Howard | Todo cambia. Crónicas de los Cazalet 5 | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 437, 436 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Howard Todo cambia. Crónicas de los Cazalet 5

Crónicas de los Cazalet
1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17996-35-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Crónicas de los Cazalet

E-Book, Spanisch, Band 437, 436 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-17996-35-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



EL FINAL DE LA SAGA LA CULMINACIÓN DEL ÚLTIMO GRAN CLÁSICO DE LA NOVELA INGLESA DEL SIGLO XX. «Los inolvidables Cazalet nos dan una lección de belleza y verdad como solo la literatura es capaz de plasmar».  J. M. GUELBENZU, El País «La cima de la sofisticación británica. No pasa nada en la vieja y señorial casa de campo de los Cazalet y resulta que pasa todo».  FERNANDO R. LAFUENTE, ABC «La arquitectura de los personajes y las palabras con las que se les da vida hacen que uno, irremisiblemente prendado de los Cazalet, desee seguir atado a sus Crónicas». ROBERT SALADRIGAS, La Vanguardia «Una lectura inexcusable para conocer a una magistral novelista, merecedora de un lugar propio en los anales de la literatura».  S. SÁNCHEZ-REYES PEÑAMARÍA, Zenda «En pocas literaturas puede uno sentirse tan confortable como si de un guante a medida se tratara, como en esta novela-río».  ÁNGELES LÓPEZ, La Razón «Una deslumbrante reconstrucción histórica». PENELOPE FITZGERALD Década de 1950. Con el fallecimiento de la Duquesita, matriarca indiscutible del clan de los Cazalet, desaparecen también para siempre los últimos vestigios del mundo de ayer, ese entorno privilegiado en el que prosperó la familia, un universo de grandes mansiones y leales sirvientes, un perfecto equilibrio entre clase, ocio y tradición. Y si bien los más mayores no encuentran ya las claves para descifrar el futuro, los divorcios, los affaires, el equilibrio entre el matrimonio y la maternidad, entre los ideales y las ambiciones, hacen que tampoco las jóvenes generaciones puedan trazar con decisión un nuevo rumbo para sus vidas. En una tan nostálgica como esperanzada Navidad, convergerán todos una vez más en Home Place, quizá la única certeza, un frágil asidero mientras todo sigue, mientras todo cambia... Publicado en 2013, más de veinte años después de que su autora diera a imprenta el primer título de esa monumental novela-río que son las Crónicas de los Cazalet, este quinto volumen de la serie cierra magistralmente la que, además de una de las sagas familiares más queridas por los lectores, es sin duda el último gran clásico de las letras inglesas del pasado siglo.

Elizabeth Jane Howard (Londres, 1923-Suffolk, 2014) escribió quince novelas que recibieron una extraordinaria acogida de público y crítica. Los cinco volúmenes de Crónica de los Cazalet, convertidos ya en un hito inexcusable dentro de las letras inglesas, fueron adaptados con gran éxito a la televisión y a la radio por la BBC. En el año 2002, su autora fue nombrada Comandante de la Orden del Imperio Británico.

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La familia —Alguno de nosotros debería ir. No podemos dejar que la pobre Rachel cargue con todo ella sola. —Por supuesto. Edward, que había estado a punto de decir que no le resultaría fácil cancelar su almuerzo con los tipos encargados del servicio ferroviario nacionalizado, se dio cuenta de que Hugh había empezado a frotarse la frente de esa manera que anunciaba uno de sus feroces dolores de cabeza y decidió que debían ahorrarle los dolorosos trámites iniciales. —¿Y Rupe? —preguntó. Rupert, el hermano menor y técnicamente uno de los directores de la empresa, caía bien a todo el mundo; era el candidato obvio, pero su incapacidad para tomar decisiones y su tendencia a simpatizar con el punto de vista de cualquiera con el que se cruzase, cliente o empleado, lo hacían de dudosa utilidad. Edward dijo que hablaría con él de inmediato. —En cualquier caso, hay que contárselo. No te preocupes, hombre. Podemos ir todos el fin de semana. —Rachel dice que no ha sufrido. —Ya lo había dicho antes, pero repetirlo sin duda lo consolaba—. Es como el fin de una era. Nos pone a nosotros en primera línea, ¿no? Aquello les hizo pensar a los dos en la Gran Guerra, pero ninguno lo mencionó. Cuando Edward se fue, Hugh cogió sus pastillas y envió a la señorita Corley a por un sándwich para almorzar. Probablemente no comería más que un bocado, pero así la secretaria dejaría de darle la lata. Tumbado en el sofá de cuero, con las gafas oscuras puestas, lloró. La tranquilidad de la Duquesita, su franqueza, la forma en que había acogido a Jemima y a sus dos hijos... Jemima. Si ahora estaba en primera línea, tenía a Jemima a su lado; un increíble golpe de suerte, una alegría diaria. Tras la muerte de Sybil, había creído que su afecto ya solo sería para Polly, que por supuesto se casaría, como había hecho, y tendría sus propios hijos, como ciertamente había hecho también, y que a partir de entonces él ya nunca sería lo primero para nadie. Qué suerte he tenido, pensó mientras se quitaba las gafas para limpiarlas.     —Cariño, pues claro que voy a ir. Si me doy prisa, puedo coger el tren de las cuatro y veinte. ¿Crees que Tonbridge podrá ir a recogerme? Rachel, no te preocupes por mí. Estoy perfectamente, solo ha sido una leve bronquitis y ayer ya me levanté de la cama. ¿Quieres que te lleve algo? Bien. Te veo sobre las seis. Adiós, mi vida. Y colgó antes de que Rachel pudiese decir algo más para intentar disuadirla. Mientras subía con paso vacilante las escaleras, le impresionó la magnitud de los cambios que se avecinaban. Aún estaba algo débil, aunque la maravillosa penicilina había dejado al virus más o menos fuera de combate. Decidió saltarse el almuerzo y meter unas cuantas cosas en una bolsa que no fuese demasiado pesada de llevar. Rachel estaría destrozada por la muerte de su madre, pero ahora ella, Sid, podría cuidarla. Por fin podrían vivir juntas de verdad. Había querido y admirado a la Duquesita, pero ¡durante cuánto tiempo y cuántas veces había visto interrumpidos sus momentos con Rachel porque esta sentía que su madre la necesitaba! Y aún fue peor cuando murió el Brigada, a pesar de las afectuosas atenciones de sus tres hijos y de sus nueras. Esta última enfermedad había supuesto una enorme tensión para Rachel, que no se había separado de la cama de su madre desde Pascua. En fin, ya había terminado y ahora, a la edad de cincuenta y seis años, Rachel al fin podría disponer de su propia vida, aunque Sid también era consciente de que eso sería, al principio al menos, inquietante para ella, más bien como dejar a un pájaro salir del conocido entorno de su jaula al inmenso campo abierto. Necesitaría tanto ánimo como protección. Llegó tan pronto a la estación que tenía tiempo (y necesidad) de comerse un sándwich y sentarse un rato. Después de esperar pacientemente en la cola, Sid se hizo con dos rebanadas de un pan grisáceo y chicloso untadas con una pizca de margarina amarilla, que encerraban una finísima loncha de queso cheddar pastoso. Había muy pocos asientos libres e intentó acomodarse sobre su maleta, que amenazaba con colapsar. Poco después, un anciano se levantó de un banco atestado de gente y dejó allí un ejemplar del Evening Standard: «Burgess y Maclean pasan unas largas vacaciones en el extranjero» era el titular. Sonaba como si fueran una pareja de fabricantes de galletas, pensó Sid. Fue un gran alivio subirse al tren, después de haber bregado con la marea de gente que salía de él. El vagón estaba sucio; la tapicería de los asientos, raída y polvorienta; el suelo, salpicado de colillas apagadas. Las ventanas estaban tan ennegrecidas por el humo que apenas podía ver el exterior. Pero cuando el jefe de estación tocó el silbato y, con una sacudida, el tren empezó a avanzar bufando sobre el puente, Sid empezó a sentirse menos cansada. ¿Cuántas veces había hecho ese viaje para estar con Rachel? Todos aquellos fines de semana cuando ir a dar un paseo juntas había sido el colmo de la felicidad; cuando la discreción y el secretismo habían gobernado todo lo que hacían. Incluso cuando Rachel iba a buscarla al tren, Tonbridge conducía; podía oír todo lo que hablaban. En aquellos días, el mero hecho de estar con ella era tan maravilloso que durante mucho tiempo no había necesitado nada más. Sin embargo, luego sí quiso más, quería a Rachel en la cama con ella, y un nuevo tipo de secretismo había comenzado. El deseo, o cualquier cosa que se le pareciese, tenía que ocultarse, no solo de los demás, sino de la propia Rachel, para la que era algo aterrador e incomprensible. Luego se había puesto enferma y Rachel había acudido de inmediato a cuidarla. Y entonces... Recordar a Rachel ofreciéndose a ella aún hacía que se le saltaran las lágrimas. Quizá, pensaba ahora, su mayor logro había sido conseguir que Rachel disfrutara del amor físico. E incluso entonces, se dijo con ironía, habían tenido que luchar contra el sentimiento de culpa de Rachel, su idea de que no merecía tanto placer, de que nunca debía permitirse ponerlo por delante de sus obligaciones. Sid pasó el resto del viaje haciendo planes disparatadamente deliciosos para el futuro.     —Vaya, Rupe, lo siento. Podría ir mañana porque los niños no tienen colegio. Pero será mejor que llames a Rachel para preguntarle si le parece bien. ¿Quieres que se lo diga a Villy?... De acuerdo. Te veo mañana, cariño, eso espero. Desde que Rupert había entrado en la empresa, iban mejor de dinero; habían podido comprar una casa (más bien ruinosa) en Mortlake, junto al río. No había costado mucho, seis mil libras, pero estaba en malas condiciones y, cuando subía el río, la planta baja solía inundarse a pesar del muro del jardín frontal y del montadero que estaba donde antes había una puerta. Aunque a Rupert no le importaba nada de eso: se había enamorado de las preciosas ventanas de guillotina, las espléndidas puertas y la increíble habitación de la primera planta, que ocupaba todo el ancho de la fachada, con una bonita chimenea en cada extremo; las molduras de ovas y dardos del techo; el laberinto de habitaciones de la última planta, que daban todas unas a otras para terminar en un diminuto cuarto de baño con retrete que se había modernizado en los años cuarenta con una bañera de color salmón y brillantes azulejos negros. —Me encanta —había dicho Rupert—. Es la casa perfecta para nosotros, cariño. Claro que habrá que trabajar bastante en ella. Al parecer la caldera no funciona. Pero eso no es más que un detalle. A ti también te gusta, ¿verdad? Y, por supuesto, había dicho que sí. Rupert y Zoë se habían mudado allí en 1953, el año de la Coronación, y algunos de los «detalles» ya estaban arreglados: habían ampliado la cocina añadiéndole la trascocina, con una nueva caldera, un nuevo fogón y un fregadero. Sin embargo, no se podían permitir instalar calefacción, de modo que la casa siempre estaba fría. En invierno era heladora. Rupert dijo que desde allí los niños podrían ver la regata, pero a Juliet no le había entusiasmado la perspectiva: «Alguno tiene que ganar, ¿no? Es un resultado inevitable». Y Georgie se había limitado a decir que solo sería interesante si volcasen. Georgie tenía ya siete años y desde los tres estaba obsesionado con los animales. Tenía lo que él describía como un zoo, que consistía en una rata blanca llamada Rivers, dos tortugas que no hacían más que perderse en el jardín trasero, gusanos de seda (cuando era temporada), una culebra rayada que también era una virtuosa del escapismo, un par de conejillos de Indias y un periquito. Estaba deseando tener un perro, un conejo y un loro, pero hasta ahora el dinero de la paga no le había dado para tanto. Estaba escribiendo un libro sobre su zoo y se había metido en un buen lío por llevar a Rivers a la escuela escondido en la cartera. Aunque Rivers estaba ahora confinado en su jaula durante las horas de colegio, Zoë sabía que iría con ellos a Home Place, pero, como Rupert había señalado, era una rata muy discreta y la gente a menudo ni se daba cuenta de que estaba. Mientras preparaba la merienda, sándwiches de sardinas y tortas de avena que había hecho por la mañana, Zoë se preguntaba qué pasaría con Home Place. Seguramente Rachel no querría vivir allí sola, pero los hermanos podrían compartir la propiedad, aunque eso significaba casi seguro que nunca irían a ningún otro sitio de vacaciones, y ella deseaba ir al extranjero, a Francia o a Italia. ¡Saint-Tropez!...



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