Michaelis | La canción de la bruja | E-Book | sack.de
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E-Book, Englisch, Spanisch, 392 Seiten

Reihe: A Través del Espejo

Michaelis La canción de la bruja

E-Book, Englisch, Spanisch, 392 Seiten

Reihe: A Través del Espejo

ISBN: 978-607-16-7460-9
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Tim y sus amigos forman parte del grupo de teatro del profesor Wegner y planean representar una obra que se desarrolla en una comunidad de México antes de que estalle la revolución, y que tiene como protagonista a una bruja. Lilith, una chica solitaria ajena al grupo, se queda con ese papel y, curiosamente, desde que ella se une, cosas extrañas empiezan a suceder. El profesor organiza un campamento para los últimos ensayos de la obra; en él ocurren cosas cada vez más violentas y los miembros del grupo comienzan a desaparecer; eventualmente, todos señalan como culpable a la bruja. Tim parece ser su único aliado y deberá ayudarla a sobrevivir a aquel campamento, donde la realidad y la ficción parecen haberse fundido.

Antonia Michaelis nació en Kiel, Alemania. Estudió medicina y, de manera paralela, comenzó a escribir libros para niños y jóvenes, también ha escrito novelas para adultos y obras de teatro. Ha recibido diferentes premios por su obra, y varios de sus libros para jóvenes han aparecido en las listas de los títulos más populares de su país y han sido traducidos a diferentes idiomas. En el FCE publicó El Cuentacuentos y Nashville.
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1
ESTRELLAS
 
 
Por todas partes había brotes a punto de florecer. Dejó pasar la mano sobre ellos mientras recorría la calle; acarició los pequeños capullos verdes a punto de abrirse, pero aún tenían miedo de hacerlo. Brotes de abril a lo largo de la calle, en los arbustos y en los árboles, un lunes de camino a la escuela. El aire era casi verde. Los otros probablemente se habrían reído si hubiera dicho eso en voz alta… Por todas partes había movimiento en la tierra, algo crecía y se estiraba a escondidas, las raíces se alargaban hacia abajo, los rebrotes hacia arriba, transparentes aún, hilos blancos como brazos de fantasmas, buscando algo. Algo ocurría hoy, algo especial que le recordaban esos brazos blancos… Se preguntó si hubiera podido oír todo aquello, todo ese crecimiento oculto, si se hubiera quitado el algodón de los oídos. No le había contado a nadie lo del algodón. Miró la hora. Llegaba tarde, así que apresuró el paso. Detrás del frío patio de la escuela se levantaba la angulosa estructura de cemento, como cajas apiladas entre sí. A él le parecía el escenario de una obra de teatro. Como si fuera posible doblarlo todo, darle la vuelta y convertirlo en otra cosa totalmente distinta. Junto a la puerta de la escuela estaba el conserje bajo un temprano rayo de sol. Sentado en una silla, movía un palillo de un lado a otro entre los dientes mientras arreglaba una linterna con un destornillador. Llevaba el mismo overol gris y sucio de siempre, y de vez en cuando le goteaba saliva sobre la rodilla. Sus manos eran bastas y enormes; la nariz, enrojecida, “una nariz de borracho —había dicho una vez Lars—. Bebe como un desesperado, el viejo Kabuk”. Eso decía en su puerta: F. L. Kabuk. Nadie sabía qué significaban las iniciales F. L. y nadie se le acercaba demasiado por voluntad propia. Sin embargo, esa mañana había alguien sentado en el piso junto al viejo Kabuk, observando cómo éste reparaba la linterna: una joven delgada con pantalones negros de mezclilla y un suéter negro que le quedaba grande. Otra extraña figura a la que no quería acercarse. Tim no sabía nada sobre ella, excepto que se acercaba al diez en todas las asignaturas. No estaba en el grupo de WhatsApp del undécimo año, no participaba en sus conversaciones. A veces la veían con un libro. Ahora estaba allí sentada con las piernas cruzadas y erguida, como si meditara. Un gato pasó entre las piernas del viejo Kabuk y se acercó a la joven: un animal flaco y negro con los ojos verdes y una única oreja. Tim dio un rodeo en torno a la joven, el gato y el conserje, pero cuando abrió la puerta de entrada, la chica alzó los ojos. Su mirada lo asustó. Era tan… directa. —Eh… buenos días —murmuró Tim. El viejo Kabuk sonrió. Tim ni siquiera sabía que fuera capaz de sonreír. Escupió el palillo y una incomprensible frase a medias, mientras Tim entraba en el vestíbulo y comenzaba, por fin, a subir las anchas escaleras que lo conducían al lugar donde se arremolinaban los demás. Se sumergió en el mar de compañeros como un pez en su banco, se volvió invisible, sintió un cálido alivio. Y entonces se acordó de qué tenía de especial ese día. Hoy tenía lugar el primer encuentro del grupo de teatro. El comienzo de los ensayos para la que sería su última representación, puesto que el año siguiente, el año antes de la universidad, ya nadie tendría tiempo para esas cosas. El profesor Wegner les había enviado el título: esta vez no se trataba de un gran dramaturgo alemán ni de un Premio Nobel que experimentara con el lenguaje. Era una obra que sonaba infantil a primera vista. Lars había bromeado: “Ah, ¿ahora vamos a actuar en el bazar de adviento para los de preescolar? ¿Puedo hacer de Santaclaus?” Como los demás, Tim también se había reído, porque era algo típico de Lars decir algo así. Sin embargo, pensándolo bien y después de leer la lista de personajes con nombres mexicanos, el título no le parecía infantil en absoluto. Más bien, inquietante y oscuro: La bruja.  
Acabada la segunda clase se sentaron en los radiadores del pasillo a esperar a Wegner. “Igual que gallinas”, pensó Tim. Gallinas agarradas a su barra: primero estaba Lars, que garabateaba un programa de ensayos para su grupo de música en un bloc de notas sostenido de modo precario sobre las rodillas, mientras se retiraba de vez en cuando el pelo rubio —demasiado largo— de la frente; al final se subió los lentes hasta lo alto de la cabeza para sujetárselo. Al poco rato suspiró porque ahora no veía nada y dejó que los lentes resbalaran hasta colocarse de nuevo sobre la nariz. Lars tenía el tipo de pelo, las pecas y la forma de suspirar que le gustaba a las chicas. Sentado a su lado, Otis hacía cigarros. Producción en masa. Otis era demasiado nervioso como para limitarse a enrollar sólo un cigarro y tener luego desocupados los largos y pálidos dedos. Todo él era largo y pálido, y el cabello le colgaba en oscuras ondas hasta los hombros. Un día Ninon le había dicho a Otis que parecía un vampiro sacado de una de esas películas. Otis se había reído como un vampiro sacado de una de esas películas, para después decir que no conocía esas películas. Ahora estaba sentada a su lado. Ninon, con sus rizos pelirrojos, Ninon, con sus pechos cuya talla era, para todos, objeto de especulación desde séptimo año. Balanceaba las piernas y saboreaba una paleta mientras fingía que el caramelo no simbolizaba nada en absoluto. De vez en cuando desviaba la mirada hacia Wenzel, que jugueteaba con su celular. Wenzel era corpulento y, como él mismo decía, de complexión baja, porque para transportar cosas pesadas era mejor estar cerca del piso, si se te caía algo, por ejemplo. Wenzel era el baterista del grupo de Lars y, a veces, tocaba con otros dos si lo necesitaban. Cuando no tocaba, transportaba focos o altavoces, o descansaba solo con una botella de cerveza sentado detrás de una consola. Tim se encontraba al final, la última gallina sobre la barra. Contempló su reflejo en la ventana del otro lado del pasillo: pelo corto castaño, pantalones de mezclilla, tenis, sudadera con capucha. Rasgos característicos: ninguno. Excepto el algodón en las orejas; pero eso no lo veía nadie. Cuando se sentaba al teclado en el sótano donde ensayaban, al lado de la batería de Wenzel, cerraba los ojos como alguien que se zambullía por completo en el universo de la música. Para él era un universo de dolor, pero nadie tenía por qué saberlo. Había también unas pocas chicas de décimo que no pertenecían al núcleo duro del grupo de teatro. Tim se preguntó cómo encontrarían tiempo para el teatro, ahora que la época de exámenes estaba a punto de empezar. En realidad, sólo estaba allí por una sensación de compromiso hacia el profesor Wegner, que llevaba años organizando para ellos excursiones con las que se libraban de la obligación de ir a clase. Wegner llegó tarde, como siempre. Apareció por el pasillo con su típico balanceo y meciendo el maletín de piel que tenía quizá más años que él mismo. Rondaba los treinta, y una de sus frases preferidas era: “Yo estoy de su lado”. La decía con demasiada frecuencia, pero lo hacía con buena intención. También había elegido esa obra con la mejor intención. Tim estuvo seguro de eso tiempo después. Sin embargo, a veces no basta con tener buenas intenciones. Ese día Wegner abrió la puerta de la clase de teatro, una antigua aula en la que había dos desgastados sofás negros y mesas corridas contra la pared. Todos entraron tras él, como si fueran algo que recordaba más a la dispersión que a la motivación. Tim se sentó sobre una de las mesas junto a la ventana. El viento mecía con suavidad las ramas a punto de florecer en el patio. Aspiró profundamente un par de veces y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Luego levantó la mirada y la vio: la chica delgada sentada junto al viejo Kabuk en los escalones de la entrada. Se introdujo por la puerta sin abrirla en realidad, como un pensamiento que se cuela en el cerebro con efecto retardado, se sentó sobre el respaldo de una silla que se encontraba junto a la pared, algo alejada de los demás, y apoyó los pies sobre el asiento. Tim miró a Lars y Lars se encogió de hombros. Ella no formaba parte del grupo de teatro, quedaba un poco fuera de lugar, y en ese momento Tim deseó que se fuera. Pensó en el viejo Kabuk, en el palillo y en la saliva que le goteaba de la boca, en su murmullo incomprensible y en su extraña sonrisa. Era como si ella y él compartieran un secreto. Tim no tenía ni idea de qué estaría buscando la joven allí. Sentada sobre el respaldo de la silla recordaba a una corneja: con las piernas escuálidas, el enorme suéter negro sin forma, los hombros huesudos, la cara afilada. Tim no recordaba si siempre la había visto así de delgada. La fragilidad de su cuerpo hacía que las gruesas botas negras de obrero que calzaba parecieran aún más pesadas. Quizá las necesitaba como ancla para que el viento no se la llevara volando. Otra idea absurda que habría hecho que los demás sacudieran la cabeza… —Bueno —dijo Wegner después de sentarse en uno de los viejos sofás—. Hoy empezamos a trabajar en una nueva obra. Después estarán en el último...


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