos por autoras como la que aquí nos ocupa. Básicamente, podríamos decir que esta idea consiste en defender que la educación del niño hasta los siete años corresponde a su madre, no ya por la incapacidad de aquel para desenvolverse con soltura en un mundo adulto que aún no entiende,11 sino por un interés pedagógico. Durante estos años, el niño precisa más de amor y cariño que de formación, siendo la madre, perteneciente al «sexo sensible» por excelencia y a quien se encuentra unido por lazos de sangre, la más indicada para transmitírselo. Siguiendo a Robertson, en la época en la que escribió Rousseau: «en Francia era casi general la costumbre de enviar a los niños nacidos en las ciudades al campo para que los criasen allí. Más del 80 por 100 de los 21.000 niños nacidos en París en el decenio de 1780 fueron encomendados a amas de cría profesionales. En el transcurso de los cien años siguientes, esa costumbre casi desapareció» (Robertson, 1982: 447). Rousseau arremetió con fuerza contra aquellas madres que, despreocupándose de sus hijos, malograban su educación para siempre.12 Esto influyó prácticamente en todos los autores que, tras él, se dedicaron a pensar este asunto, de tal forma que «en la mayoría de los libros destinados a las madres se recomendaba que de ser posible criaran ellas a sus hijos»13 (ibid.: 448). Así fue durante todo el siglo xix; sin embargo, no todas las clases sociales podrían cumplir con este precepto. La revolución industrial llegó a Francia y la mujer de la clase más humilde se vio obligada a trabajar. Tal y como muestra Traugott (1993), si bien la vida del obrero no era fácil, la de la obrera tampoco; de hecho, incluso era peor. Muchas horas de trabajo la privaban de estar en casa, impidiéndole ocuparse de sus hijos más pequeños, que aún no tenían edad de ir a la escuela. Influenciadas por Rousseau y por una época en la que por fin «el niño salía del anonimato y de la indiferencia y se convertía en la criatura más preciosa, la más rica en promesas y en el futuro» (Ariés, 1986: 16), las mujeres de las clases acomodadas se harían cargo de esta situación. En pleno siglo de la infancia, ningún niño debía estar abandonado a su suerte, sin madre. 1.2. Una acción inconscientemente feminista: los antecedentes de la escuela maternal En su trabajo sobre la mujer burguesa en la Francia del siglo xix, la investigadora Bonnie G. Smith (1981) apunta la situación contradictoria que suponía el hecho de que estas mujeres perteneciesen a una clase social cuyo sustento apenas conocían. Ajenas a los negocios de sus maridos, dedicaban su vida al hogar. Ahora bien, tal y como señala este estudio, el hecho de que estuviesen apartadas de los asuntos de la política y la economía no significa que fueran indiferentes a ellos, sobre todo a sus consecuencias. Su papel asumido de madres y esposas les hacía ver la vida en tanto que tales. Cuidadoras por naturaleza y devotas cristianas, eran conscientes de los males del sufrimiento y de la necesidad de paliarlo, de modo que la caridad era una de sus principales ocupaciones. Sentían lástima por el pobre, por el desamparado cuyas circunstancias le habían conducido a la más extrema miseria; pero, sobre todo, eran especialmente sensibles a los padecimientos de la infancia. Esos seres inocentes no tenían culpa de la suerte de sus padres y era injusto que pagasen por ello. Así pues, ante el abandono al que la fábrica condenaba a niños demasiado pequeños como para ir a la escuela, no es de extrañar que las mujeres burguesas fuesen las primeras en tomar cartas en el asunto. En abril de 1825, el empresario Benjamin Delessert, por entonces regente del Banco de Francia, comenta durante una velada en París, delante de algunos amigos y de sus hermanas, ambas pertenecientes a la Sociedad de la Caridad Maternal,14 la aparición en Reino Unido de ciertos establecimientos para la protección de niños en edad temprana. Estos centros llevaban el nombre de infant schools, y su principal función no era meramente de guarda, sino que tenían como objetivo fundamental aportar cierta educación física, intelectual y moral a estos niños, acorde con su edad.15 Entusiasmadas con la idea de adaptar esta obra al contexto francés, las damas de la Sociedad de la Caridad Maternal rápidamente se ponen manos a la obra, tratando de lograr apoyos y financiación. En apenas un año consiguen abrir en la rue de la Bac, del distrito X de París, la primera sala se asilo, abierta de 8 a 19 horas, que recogerá un...



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