E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Reihe: Literadura
Losada Casanova Moriré antes que las flores
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-125219-9-3
Verlag: Editorial Funambulista
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 384 Seiten
Reihe: Literadura
ISBN: 978-84-125219-9-3
Verlag: Editorial Funambulista
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Durante un caluroso mes de agosto, en un viejo caserón segoviano con vistas a la sierra de Guadarrama, la memoria despierta y se transforma en un animal salvaje y cruel. La vida transcurre entre dos tiempos, dos mujeres, dos hombres, dos vidas y dos guerras. Un encuentro con el amor y, sobre todo, con la pasión por la escritura. Un recorrido por las playas de Argelès-sur-Mer, por el París de la posguerra, el Londres de artistas e intelectuales de los años cincuenta, el Madrid herido y los bosques segovianos. Se produce un encuentro extraño, lleno de dudas y desconfianza, un cara a cara con la propia identidad, con la muerte y el exilio español. Con la prosa envolvente y una atmósfera inquietante características de Eva Losada, el lector no querrá escapar de las conversaciones entre Ada, una enigmática anciana exiliada, y Livia, una joven e insegura escritora por encargo. Como únicos testigos: los muros de piedra, las montañas azules, el canto de las urracas y la mirada de Soa, un galgo gris que nos seguirá allí donde esta novela nos lleve. Un lugar en el que la realidad se mezcla con la ficción y la vida de los personajes nos descubre una pieza de nuestra propia historia.
Eva Losada Casanova (Madrid, 1967). Licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid. MBA en Marketing y Comunicación. Entre 1990 y 2003 vivió en Madrid, Londres, Roma, Milán y Lisboa, donde trabajó en diferentes empresas del sector servicios. Imparte clases de creación literaria en centros culturales y bibliotecas. Dirige el espacio creativo La plaza de Poe, que fundó en 2015. Su primera novela, En el lado sombrío del jardín (Funambulista, 2014), fue 4.ª finalista en el LIX Premio Planeta de novela y Premio Círculo de Lectores 2010. Su segunda novela, El sol de las contradicciones (Alianza editorial, 2017) ganó el XVIII Premio Unicaja de novela Fernando Quiñones. En 2004 quedó finalista en los Premios Constanti de relato. En 2015 publica como coautora el libro Sin claquetas. Cuarenta historias de cine. Desde 2004, ha participado en distintas publicaciones con las editoriales Sial Pigmalion, Menades y Huso. Colabora escribiendo para medios culturales y coordina varios clubs de lectura en la ciudad de Madrid.
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1
El cruce
El metal de la silla se adhiere como una armadura fría a sus muslos calientes y desnudos. Bajo dos sauces, los pastores alemanes, con la piel pegada a los huesos, se protegen del calor. Media docena de mesas de hierro oxidado franquean una puerta de madera maciza. Livia observa a una mujer robusta que sirve el café a cuatro ancianos que juegan al dominó. Suenan las fichas. La camarera encorva la espalda. Un escote blando arranca un segundo al juego, un crucifijo dorado se balancea de lado a lado, marca el tiempo, el otro tiempo, el de un pueblo cualquiera. Las indicaciones habían sido claras. Alguien vendría a buscarla. Ella solo debía esperar en el bar del cruce. Pasaría varios meses con la anciana. El trabajo sería algo diferente a los otros. Dormiría en la casa. Un mes, quizá dos. En ocasiones, la intuición grita. Esta vez, esa intuición no es lo suficientemente poderosa como para obligarla a regresar. Se la sacude de inmediato, como polvo que en apariencia nada significa, pero que siempre tiene un origen. Hoy no hay paredes que la protejan, ni un espacio a su medida, un lugar donde poder domesticar la vida. El suelo que pisa no es firme y este tiempo que se descuelga, este tiempo que se concentra, que se agazapa tras la mujer del escote blando, es muy distinto, tiene otro sonido, un sabor amargo. El camino que une el cruce con el pueblo no está asfaltado, la gravilla se arremolina en el aire sin saber qué rumbo tomar, como si hubiera llegado a otra tierra, una tierra ajena, un territorio demasiado extenso para poder permanecer. Las fichas de dominó golpean el metal, quiebran el silencio que a veces la naturaleza se empeña en retener. El sonido es seco, como el camino que hay frente a ella, como el aire que apenas logra respirar. Los ancianos callan, mueven las manos con aspavientos juveniles, retan a la muerte entre partida y partida. La mujer del escote blando alza la mirada. El escaso pelo oculta con torpeza un cuello flácido, de un blanco violáceo. El sonido quebrado y estridente de una motocicleta atraviesa una nube de polvo. Los pastores alemanes se acercan, arrastran sus huesos, sacuden con desidia el rabo, agitan el cuerpo de lado a lado, el hombre de la motocicleta acaricia el lomo de uno de ellos. La mujer se seca las manos en un delantal descuidado que envuelve un vientre prominente, feo. Livia piensa en el vientre de las mujeres. Un espacio cerrado y abierto al mundo, por el que la vida pasa rápido y luego se detiene. El cuello blanco de medusa se eleva hacia el cielo; acaricia con la yema de los dedos el crucifijo. El sonido de las fichas cesa. El hombre, alto, con una camisa color tabaco y pantalones vaqueros, desciende de la moto erguido. Livia compara su esbeltez con los ademanes cansados y torpes de la que parece ser su hermana o su mujer. Al observarles cómo caminan hacia el bar, se percata de que quizá ambos han llegado juntos a este pueblo donde ni siquiera la gravilla que se acumula en la carretera se atreve a entrar. Quizá sean todos los pueblos el mismo. Ella no entiende de pueblos. El puerto de montaña, desprotegido de su manto de nieve, emerge a lo lejos casi infantil, risueño y bello. Los pinos silvestres tocan las nubes con el verde intenso de sus ramas, la frondosidad que otorgan los años los convierte en habitantes poderosos. El olor a asfalto, a piedra inmóvil, se ha quedado atrás. En su lugar, la montaña agita desde su alfombra de helechos una fragancia a madera viva, húmeda. Livia se reconcilia con el paisaje, con la zozobra de las intuiciones y de los desánimos. Aspira varias veces, el aire por fin entra, deja que el bosque permanezca en ella unos segundos. Y, de nuevo, una fuerza ajena, esa que la empuja siempre, sin saber adónde, se empeña en retenerla. Cree que es su curiosidad lo que la ha traído hasta aquí, no el dinero. No está segura de ello. Necesita el dinero. Claus Reighman había sido muy claro. Había insistido en la necesidad de llegar puntual, ni antes ni después de las cinco. Un tal Bogdan la recogería en el cruce de la Venta Casarás. Aquella conversación había durado apenas media hora, lo que había tardado en beberse dos zumos de naranja recién exprimidos. Él rara vez iba a la editorial. Su presencia rompía la rutina con brusquedad. Aquella mañana, el cambio que Reighman traía a sus vidas tenía que ver solo con ella. Durante los últimos años las ventas habían caído de manera progresiva, constante, casi matemática. Era lógico que ella fuera la primera en abandonar la oficina. Era la más joven del equipo, su labor no resultaba ni mucho menos decisiva para que los números cuadraran. Nunca le han gustado los cambios. El orden y la monotonía siempre la han reconfortado, necesitaba tener las intermitencias de la luz de un faro; esa secuencia imperturbable que había encontrado en los últimos años de su vida la habían ayudado a seguir adelante. «Voy a ofrecerte la oportunidad de tu vida, un trabajo importante», le dijo apurando el último zumo. A ella le pareció que, una vez más, Reighman se perdía en la intensidad de sus propias palabras. Ella no hizo preguntas. Necesitaba el trabajo. A Reighman no le gustaba dar más explicaciones de las necesarias. Livia observa cómo las fichas forman cuatro hileras. Empieza una nueva partida y el metal canta nuevamente el monótono estribillo que en ocasiones tiene la vejez. Un estribillo que solo parece oírse cuando la muerte ronda. Ella conoce bien esa melodía. Y, entre golpe y golpe, uno de los ancianos levanta la mirada, arquea las cejas y detiene los ojos en las piernas de Livia. Un halo de tristeza acompaña la mirada, esa que a veces envuelve el deseo fútil. Sube al coche, las fichas enmudecen y la mujer recoge ruidosamente las tazas de café vacías. Al oír cómo acelera la moto, el cuello de medusa se estira. Bogdan grita tres veces su nombre, ella no responde. Su nombre es Virna. Un sendero empedrado agita la motocicleta que, como una batidora oxidada, sortea las irregularidades de la tierra. Hay soledad, un prolongado vacío de bosque, ordenado e inmenso, formaciones de piedra ruinosas de lo que debieron de ser aserraderos o quizá fincas de recreo. Lo que queda de las ventanas son solo huecos. Huecos ya inútiles que se asoman a una extensión vasta, que provoca un terrible desasosiego, como si el valle, arrastrándose entre las montañas, hubiera engullido pueblos enteros, ancianos jugadores de dominó, mujeres con crucifijos dorados que se balancean en pechos blandos, perros famélicos, viejas historias que están a punto de perderse, de irse con el último viejo, con la última ficha. El sol, a media asta, tiñe de color del trigo los matorrales que se afanan por trepar a los muros abandonados; son apenas cuatro piedras irregulares que parecen desprenderse con el paso de la motocicleta. Se siente extraña ante los espacios abiertos tan repentinos, casi violentos, y un cielo sin obstáculos de horizontes desnudos. El camino se estrecha, todo vuelve a estar recogido. Los troncos blancos se colorean de sombras simétricas, es como si la geometría perfecta que a veces muestra la naturaleza durase tan solo un instante, el instante que retiene nuestra mirada, el que se tarda en atravesar el bosque y llegar a un pequeño río de aguas tranquilas que Bogdan cruza por un puente de metal. Livia construye el tenue reflejo de Meryl Streep y Clint Eastwood apoyados en uno de los laterales donde la estructura termina muriendo en el agua. Piensa en el tema de aquella película. Una decisión. Tristeza. El amor imprevisto, a destiempo. Una de las ruedas golpea el metal. Apenas lleva unos minutos de trayecto, pero siente que es mucho más. No saber el final, no verlo, hace el camino engañosamente largo. ¿Sabría regresar sin perderse? ¿Podría recorrer el sendero de noche bajo una tormenta y conduciendo en el barro? Ambas preguntas le resultan absurdas. Debería haber rechazado la oferta de Reighman, quizá se ha precipitado, ha sido demasiado complaciente con él. El sonido de la motocicleta cesa. Una manada de caballos rodea una balsa, es una estampa excesivamente plástica, casi irreal. Uno de ellos, el que parece mayor, agita una crin negra y relincha, parece una llamada, un aviso, dos de ellos arrancan al galope desde un pequeño promontorio. No recuerda haber visto caballos en libertad. No más allá de unas fotografías, de imágenes de un documental o entre la niebla de los cuentos de Carver. De repente se calman, se mueven despacio, elegantes, son como nubes perdidas, bruscamente silenciosas, con la despreocupación de no tener que llegar a ningún lugar. Al final del camino se abre un claro, Bogdan aparca la moto junto a una verja de hierro oxidada. Se oyen ladridos. Los ladridos continúan. Bogdan, con ademán femenino, sujeta en la cadera el cesto de comida, ladea ligeramente la cintura. Bajo la espalda ancha, las piernas se mueven seguras, sin prisa. Camina hacia una fachada de piedra natural, donde las piezas de granito ascienden hasta tres alturas, vestida de madreselva y hiedra que, arremolinada como el vestido de una bailarina, trepa hasta dos balcones de forjado sobrio. Un galgo de color ceniza observa, con ojos amarillos y el ladrido contenido, cada uno de sus movimientos. Una anciana, enfundada en un vestido de gasa del mismo color que el pelo de la perra, sujeta un abanico. Un baile de dedos finos, frágiles, lo agitan. El brazo se alza ligero, dos mechones de pelo blanco van y vienen por la frente, todo lo demás parece estar en su sitio, en armonía. —Confío en que la perra no te moleste —dice—, vive en la casa y seguirá haciéndolo independientemente de si eres o no alérgica al pelo de los perros. La mujer...