E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Reihe: Literadura
Losada Casanova En el lado sombrío del jardín
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-126587-2-9
Verlag: Editorial Funambulista
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 352 Seiten
Reihe: Literadura
ISBN: 978-84-126587-2-9
Verlag: Editorial Funambulista
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Ana Santos regresa desde Madrid a la quinta portuguesa de O Caneiro tras un matrimonio frustrado y la pérdida de la custodia de su hija. Ana busca entre los muros que la vieron nacer la causa de la trágica y enigmática muerte de sus padres con la ayuda de su hermana Alessandra, una mujer solitaria, a veces cruel, víctima de una extraña enfermedad. La exuberante naturaleza de la Sierra de Sintra y el viento obstinado de la playa de Guincho sumergen al lector en un misterioso universo cargado de olores y susurros que en ocasiones se abre como un abanico lleno de peligros y en otras es como una fragancia dentro de un bote de cristal. El lector se rendirá enseguida a la voz de Ana Santos, caminará junto a ella en su desesperada pesquisa, huyendo de sí misma, del lado más sombrío de su jardín, y de todo aquello que la aleja de la verdad que ha vuelto a buscar a la casa familiar y que otros se empeñan en manipular y ocultar. Con una prosa musical, poética y envolvente, esta novela -con un suspense psicológico digno de Wilkie Collins- logrará arrastrar al lector irremediablemente hasta lo más oscuro de la mente humana.
Eva Losada Casanova (Madrid, 1967). Licenciada en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid. MBA en Marketing y Comunicación. Entre 1990 y 2003 vivió en Madrid, Londres, Roma, Milán y Lisboa, donde trabajó en diferentes empresas del sector servicios. Imparte clases de creación literaria en centros culturales y bibliotecas. Dirige el espacio creativo La plaza de Poe, que fundó en 2015. Su primera novela, En el lado sombrío del jardín (Funambulista, 2014), fue 4.ª finalista en el LIX Premio Planeta de novela y Premio Círculo de Lectores 2010. Su segunda novela, El sol de las contradicciones (Alianza editorial, 2017) ganó el XVIII Premio Unicaja de novela Fernando Quiñones. En 2004 quedó finalista en los Premios Constanti de relato. En 2015 publica como coautora el libro Sin claquetas. Cuarenta historias de cine. Desde 2004, ha participado en distintas publicaciones con las editoriales Sial Pigmalion, Menades y Huso. Colabora escribiendo para medios culturales y coordina varios clubs de lectura en la ciudad de Madrid.
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1 Hablará por espejos Hablará por espejos, hablará por oscuridad, por sombras, por nadie (A. Pizarnik, fragmento de Los pequeños cantos) Dice Alessandra que, en invierno, cuando el Atlántico despierta del color del cemento seco, es que está enfermo. Hace algunos días que apenas sale de su habitación. Cuando lo hace es solo para observarme. Creo que no quiere cruzarse con ella, con sus ojos. Dice que su mirada la lleva al negro de su alma y que en su alma no hay nada que se pueda respirar. Cuando Alessandra se tiñe del color de algo enfermo, siempre me asusto. Esta mañana no he visto al gato sin nombre, tampoco lo he buscado. No tengo ganas de dar mi paseo habitual por la playa. Pensar que el mar está así me llena de angustia a mí también. Aprovecho las primeras horas del día para ventilar la casa. He abierto todas las ventanas de par en par. Las cortinas arremolinadas se elevan del suelo varios metros, abriéndose y dejando que el aire frío se lleve los restos de la noche. Acaricio la estantería de cerezo que ocupa gran parte de la pared del cuarto de mamá. Deslizo la palma de la mano por los estantes vacíos y luego me limpio el polvo viejo en el vaquero. Del techo cuelga una lámpara de araña con cristales tallados. Creo que no alumbra desde hace años, no porque esté cansada, sino porque, desde que ella murió, nadie ha cambiado las bombillas fundidas. Hace algunas semanas comencé a vaciar los cajones de su cómoda. Había un par de medias de seda casi nuevas, pañuelos bordados con sus iniciales, unos calcetines que ella utilizaba para dormir y, en el último cajón, muy al fondo, el costurero chino. Dentro, encontré su colección de piedras de río. Hoy las he lavado con agua caliente y se han convertido en pequeños murales de vetas fundidas en rojos, marrones y azules violáceos. A los pocos minutos han vuelto a transformarse en trozos de roca sin belleza. Alessandra, al verlas, ha ido alineándolas de dos en dos, se ha quedado un rato observándolas y luego me ha dicho: —Ves, hermanita, cada una de estas piedras es única, no hay dos iguales. —¿Y entonces?, no entiendo por qué las has puesto de dos en dos. —Pues por eso, ¿no te das cuenta? Mamá estaba equivocada, no hay dos iguales. Pasé muchos años ayudando a mi madre a buscar dos piedras idénticas. Caminábamos horas y horas por la orilla del Tajo, justo donde el río se funde con la sal del mar y deja de ser río. A ella le gustaba sentarse en el muro de piedra que hay junto al puente de Santarém y contemplarlo. Quería saber exactamente dónde el río perdía su nombre. Descendíamos descalzas junto al agua para encontrar las piedras que ella tanto ansiaba. Nunca estaba satisfecha con los parecidos y siempre terminaba por encontrar una muesca, un tono o una forma que las hacía diferentes unas de otras. «Esa tampoco sirve, Ana. Has de tener paciencia, su gemela no puede estar muy lejos», me repetía. Yo obedecía y seguía buscando, hasta que el cuerpo me dolía. Volvíamos a casa antes del anochecer, unas veces nos recogía papá y otras regresábamos en tren. Mamá, al llegar, se encerraba en el baño y las sumergía en agua caliente. Cuando eso ocurría él y yo cenábamos solos. No hablaba y yo pensaba que era porque estaba celoso de las piedras de mamá. Creo que fue ella quien nos enseñó a contemplar el mundo, a soñar en colores, a tocar el sol con la yema de los dedos, a beber el agua del mar sin mojarnos los labios, a llevarnos una nube a casa o a jugar con el viento. Ella nos dijo que éramos diferentes, como las piedras que siempre encontraba, un poco de mar y un poco de río. —¿Tú todavía sueñas en colores? —No. Dejé de hacerlo cuando mamá murió. ¿Y tú, hermanita? —No sé, creo que sí. —¿Y ella? —¿Quién? —Telma. —Ella no sueña. —¿Cómo sabes eso? —Porque sus ojos miran al techo cuando duerme. —¿Has visto sus ojos abiertos en la oscuridad? —Sí. Son de muerta. —¿Dónde está? —Abajo, en la cocina. Puedo sentir su respiración desde aquí. —¿Tú sabes por qué ha vuelto? —Sí. Creo que se dejó algo y ha venido a buscarlo. Cada semana me concentro en un rincón de la casa, para no ir de aquí para allá ordenando los recuerdos. O Caneiro es una quinta de piedra dividida en tres plantas, quedan pocas como esta. Es fría y poco silenciosa. En ella todo cruje, los techos, el suelo de madera de pino, las tuberías y las persianas que nunca terminan de caer. En cada habitación hay un espejo y todos conservan todavía las telas raídas y apagadas que algún día mi madre colgó para ocultarlos. —¡No las quites! —¿Por qué? Asómate sin miedo, ¡venga! —¿Y si no puedo volver? —Siempre vuelves, hermanita. —Mamá a veces no lo hacía. —Pero tú sí. Hace años, conocí a un hombre, se llamaba Abel. Decía que cuando miraba dentro de su espejo se encontraba con un rostro que nada tenía que ver con el suyo. Con el tiempo, terminó por detestar aquel rostro. A Abel le crecieron alas, pero, como dejó de mirarse al espejo, no se las vio. Yo creo que a ella le pasó lo mismo que a Abel, aunque Alessandra dice que no, que a mamá no le crecieron alas, que ella no quería volar, pero la obligaron a hacerlo. En el piso de arriba el olor de lo ausente es muy fuerte. La mitad de las habitaciones están cerradas. Entrar en ellas es como entrar en una de las cajas, no siempre lo que encuentro me ayuda a entender. Mamá va y viene dentro de ellas. La veo colocando una colcha, limpiando el marco de plata desde donde nos mira la abuela o discutiendo con Paulina si la alfombra está recta o torcida. Hay días en que no me siento con fuerza para meterme dentro de una caja, creo que mamá va a levantar sus ojos cansados y grises, y eso me inquieta. En cambio, Alessandra se sumerge en ellas y es capaz de no volver en horas. Mientras muevo los recuerdos, me miro las manos. Están manchadas justo debajo de los nudillos, donde las venas se cruzan y a veces se hinchan. Mamá tenía muchas manchas como las mías. A ella le gustaban sus manos, quizá era lo único de sí misma que le agradaba. Hay momentos en los que desearía parecerme más a ella, sobre todo cuando observo sus fotos. Todas están descoloridas, como lo estuvieron sus últimos meses de vida en O Caneiro. Sé que las fotos de los que ya no están cambian de color, como los jardines en el mes de noviembre, cuando la vida reposa y los árboles nos engañan haciéndose los muertos. Creo que lo hacen para que no perdamos la esperanza durante el invierno y aguantemos hasta la primavera. Siempre que mamá pasaba el día en la cama, yo me quedaba con ella y la observaba. Era una muñeca grande. Su pelo negro se abría como las alas de una mariposa sobre la almohada y sus labios carnosos se contraían antes de tragar saliva. Bajo sus pómulos, el color de su piel se oscurecía perfilando aún más su rostro anguloso. Cuando se quedaba dormida, me ponía de puntillas en el centro de la habitación y giraba sobre la punta de mis dedos. Todo daba vueltas, su espejo, su armario, su cama. Ya exhausta, me tumbaba en el suelo. Mis ojos recorrían la fina capa de polvo que se extendía bajo su cama. Luego estornudaba. —A mamá le gustaba contemplar el mundo desde el suelo de esta habitación, hermanita. —A veces se caía. —Sí, y siempre eras tú quien la encontraba. Aparte del costurero chino y la colección de piedras de río, entre la ropa amontonada que todavía hay en su armario cuelga un uniforme militar protegido con plástico. He metido las manos en los bolsillos. Hay un mechero oxidado y una foto de una niña de piel oscura. Aunque la fotografía está muy deteriorada, se adivinan sus rasgos mestizos. No parece tener más de cinco años, está vestida con un traje blanco y en su mano sujeta un trozo de tela, parece una manta vieja y descolorida. En el reverso de la fotografía está escrito: Luanda, 1959. Cuando me tropiezo con algún objeto de mi padre, la sensación no es la misma que tengo cuando lo hago con los de mi madre. Recordar a mi padre es como estar viendo una película mientras duermo o como sumergirme en un estanque abandonado al invierno, donde ya no hay fondo. Todo lo que pudo significar me resulta incompleto. Como si con los años el tiempo hubiera ido escondiendo trocitos de lo que él dejó. Mirando el uniforme, he intentado recordarle vestido con él y no he podido. Ni siquiera hundiendo la cara en la chaqueta y respirándola soy capaz de encontrarlo. Su olor, a diferencia del de mi madre, no está en esta casa. A lo mejor su recuerdo es tan incompleto por eso, porque en realidad solo me tropiezo con sus ausencias y esas ausencias no huelen a nada. —No debes oler a los muertos, hermanita, deja que los olores mueran con ellos. —No huele a papá ni tampoco huele a muerto. —¿Cómo crees que olerá ella después de muerta? —¿Quién? —Telma. —¿Por qué me dices eso? ¿En qué piensas? —Yo siempre pienso lo mismo que tú y si yo pienso en cómo olería la tía después de muerta es que tú también lo haces. —¿Quieres verla muerta? —Sí. Desde el piso de abajo, la voz de Telma sube firme por las escaleras como una ráfaga de aire frío que roza mi mejilla con dolor. —¡Ana! ¿Vas a pasarte todo el día mirándote en ese espejo? ¡Tengo...