Joyce / Nemo | Novelistas Imprescindibles - James Joyce | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 46, 719 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

Joyce / Nemo Novelistas Imprescindibles - James Joyce

E-Book, Spanisch, Band 46, 719 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-96944-606-5
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables.Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de James Joyceque son Ulises y Retrato del Artista Adolescente.James Joyce fue un escritor irlandés, mundialmente reconocido como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce es aclamado por su obra maestra, Ulises y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake. Igualmente ha sido muy valorada la serie de historias breves titulada Dublineses, así como su novela semiautobiográfica Retrato del artista adolescente. Joyce es representante destacado de la corriente literaria de vanguardia denominada modernismo anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o Wallace Stevens.Novelas seleccionadas para este libro:Ulises.Retrato del Artista Adolescente.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

James Augustine Aloysius Joyce (Dublín, 2 de febrero de 1882-Zúrich, 13 de enero de 1941) fue un escritor irlandés, mundialmente reconocido como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX.
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1
Allá en otros tiempos (y bien buenos tiempos que eran), había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito. Y esta vaquita que iba por un caminito se encontró un niñín muy guapín, al cual le llamaban el nene de la casa... Este era el cuento que le contaba su padre. Su padre le miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda. Él era el nene de la casa. La vaquita venía por el caminito donde vivía Betty Byrne: Betty Byrne vendía trenzas de azúcar al limón. Ay, las flores de las rosas silvestres en el pradecito verde. Esta era la canción que cantaba. Era su canción. Ay, las floles de las losas veldes. Cuando uno moja la cama, aquello está calentito primero y después se va poniendo frío. Su madre colocaba el hule. ¡Qué olor tan raro! Su madre olía mejor que su padre y tocaba en el piano una jiga de marineros para que la bailase él. Bailaba: Tralala lala, tralala tralalaina, tralala lala, tralala lala. Tío Charles y Dante aplaudían. Eran más viejos que su padre y que su madre; pero tío Charles era más viejo que Dante. Dante tenía dos cepillos en su armario. El cepillo con el respaldo de terciopelo azul era el de Michael Davitt y el cepillo con el revés de terciopelo verde, el de Parnell. Dante le daba una gota de esencia cada vez que le llevaba un pedazo de papel de seda. Los Vances vivían en el número 7. Tenían otro padre y otra madre diferentes. Eran los padres de Eileen. Cuando fueran mayores, él se iba a casar con Eileen. Se escondió bajo la mesa. Su madre dijo: —Stephen tiene que pedir perdón. Dante dijo: —Y si no, vendrán las águilas y le sacarán los ojos. Le sacarán los ojos. Pide perdón, pide perdón de hinojos. Le sacarán el corazón. Pide perdón. Pide perdón. *** Los anchurosos campos de recreo hormigueaban de muchachos. Todos chillaban y los prefectos les animaban a gritos. El aire de la tarde era pálido y frío, y a cada volea de los jugadores, el grasiento globo de cuero volaba como un ave pesada a través de la luz gris. Stephen se mantenía en el extremo de su línea, fuera de la vista del prefecto, fuera del alcance de los pies brutales, y de vez en cuando fingía una carrerita. Comprendía que su cuerpo era pequeño y débil comparado con los de la turba de jugadores, y sentía que sus ojos eran débiles y aguanosos. Rody Kickham no era así; sería capitán de la tercera división: todos los chicos lo decían. Rody Kickham era una persona decente, pero Roche el Malo era un asqueroso. Rody Kickham tenía unas espinilleras en su camarilla y, en el refectorio, una cesta de provisiones que le mandaban de casa. Roche el Malo tenía las manos grandes y solía decir que el postre de los viernes parecía un perro en una manta. Y un día le había preguntado: —¿Cómo te llamas? Stephen había contestado: Stephen Dédalus. Y entonces Roche había dicho: —¿Qué nombre es ese? Pero Stephen no había sido capaz de responder. Y entonces Roche le había vuelto a preguntar: —¿Qué es tu padre? Y él había respondido: —Un señor. Y todavía Roche había vuelto a preguntarle: —¿Es magistrado? Se deslizaba de un punto a otro, siempre en el extremo de la línea, dando carreritas cortas de vez en cuando. Pero las manos le azuleaban de frío. Las metió en los bolsillos de su chaqueta gris de cinturón. El cinturón pasaba por encima del bolsillo. Cinturón, cinturonazo. Y darle a un chico un cinturonazo era pegarle con el cinturón. Un día un chico le había dicho a Cantwell: —¡Te voy a largar un cinturonazo!... Y Cantwell le había contestado: —¡Anda y quítate de ahí! Ve a largarle un cinturonazo a Cecil Thunder. Me gustaría verte. Te mete un puntapié en el trasero como para ti solo. Aquella expresión no estaba muy bien. Su madre le había dicho que no hablara en el colegio con chicos mal educados. ¡Madre querida! Al despedirse el día de entrada en el vestíbulo del castillo, ella se había recogido el velo sobre la nariz para besarle: y la nariz y los ojos estaban enrojecidos. Pero él había hecho como si no se diera cuenta de que su madre estaba a punto de echarse a llorar. Y su padre le había dado como dinero de bolsillo dos monedas de a cinco chelines. Y su padre le había dicho que escribiera a casa si necesitaba algo, y que, sobre todo, nunca acusara a un compañero aunque hiciese lo que hiciese. Después, a la puerta del castillo, el rector, con la sotana flotante a la brisa, había estrechado la mano a sus padres y el coche había partido con su padre y su madre dentro. —¡Adiós, Stephen, adiós! —¡Adiós, Stephen, adiós! Se vio cogido entre el remolino de un pelotón de jugadores y, temeroso de los ojos fulgurantes y de las botas embarradas, se dobló completamente mirando por entre las piernas. Los muchachos pugnaban, bramaban y pataleaban entre restregones de piernas y puntapiés. De pronto las botas amarillas de Jack Lawton lanzaron el balón fuera del corro y todas las otras botas y piernas corrieron detrás. Stephen corrió también un trecho y luego se paró. No tenía objeto el seguir. Pronto se irían a casa, de vacaciones. Después de la cena, en el salón de estudio, iba a cambiar el número que estaba pegado dentro de su pupitre: de 77 a 76. Sería mejor estar en el salón de estudio, que no allí fuera al frío. El cielo estaba pálido y frío, pero en el castillo había luces. Se quedó pensando desde qué ventana habría arrojado Hamilton Rowan su sombrero al foso y si habría ya entonces arriates de flores bajo las ventanas. Un día que le habían llamado al castillo, el despensero le había enseñado las huellas de las balas de los soldados en la madera de la puerta y le había dado un pedazo de torta de la que comía la comunidad. ¡Qué agradable y reconfortante era ver las luces en el castillo! Era como una cosa de un libro. Tal vez la Abadía de Leicester sería así. ¡Y qué frases tan bonitas había en el libro de lectura del doctor Cornwell! Eran como versos, sólo que eran únicamente frases para aprender a deletrear. Wolsey murió en la Abadía de Leicester donde los abades le enterraron. Cancro es una enfermedad de plantas; cáncer, una de animales. ¡Qué bien se estaría echado sobre la esterilla delante del fuego, con la cabeza apoyada entre las manos y pensando estas frases! Le corrió un escalofrío como si hubiera sentido junto a la piel un agua fría y viscosa. Había sido una villanía de Wells el empujarle dentro de la fosa y todo porque no le había querido cambiar su cajita de rapé por la castaña pilonga de él, de Wells, por aquella castaña vencedora en cuarenta combates. ¡Qué fría y qué pegajosa estaba el agua! Un chico había visto una vez saltar una rata al foso. Madre estaba sentada con Dante al fuego esperando que Brígida entrase el té. Tenía los pies en el cerco de la chimenea y sus zapatillas adornadas estaban calientes, ¡calientes!, y ¡tenían un olor tan agradable! Dante sabía la mar de cosas. Le había enseñado dónde estaba el canal de Mozambique y cuál era el río más largo de América, y el nombre de la montaña más alta de la luna. El Padre Arnall sabía más que Dante porque era sacerdote, pero tanto su padre como tío Charles decían que Dante era una mujer muy lista y muy instruida. Y cuando Dante después de comer hacía aquel ruido y se llevaba la mano a la boca, aquello se llamaba acedía. Una voz gritó desde lejos en el campo de juego: —¡Todo el mundo dentro! Después otras voces gritaron desde la segunda y la tercera división: —¡Todos adentro! ¡Todos adentro! Los jugadores se agrupaban sofocados y embarrados, y él se mezcló con ellos, contento de volver a entrar. Rody Kickham llevaba el balón cogido por la atadura grasienta. Un chico le dijo que le pegara todavía la última patada; pero el otro se metió dentro sin contestarle. Simón Moonan le dijo que no lo hiciera porque el prefecto estaba mirando. El chico se volvió a Simón Moonan, y le dijo: —Todos sabemos por qué lo dices. Tú eres el chupito de Mc Glade. Chupito era una palabra muy rara. Aquel chico le llamaba así a Simón Moonan porque Simón Moonan solía atar las mangas falsas del prefecto y el prefecto hacía como que se enfadaba. Pero el sonido de la palabra era feo. Una vez se había lavado él las manos en el lavabo del Hotel Wicklow, y su padre tiró después de la cadena para quitar el tapón, y el agua sucia cayó por el agujero de la palangana. Y cuando toda el agua se hubo sumido lentamente, el agujero de la palangana hizo un ruido así: chup. Sólo que más fuerte. Y al acordarse de esto y del aspecto blanco del lavabo, sentía frío y luego calor. Había dos grifos, y al abrirlos corría el agua: fría y caliente. Y él sentía frío y luego un poquito de calor. Y podía ver los nombres estampados en los grifos. Era una cosa muy rara. Y el aire del tránsito le escalofriaba también. Era un aire raro y húmedo. Pronto encenderían el gas y al arder haría un ligero ruido como una cancioncilla. Siempre era lo mismo: y, si los chicos dejaban de hablar en el cuarto de recreo, entonces se podía oír muy bien. Era la hora de los problemas de aritmética. El Padre Arnall escribió un problema muy difícil en el encerado, y luego dijo: —¡Vamos a ver quién va a ganar! ¡Hala, York! ¡Hala, Lancaster! Stephen lo hacía lo...


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