E-Book, Spanisch, 224 Seiten
Reihe: Surcos
Seguir a Jesús en la Vida Religiosa hoy
E-Book, Spanisch, 224 Seiten
Reihe: Surcos
ISBN: 978-84-9073-113-0
Verlag: Editorial Verbo Divino
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
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El Concilio Vaticano II: referencia luminosa para la vida consagrada Mons. José Rodríguez Carballo, OFM 1. Situándonos El año 2015 ha sido declarado por el Papa Francisco Año de la Vida Consagrada, con tres objetivos tomados de Novo Millennio Ineunte: hacer memoria del pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza[1]. El primer objetivo de este año es, pues, el de recuperar la memoria: hacer memoria grata del pasado, y más concretamente de estos 50 años que nos separan de la celebración del Vaticano II. Esta actitud no puede limitarse a una mirada estática de cuanto aconteció en la Iglesia, y por lo tanto en la vida consagrada, a raíz del Concilio. Este primer objetivo nos sitúa, más bien, en el ejercicio de una grata memoria, que haga emerger cuanto todavía no se ha actuado o se ha actuado solo parcialmente. Desde esta perspectiva, el Concilio se presenta ante nosotros como una «brújula» que nos orienta para vivir el presente con pasión y para abrazar el futuro con esperanza, ofreciéndonos orientaciones sólidas para afrontar los nuevos problemas que está viviendo en estos momentos la vida consagrada. Sin entrar en el llamado «conflicto de interpretaciones», el Vaticano II es para la vida consagrada punto obligado de partida y de referencia en todo momento. Nacido de la urgencia del aggiornamento en los distintos ámbitos de la Iglesia, como modo para acompañar el cambio que estaba viviendo la sociedad, de la necesaria relación entre la periferia y el centro, y del momento que estaba atravesando la vida consagrada, momento marcado por la crisis y la búsqueda, el Concilio significó un kairós, y lo sigue siendo todavía, para responder adecuadamente a «las exigencias de nuestro tiempo», como ama repetir Sacrosantum Concilium, y lograr así un encuentro cordial y fecundo entre los consagrados y el hoy del mundo en que vivimos. 2. El Concilio Vaticano II: gracia, brújula, acontecimiento positivo, obra hermosa del Espíritu Santo Juan Pablo II definió el Concilio Vaticano II como «la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo xx». «Con el Concilio –añade el Papa Wojtyla–, se nos ha ofrecido una brújula segura para el camino»[2]. Benedicto XVI habló del Concilio en estos términos: «Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos a 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra del Concilio»[3]. El Papa Francisco, por su parte, ve el Concilio como «una obra hermosa del Espíritu Santo»[4]. Gracia, brújula, acontecimiento positivo, obra hermosa: eso es el Concilio para la Iglesia y, seguramente también, para la vida consagrada, de cuya vida y santidad «forma parte inseparablemente»[5]. Cincuenta años nos separan de esa bocanada de aire fresco que supuso el Concilio para la Iglesia y para la vida consagrada. Cincuenta años de intenso trabajo para lograr por parte de la Iglesia que «la doctrina cierta e inmutable [...] venga profundizada y expuesta según nos piden los tiempos actuales»[6], y, por parte de la vida consagrada, para lograr una importante renovación y adaptación[7] a los tiempos que nos ha tocado vivir, descubriendo las fuentes genuinas de la vida consagrada –el Concilio habla de vida religiosa–, en lo que se refiere al sentido general y a lo específico de cada familia consagrada. El camino recorrido es largo y ha estado sembrado de dificultades, como largo y fatigoso fue el camino del pueblo de Dios por el desierto. Como el pueblo de Israel, la vida consagrada en estos cincuenta años, sostenida por una fuerte espiritualidad con sabor a éxodo, se ha puesto en camino hacia metas desconocidas (cf. Sab 18,3; Heb 11,8), guiada solo por la nube de la fe (cf. Ex 40,36-38), y por una confianza inquebrantable en el Dios de la historia que hace camino con cuantos confían en él. Los consagrados, de la mano de otros muchos en la Iglesia y ciertamente con entusiasmo y movidos por una gran generosidad, siguieron con prontitud la exhortación de Pablo VI a realizar, con prudencia pero también con premura, una oportuna renovación[8]. Y dejándose iluminar por el Concilio Vaticano II, «punto de referencia luminoso» para los consagrados[9], y que según Benedicto XVI contiene indicaciones fundamentales para el seguimiento de Cristo en la vida consagrada[10], particularmente en el decreto Perfectae Caritatis, los consagrados se situaron entre los primeros que escucharon con determinación la invitación evangélica que la Asamblea Conciliar les renovaba: discernir los signos de los tiempos (cf. Lc 12,56) –ráfagas de luz presentes en la noche oscura de nuestras vidas y de nuestros pueblos, y faros generadores de esperanza–, e interpretarlos a la luz del Evangelio[11]. Y todo ello para no instalarse, repetirse, ni anular los sueños más profundos y perder poco a poco la alegría contagiosa de la fe. En ese camino ha habido un poco de todo. Diríamos que ha habido altibajos hechos de extraordinaria generosidad y de no pocas frustraciones, de grandes alegrías y de miedos asfixiantes, de certezas y de fuertes dudas, de reiteradas indiferencias y nostalgias, y de adhesiones entusiastas e inquebrantables, de audacias y de retrocesos. En ese camino no todas las experiencias llevadas a cabo, «incluso siendo generosas, no siempre se han visto coronadas por resultados positivos»[12], pero lo que es cierto es que el colectivo de vida consagrada ha sido uno de los que más en serio se ha comprometido en la tarea de renovación querida por el Concilio, y que en ese compromiso siempre ha querido «reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy»[13]. La fidelidad de Dios ha empujado a los consagrados a ser fieles en la historia. Y porque esa historia ha sido modelada por el mismo Espíritu, bien podemos decir que estos cincuenta años de renovación posconciliar forman un relato del Espíritu dentro de la historia de renovación de la Iglesia. Haciendo, pues, una valoración del camino recorrido en estos cincuenta años por la Iglesia y por la vida consagrada, con sentido crítico y realista a la vez, libre de nostalgias y de prejuicios, los consagrados no podemos menos que agradecer al Espíritu y a la Iglesia el don del Concilio Vaticano II, y de manifestar nuestra humilde y profunda gratitud por este nuevo pentecostés. El Concilio ha sido una mediación a través de la cual se reavivó el fuego llameante en la noche (cf. Is 4,5) en este tiempo «delicado y duro»[14], pero tal vez precisamente por ello, un tiempo fascinante que, por estar atravesado por la presencia fecunda del Espíritu, redime, reconcilia y anima a ir más allá, pues, en cuanto manifestación del poder de Cristo glorioso, los consagrados son annamnesis de la Pascua del Señor[15]. 3. La vida consagrada a la luz del Concilio Vaticano II: entre fidelidad y renovación La vida consagrada llegó al Concilio mientras vivía una estación de fuerza: grandes números, importantes obras, nacimiento de nuevos institutos y reconocimiento social, todo ello unido a una fuerte estructura jurídica y, sin duda también, espiritual, que la mantenía en pie. Sin embargo, un dato estaba claro: la teología de la vida religiosa sufría un cierto retraso, difícilmente explicable si pensamos que han sido los religiosos los que tal vez más contribuyeron al movimiento bíblico, patrístico, litúrgico y ecuménico que tanta importancia tendrían en el posconcilio. Nacía así la necesidad de una renovación profunda de la teología de la vida consagrada, que la mantuviese en una tensión dinámica entre fidelidad y renovación, que le indicase con claridad su lugar en la Iglesia y su relación con las otras formas de sequela Christi y que le diese indicaciones claras sobre su identidad y su misión en el mundo. Por otra parte ya apuntaban síntomas de fragilidad institucional: disminución de vocaciones, crisis de las obras, sobre todo educativas o sanitarias, identidad con claros síntomas de fragilidad. Aunque parezca paradójico, la vida consagrada en un momento de grandes cambios empieza a mostrar sus fragilidades y sus puntos más débiles. En este contexto nace el capítulo VI de Lumen Gentium y el decreto Perfectae Caritatis. En medio de muchos miedos, sobre todo en la fase de su elaboración, Lumen Gentium da a la vida religiosa un marco eclesiológico que no tenía hasta entonces, mientras el decreto Perfectae Caritatis opta claramente por dos líneas de fuerza: fidelidad y renovación. Fidelidad al Evangelio y al propio carisma, y renovación con lo que ello comporta de adaptación a las situaciones cambiantes de la Iglesia y el mundo. 4. Lumen Gentium y la nueva...