E-Book, Spanisch, Band 483, 436 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
Howard Después de Julius
1. Auflage 2021
ISBN: 978-84-18859-61-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, Band 483, 436 Seiten
Reihe: Nuevos Tiempos
ISBN: 978-84-18859-61-8
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Elizabeth Jane Howard (Londres, 1923-Suffolk, 2014) escribió quince novelas que recibieron una extraordinaria acogida de público y crítica. Los cinco volúmenes de Crónica de los Cazalet, convertidos ya en un hito inexcusable dentro de las letras inglesas, fueron adaptados con gran éxito a la televisión y a la radio por la BBC. En el año 2002, su autora fue nombrada Comandante de la Orden del Imperio Británico.
Weitere Infos & Material
UNO
Emma
Es una mañana de viernes de noviembre.
Se despertó exactamente a las siete y cuarto, en la habitación trasera del ático de Lansdowne Road. Catorce minutos después sonaría el teléfono y la voz de un hombre —cargada con ese aire de urgencia rutinaria que asociaba a las películas de guerra: «Enemigo en posición Verde-320»— le diría que eran las siete y media, cosa que por supuesto ya sabría. Sin embargo, cuando probaba a cancelar el servicio, no era capaz de despertarse sola. Esos quince minutos, que en cierto modo eran un preludio del día, podrían aprovecharse sin duda para algo útil o agradable, pero en general se quedaba tumbada, dominada por la anticipación de aquel timbre estridente, y, cuando sonaba, cogía el auricular tan rápido que la voz siempre se demoraba en hablar.
Luego se levantó, encendió la estufa de gas —contemporánea de los primeros Baby Austin; pequeña, ruidosa, resistente, que irradiaba con gallardía su pizca de calor en aquel tabuco— y se acercó a la ventana. Era una buhardilla, casi el tipo de habitación que, en el campo, se habría utilizado para almacenar manzanas y guardar viejas galas, y algún constructor pirata, de los que consideraban las corrientes un riesgo normal en cualquier reforma, había agrandado un poco la ventana. Un aire frío y denso se colaba decidido por los bordes del marco, pero la vista, una vez descorrió las herrumbrosas caléndulas y mariposas de lino (su madre le había regalado esas cortinas), era bonita para estar en Londres: hileras de jardines traseros con el césped vapuleado, un viejo peral retorcido y lúgubre que estaba chorreando; el aire como caramelo, el sol de pimentón y una inesperada gaviota —en todo su esplendor a esa distancia— que revoloteaba sin rumbo en círculos perfectos. Hacía frío y era probable que acabase cayendo la niebla.
La mancha del techo —como una salpicadura de café— parecía haber crecido durante la noche. Tendría que decírselo a los Ballantyne, cosa que se le hacía doblemente penosa porque el tejado era asunto suyo y no podían permitirse arreglarlo, de modo que llamarían a ese espanto de albañil que Bill Ballantyne había conocido en la guerra, el que siempre tenía la cara congestionada de darse la buena vida y esa recalcitrante sonrisa que no era nada de fiar. Sonreía y sonreía y aceptaba cualquier sugerencia; luego, semanas después, hacía una chapuza y rompía otra cosa. Debía de estar amasando una fortuna a fuerza de destrozos y casi todos sus clientes eran conocidos de cuando la guerra, lo cual marcaba una misteriosa diferencia en la opinión que tenían sobre su carácter: al igual que la de Bill, esta siempre se basaba en algún tipo de estrambótica nostalgia.
El cuarto de baño era del color de los guisantes enlatados, pero como lo había pintado y alicatado el señor Goad, los azulejos se estaban agrietando y en la pintura se habían formado enormes burbujas. También había desportillado la bañera cuando la instaló, pero ante las quejas de Bill al respecto contestó que tendrían que esperar nueve meses para traer una nueva y que, además, la había conseguido muy barata —como favor hacia él— de un lote de exportación rechazado por Venezuela.
Abrió el grifo y volvió sobre sus pasos, por el pasillo, hasta la puerta que quedaba frente a su habitación. Estaba cerrada y, al abrirla, la asaltó una vaharada de humo rancio, afecto agotado y crisis en suspenso. Era el salón y, nada más encender la luz, supo que Cressy había montado una de sus escenas.
Era en verdad un ático enorme y muy cómodo, con techos abuhardillados y una estufa negra achaparrada que ahora no estaba encendida. Durante un momento, miró los cojines tirados por el suelo, el montón de pañuelos blancos engurruñados en los pliegues del sofá, las tazas de café solo sin tocar y el piano abierto, dio gracias por que empezase el fin de semana y se llevó la cafetera a la cocina para desayunar.
A su hermana, como de costumbre, le costó despertarla. Ya había dejado la bandeja del desayuno, encendido la estufa eléctrica, descorrido las cortinas y apagado la luz antes de que se moviese ni lo más mínimo. Cressy estaba tumbada bocabajo, de cara a la pared, pero cuando se apagó la luz murmuró algo, extendió uno de sus hermosos brazos y abrió la mano: otro pañuelo arrugado cayó al suelo.
—¡Café! —dijo Emma con energía, pero se le encogió el corazón.
Cressy se dio la vuelta en la cama y la miró. Al principio no habló, pero los ojos, que ya tenía empañados, se le desbordaron con grandes lagrimones que le resbalaban por las mejillas.
—¡Por Dios! —exclamó al tiempo que se incorporaba.
Emma recogió el pañuelo: estaba empapado.
—¿Quieres otro?
Cressy negó con la cabeza y se estiró para coger una vieja rebeca de cachemira rosa algo descolorida, se la puso sobre los hombros y se envolvió en ella como si fuera un chal. Luego cogió la copita de jerez llena de zumo de limón que Emma le exprimía fielmente todas las mañanas y se lo bebió. Emma, a la que solo de verlo le daba dentera, se puso a servirle el café mientras se preguntaba si sería mejor para Cressy hablar y llorar más o no decir nada y, suponía, llorar después. Le cambió la copa por una enorme taza de porcelana Wedgwood con café solo y le preguntó sin mucha esperanza:
—¿Entras en calor?
Cressy asintió y entonces prorrumpió en un chaparrón de lágrimas.
—Se va a pasar el fin de semana a Roma. ¡A Roma! —repitió con amargura.
—¿Y no puedes ir con él?
—No quiere llevarme. Podrían vernos. Después de tantos meses esperando estos días, y sabe Dios que no es mucho pedir, de pronto hay una conferencia en Roma.
—Supongo que no ha podido evitarlo.
—Ay, ya lo sé. ¡Así es la vida! —Lo dijo con una especie de familiaridad rabiosa, como si siempre hubiera sabido que esa frase acechaba en algún sitio para hundirla—. Podría haberme llevado con él si de verdad hubiese querido. Pero cuando las cosas se complican lo más mínimo, no le importan lo suficiente para afrontarlas, punto.
Y si no fueran complicadas, no te importarían a ti, pensó Emma sin poder contenerse; sin embargo, como todo lo que tenía que ver con Cressy (y tal vez con cualquiera), aquello no era del todo cierto.
—¿Cuándo vuelve?
—El domingo por la noche, cree. Pero es que tenía tantas ganas... Deseaba tanto... Yo solo quería...
—Un poco de tiempo con él.
—Es extraño, a ellos parece no importarles en absoluto. Como ir a un concierto, pero no tocar nunca. Es solo un entretenimiento, una especie de accesorio de la vida, pero no la vida real.
—Si no estuviera casado, ¿te casarías con él?
—Casarme... —repitió Cressy soñadora—. No lo sé. He intentado ser realista al respecto, pero es que siempre ha estado casado. Esa es la cuestión.
—Pero si encontrases a la persona adecuada, ¿te gustaría casarte?
De pronto Emma temió que contestara mal, que no le dejase ninguna salida y que echase a perder cualquier resquicio de compasión, benevolencia o lo que fuera que uno pudiese sentir por ella.
En cambio, su hermana contestó sin dudar:
—Es lo único que de verdad quiero en este mundo. Si encontrara a la persona adecuada, haría cualquier cosa para que funcionase. El caso es que no sé estar sola. A ti eso no te pasa. Supongo que por eso yo tengo estos líos y tú no. Pero también te casarías si encontrases a alguien, ¿verdad?
Emma se encogió de hombros; una desesperanza casi tangible cayó como un peso sobre ella con esa pregunta.
—Bah, supongo que quienquiera que tuviese que casarse conmigo moriría en la guerra.
Cressy pareció escandalizarse.
—En serio, Em, eso es pura neurosis. Tienes tiempo de sobra. ¡Eres diez años más joven que yo, caray!
—Soy mucho mayor de lo que eras cuando te casaste. En cualquier caso, no estoy tan segura como tú de que eso me hiciera feliz. Oye, voy a tener que marcharme enseguida. ¿Vas a casa este fin de semana?
—A lo mejor. Me lo pensaré. Puede que haya mucha niebla, no sé. Luego te llamo.
Cressy sufría esa incapacidad crónica de los que padecen mal de amores para hacer cualquier tipo de plan ajeno a esa órbita. Emma la dejó, sin llorar al menos, cepillándose el fosco y brillante cabello negro, que le caía en ondeantes bucles sobre los hombros como a una joven bruja. Desde luego no aparentaba la edad que tenía.
Pobrecilla, de verdad era infeliz, pensó mientras se vestía. Puede que no por lo que ella se imaginaba, que después de todo le parecía que tenía remedio, sino por una razón mucho peor, más profunda e insidiosa. Supongo que la gente que siempre se toma algo demasiado en serio acaba por aburrir a los demás con ello. Puso a prueba esta teoría: comida, poesía, política, amor... Bueno, parecía cierto en el caso de las tres primeras, pero, por supuesto, tomarse algo realmente en serio implicaba considerarlo en su totalidad, en cuyo caso algo habría que poder tomarse a la ligera. Tal vez Cressy no lo hacía. Si uno se tomaba a sí mismo muy en serio, por otra parte, nunca encontraba nada de lo que reírse, lo cual suponía una visión parcial. Eso es lo que me gustaría, pensó mientras apagaba la esforzada estufita, que en su ausencia debió de sufrir algún tipo de colapso y no tenía ya más que una intermitente llama morada. Me encantaría encontrar más cosas de las que reírme. Me gustaría que la gente se acercase a mí y me dijera: «Esto tiene gracia», y que...