E-Book, Spanisch, Band 278, 304 Seiten
Reihe: Narrativa del Acantilado
Oyeyemi / Belmonte Boy, Snow, Bird
1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-19958-70-9
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Fábula de tres mujeres
E-Book, Spanisch, Band 278, 304 Seiten
Reihe: Narrativa del Acantilado
ISBN: 978-84-19958-70-9
Verlag: Acantilado
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
En el invierno de 1953 la joven Boy Novak, huyendo de su cruel padre, llega por azar a una pequeña población de Massachusetts, donde conoce a Arturo Whitman, un joven viudo y padre de una niña de seis años, Snow, cuya belleza causa en los adultos un embeleso inquietante. Tras el matrimonio de Boy con Arturo y el nacimiento de su hija Bird, las cosas cambiarán para Snow: Boy decidirá que su hijastra debe marcharse a vivir con una tía, lejos de su familia. En «Boy, Snow, Bird», que afianza a Oyeyemi como una de las escritoras más originales y audaces de la última década, la autora desbarata los inveterados estereotipos que durante siglos han tiranizado el imaginario y las vidas de generaciones de mujeres, creando un relato tan fabuloso y alegórico como los cuentos de hadas tradicionales, pero mucho más compasivo.
«Una narradora experta en su oficio, capaz de reformular los arquetipos clásicos de los cuentos en personajes redondos que respiran, se contradicen y crecen en el transcurso de la novela».
Sergio Saborido, Libros y Literatura
«Oyeyemi da una vuelta de tuerca al machista mito de Blancanieves».
Carlos Sala, La Razón
«Una novela que posee la desenvoltura narrativa y la brillantez de un cuento clásico. Oyeyemi tiene talento».
José Luis de Juan, Diario de Mallorca
«Bajo el hechizo de Oyeyemi, todo cuento de hadas se convierte en una exploración brillante de las formas extrañas que asume la identidad de cada uno».
The Washington Post
«El estilo de Oyeyemi es bellísimo, profundo y original».
The New York Times
Helen Oyeyemi (Nigeria, 1984) es autora de ocho libros, ampliamente reconocidos por lectores y críticos, que la han hecho merecedora de diversos galardones. En 2013 fue incluida en la lista Granta de los mejores jóvenes novelistas británicos. Acantilado ha publicado sus novelas «El señor Fox»(2013) y «Boy, Snow, Bird» (2016), además de la colección de relatos «Lo que no es tuyo no es tuyo» (2019).
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II
Cuando salí del autobús en Flax Hill estaba nevando. No era exactamente una nevada normal, ni tampoco una ventisca, sino que la nieve caía pesadamente, se depositaba durante un minuto más o menos y luego el viento la trasladaba—la hacía rodar más bien—hasta otro lugar. En un minuto estabas cubierta de nieve que luego se retiraba a toda prisa hacia los lados, como si un invisible y diligente gigante se hubiera apiadado y te la hubiera limpiado. Luego, mientras contenías la respiración, te convertías de nuevo en un muñeco de nieve por el efecto bumerán. Sólo podía ver unos pasos delante de mí y más o menos uno por detrás. Cuando un par de faros de automóvil me pasaron rozando el hombro, salí de la carretera y comencé a seguir las voces de un par de chicas que se protegían bajo un paraguas roto, sobre todo porque les había oído mencionar a su casera. Yo tenía que encontrar una casera. Del tipo que fuera. Me mantuve pegada a las chicas del paraguas incluso cuando la nieve las ocultó durante varios segundos y empecé a dudar de si eran reales; las seguí cuando tomaron lo que llamaron «el atajo», a través de unas vías de ferrocarril abandonadas en las que crecía la hierba y a través de un túnel oscuro como boca de lobo y cuyo olor me produjo grandes arcadas. Cosas muertas y huevos podridos. Los insectos se depositaban tímidamente sobre mis hombros, como si se preguntaran dónde nos habíamos visto antes. Más de una vez tuve la sensación de que la propia oscuridad nos estaba persiguiendo. Pero si las chicas del paraguas podían con ello, yo también. Un par de veces se pararon y gritaron: «¡Hola!, ¿hay alguien ahí?». Yo me rezagaba, mantenía la boca cerrada y pensaba: «Más vale que esa casera sea estupenda». En cuanto estuvimos al otro lado del túnel las chicas del paraguas se rieron tontamente y se acusaron de ser unas miedicas. Ello me hizo pensar en las veces que yo he estado en la oscuridad y sentía que había alguien más, hasta llegar a convencerme a mí misma de que estaba equivocada. Probablemente nueve de cada diez veces había realmente alguien. Cuando las chicas del paraguas entraron por fin en un edificio de ladrillo estrecho y anodino, me paseé durante unos minutos por delante de la puerta cerrada, preguntándome qué historia iba a contar. Pero yo no sabía el nombre de la casera y hacía demasiado frío para pensar. Llamé a la puerta y me las arreglé para entrar y preguntar por la señora de la casa sin tiritar demasiado. Tenía el pelo gris acerado, una figura elegante y una expresión de «¡Cariño, qué me vas a contar a mí!» a partir de la cual se creaban todas sus demás expresiones, desde la alegría a la irritación. «He oído que tiene usted huéspedes—dije—. Por favor, no me diga que estoy equivocada…», y me quedé sin palabras. Me ofreció su propio sofá, apiló cojines a mi alrededor hasta que sólo sobresalía mi cabeza y pidió que trajeran sopa y mantas. Su nombre era señora Lennox y era oriunda de Flax Hill: «Ya sabes, de Massachusetts de pura cepa». Me dijo que nunca había perdido un posible inquilino y las chicas que respondieron a su petición de sopa y mantas le dieron la razón. «Tampoco se mete en tus asuntos», añadió una de ellas. (Eso resultó ser cierto. No te la encontrabas, sino que tenías que concertar cita con ella). Las chicas no se habían puesto de acuerdo, así que aparecieron con cuatro cuencos de sopa y siete mantas. Lo tomé por una señal de que era bienvenida y dije «Gracias» unas cincuenta veces seguidas hasta que alguien observó riéndose que sólo me ofrecían sopa. Como no tenía otra cosa que hacer en los siguientes días, traté de identificar a las chicas del paraguas por el sonido de sus voces. Pero quince mujeres viviendo juntas llegan a sonar igual. Cualquiera de ellas podría haber sido la que me guió entre la nieve. Durante los primeros meses mi relación con Flax Hill fue inestable: ni la ciudad ni yo estábamos seguras de si realmente me iba a quedar. Y por ello Flax Hill se comportaba un poquito mal, desapareciendo cuando me iba a dormir y reconstruyéndose chapuceramente de nuevo por la mañana; pasaba junto a bancos del parque, cabinas de teléfono y entradas a callejones que, estoy absolutamente segura, no se encontraban allí la tarde anterior. La habitación de mi pensión era de lo más barato de la zona y hacía honor a su precio. Una cama estrecha, vigas tan bajas que me golpeaba continuamente la cabeza y vistas hacia una deprimente parada de autobús (el letrero era ilegible). En mi habitación no había silla para sentarse ni tampoco espejo, de modo que tenía breves reuniones conmigo misma mientras me lavaba la cara en el cuarto de baño del pasillo: «He oído que es la compañera de un gánster», susurraba, repitiendo cosas que había oído por casualidad mientras suponían que yo estaba demasiado lejos para escuchar. «¡Qué va!, es una actriz estudiando su próximo papel. Creedme, ya he visto casos así antes». La mujer del espejo me hacía un gran guiño, me decía que todo pasaría pronto y luego me enviaba a la cama sola. Soñaba con ratas. Me hablaban. Me llamaban «prima». Soñé que me atrapaban, soñé con gas sedante, alquitrán, cola y con extrañas luces del tamaño del sol, que cambiaban del rojo al verde tan deprisa que no tenía tiempo de reaccionar. Luego el exterminador de ratas me sujetaba por la cola. Me exhibía en una conferencia y respondía a preguntas sobre mis costumbres. Le concederían una medalla, algo a lo que yo me oponía firmemente, pero estaba muerta. Me desperté con ambas manos cubriéndome la nariz que se movía nerviosamente y era la parte más fría de mi cuerpo después de tales sueños. La boca tenía sabor a sal y por eso supe que había estado llorando durante el sueño. Creo que echaba de menos mi casa. Mucho. Era absurdo pero echaba mucho de menos mi casa. Había tres cosas en mí que eran insatisfactorias; la primera, que era de Manhattan. («¿Qué puede estar buscando aquí una chica de allí ?»). El segundo problema era mi nombre («Me llamo Boy». «Ya, claro. Muy bonito. Pero ¿cuál es tu nombre oficial?». «Ya se lo he dicho: Boy. Boy Novak». «¡Pues vaya…!». «¿Y qué quiere que haga?»). El tercer problema era que yo no poseía ningún tipo de habilidad. Flax Hill es una ciudad de especialistas, y si en una ciudad así aparece alguien con poco más que una buena disposición a ensuciarse las manos, ese alguien hará mejor en olvidarse de que le den una oportunidad. Todo lo que la gente quería saber de mí en primer lugar era ¿y cómo es eso? ¿Cómo es que no eres buena en algo? En el piso de abajo vivía una chica llamada Veronica Webster y la acompañé a un montón de citas con su pareja fija no oficial, Ted Murray, y algún amigo de él. Como el resto de inquilinas, llevaba sus papeletas de empeño dobladas dentro de un medallón antiguo en torno al cuello. A diferencia del resto de inquilinas, tenía una habitación bonita con chimenea y organizaba veladas para tomar chocolate caliente, aunque tenías que llevarte tu propio chocolate. Veronica Webster era un setenta por ciento maja y un treinta por ciento insoportable; era una de esas mujeres que parecen cadáveres hasta que entra un hombre en la habitación, tras lo cual se vuelven tremendamente animadas. Llevaba el pelo como Mamie Eisenhower, sólo que con los ricitos más largos, y pasaba fuera tres noches a la semana, una de ellas con Ted Murray. Pensé que tendría que hablar con ella sobre su relación con Ted. Para empezar era un tacaño con las propinas, incapaz de redondear una cantidad, y eso me llenaba de presentimientos. Lo otro es que, cuando fuimos a su casa una vez a tomar unos cócteles antes de cenar, tenía colgado en la pared un estridente retrato de Lincoln (si no me equivoco, uno de esos cuadros coloreados siguiendo los números que se piden por correo). Algo me sobrecogió mientras estaba allí de pie contemplando ese noble perfil reproducido en castaño rojizo. Espero no volver a sentir nunca nada igual. Era Lincoln. No se le puede hacer eso a Lincoln. Cuando volvimos a la pensión dije a Veronica: —Oye…, ¿qué te parece ese retrato de Lincoln en la sala de Ted? Se encogió de hombros. —Nadie es perfecto. De todos modos, no sé a ti, pero a mí un hombre que admira a Lincoln me va. —Ah, pero… ¿no crees que…, no crees…?—dije confusamente, y dejé la frase sin terminar. No iba a ser yo quien complicara las cosas. Mi labor consistía en entretener al amigo de Ted. Se llamaba Arturo Whitman, y él y Ted trabajaban juntos: Ted vendía las joyas que Arturo fabricaba. Me resultaba evidente por qué Arturo no podía ser un buen vendedor; era grande, greñudo y bastante brusco. Muchas veces tiraba nuestras copas de vino al agitar demasiado las manos mientras hablaba del parecido entre Robespierre y McCarthy. Tenía ojos oscuros con gruesos párpados y no era muy bueno bailando, pero no podía evitar que me gustara estar entre sus brazos. Una noche, cuando Ted y Veronica se estaban acariciando con el pie y hablando sobre Guatemala (Ted describía lugares en los que había estado y Veronica interrumpía con exclamaciones como «¡Suena divino!», «¡Me muero de envidia!» y «Me gustaría verlo con mis propios ojos algún día, Teddy…»), Arturo y yo permanecimos sentados mirando cómo la lluvia formaba un tembloroso velo en la ventana. Oí a las gotas de lluvia decir: «Tengo una hija. Lleva...