E-Book, Spanisch, 144 Seiten
Reihe: Gran Angular
Gómez Gil Como la piel del caimán
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-675-9622-9
Verlag: Ediciones SM España
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
E-Book, Spanisch, 144 Seiten
Reihe: Gran Angular
ISBN: 978-84-675-9622-9
Verlag: Ediciones SM España
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Ricardo Gómez Gil nació en un pueblo de Segovia en febrero de 1954. Su familia emigró a Madrid, donde se crió y ha vivido desde entonces. Hasta que se dedicó a la escritura, pasados los cuarenta, trabajó como profesor de matemáticas.Además de leer y escribir, le gusta el cine, la fotografía, pasear y escuchar música. 'Me repugnan la injusticia y la barbarie. Odio a los que promueven la guerra. No comprendo cómo permitimos que haya hambre en el planeta. Desprecio a quienes se enriquecen a costa ajena', confiesa en su página web.Su obra ha sido merecedora de varios premios, como el Premio Juan Rulfo-Unión Latina (1996), Premio Ignacio Aldecoa de Cuento (1997 y 1998), Premio Ciudad de Mula (1998), Premio Nacional de Poesía Pedro Iglesias Caballero y el Premio Felipe Trigo de Novela (1999), Premio Hucha de Plata, de FUNCAS-Hucha de Oro y Premio de cuentos La Felguera (2001), Premio Alandar de Literatura Juvenil (2003), Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor (2006), Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra (2006) y, últimamente, el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2010, además de diversos accésits y menciones como finalista de otros tantos.
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UNA ENTREVISTA PREVISIBLE
Mientras caminaba hacia el instituto tuve la sensación de que mi cuerpo había adquirido una sensibilidad especial. Los calmantes debían estar haciendo efecto, viajando por alguna región especial del cerebro, y esto me proporcionaba sensaciones desconocidas. Cada paso que daba, cuando el talón izquierdo pisaba en el suelo, producía un espasmo en la zona herida de mi cara. Podía notar la mandíbula, los dientes, la mejilla, el ojo, la ceja..., pero cada uno de estos elementos parecía independiente de los demás, acorchado y a punto de desprenderse del resto.
No era exactamente dolor lo que sentía. Me complacía sentir ese cordón nervioso que enlazaba mi pie con mi cara y no hacía nada por reducir el ímpetu de mis pisadas. Era lo mismo que ese daño placentero que sientes cuando tienes una pequeña herida y te empeñas en rascarte. Al cruzarse conmigo, algunas personas se me quedaron mirando y yo observé su mirada huidiza. No sentían compasión, sino temor.
«Algo habrá hecho», parecían decirse cuando veían mi rostro magullado, «de algo será culpable».
Por mí, ese viaje podría haber durado horas. Disfrutaba de la sensación de calma que deja la lluvia, cuando la gente camina en silencio y las ruedas de los coches sisean sobre el asfalto. Al llegar a la estación sentí un escalofrío. Miré a un lado y a otro, pero el lugar parecía tranquilo, con la gente de siempre dispuesta a tomar los trenes. Esos chicos no solían estar por allí a esas horas, sino al atardecer. Lo más probable es que no esperaran que al día siguiente yo pasara por allí. Esa era parte de mi victoria. Para eso me había levantado temprano: para demostrarles que no tenía miedo. Aunque sabía que de haberlos visto allí sentados, esa mañana, el pánico me habría paralizado.
Entré en la estación y atravesé el paso subterráneo. Un tren acababa de detenerse arriba y noté, ¡en la cuenca de mi ojo!, el chirrido de las ruedas de acero contra las vías. Los pasajeros se cruzaban en las escaleras, unos recién desembarcados y otros con prisa por tomar un tren que estaba a punto de partir. Los altavoces avisaban de la salida: «Tren estacionado en vía 2, destino Guadalajara, parada en todas las estaciones...». Conocía de memoria todos esos mensajes, después de pasar por allí durante cuatro años.
La lluvia arreciaba cuando salí al exterior. Vi que algunos compañeros del instituto caminaban desde distintas direcciones al mismo punto que yo, hacia el arranque del paso elevado que cruza la autopista, pero no quise comprobar si alguno era de mi curso. No sabía hasta qué punto se había divulgado la noticia de mi paliza y no quería dar explicaciones a nadie, aunque sabía que tarde o temprano todos querrían conocer los detalles. Desde lo alto de la pasarela vi las paredes grises del instituto. En ese instante estuve a punto de dar marcha atrás y volver a casa. No me apetecía ser durante las próximas horas el blanco de miradas y preguntas. Me detuve unos segundos aferrado a la barandilla, contemplando cómo los coches pasaban raudos por debajo, levantando nubes de salpicaduras. Pero al poco tiempo emprendí la marcha.
¿Alguna vez os habéis sentido el centro del mundo? Eso sentí yo cuando entré en el instituto. Pese a la lluvia, había echado mi capucha hacia atrás, decidido a no ocultar mi rostro. Cuanto antes se sepa, mejor, pensé. Los pequeños se me quedaron mirando con la boca abierta mientras la noticia corría entre los mayores, que cuchicheaban entre sí. Estaba decidido a llegar a clase sin hablar con nadie y sentarme en el sitio de siempre como si nada hubiese ocurrido.
Todos los colegios e institutos que he visto están cortados por el mismo patrón. Nada más entrar te encuentras un hall y, cerca, los despachos de la dirección, la secretaría y las salas de profesores. Atraviesas esa zona y entras en los pasillos que llevan a las clases. Yo esperaba franquear sin obstáculos ese lugar, subir las escaleras y llegar a mi aula. No esperaba toparme de manos a boca con el director, que parecía esperar mi llegada, porque nada más verme dejó a los dos profesores con los que estaba hablando y se dirigió con prisa hacia mí, como si temiera que escapase:
–Hola, Rubén. Anoche me enteré de lo que te ha ocurrido. Quiero que hablemos un rato, antes de que subas a clase.
Creo que puse cara de fastidio mientras él observaba mi rostro desfigurado. No me apetecía esperar en el hall, a la vista de todos. Como si el director hubiera notado mi disgusto, me dijo que le siguiera y me llevó a su despacho. Me señaló una butaca y me pidió que le esperara unos minutos. Luego salió, dejándome a solas.
Yo había estado dos veces más allí, pero también he visitado los despachos de otros directores. Son todos iguales. Una mesa, un sillón de oficina y dos butacas al frente, una estantería atestada de papeles, un ordenador, un teléfono y más papeles. A mi espalda había otra mesa redonda con seis sillas. Los cuadros suelen ser espantosos: cosas pintadas por los alumnos o los profesores de dibujo. Y luego trofeos y cosas así en las estanterías. Siempre parece que necesitan una mano de pintura y hay algún mueble que desentona de los demás. La mesa verde que había a mi espalda, por ejemplo, estaba fuera de lugar en una oficina con muebles y estantes de color caoba.
Sabía que la entrevista con Aguado se iba a producir, pero no la esperaba tan temprano. Más bien me había imaginado llegar a clase y que me llamaran en el recreo, o quizá después de la primera hora. Caí en la cuenta de que el director me había dicho que se enteró la noche anterior. Dado que el ataque tuvo lugar hacia las siete, la noticia debió correr por el pueblo de boca en boca y de teléfono en teléfono. ¿De qué modo había llegado a él? La verdad es que eso no me preocupaba, pero sí pensaba que él habría tenido tiempo de dar vueltas al asunto. Se habría imaginado los hechos de una forma determinada y tendría un montón de preguntas preparadas. Traté de ordenar mis pensamientos: qué iba a contar y qué iba a callar. Por experiencia sé que lo ideal es decir siempre menos que lo suficiente, porque cualquier información tiende a volverse en tu contra.
En ese instante recordé que no me había deshecho de la ropa sucia. Me dije que era un estúpido y traté de imaginar en qué momento podría salir del instituto, cruzar la calle y dejar la apestosa bolsa en un contenedor. También me di cuenta de que no había avisado a Wilson, dando por supuesto que ya sabía qué me había sucedido. Y al ver un calendario en la pared pensé que la semana próxima era la de exámenes... A veces me encuentro pensando en tres o cuatro cosas a la vez, mientras lo importante queda sin resolver.
El tiempo se me hizo largo en aquel despacho. Oí el timbre que avisaba de la entrada y todavía transcurrieron unos minutos más hasta que entraron el director y mi tutora. No tenía nada con qué entretenerme y en esos momentos de aburrimiento el dolor de cabeza se hizo más agudo. Cuando ellos entraron estaba de muy mal humor. ¿Por qué no me dejaban en paz? Yo arreglaría mis problemas a mi manera, y era mejor que nadie se entrometiese.
Mi instituto lo abrieron hace dos cursos, lo que significa que los profesores son relativamente jóvenes. Todos te tutean y tú puedes tutearlos a ellos. En general, aún no están hartos de dar clases e incluso algunos tratan de comprenderte. Es el caso de Elisa Martínez, mi tutora. En cuanto al director, Pedro Aguado, solo puedo decir que jamás le he visto dar un grito; supongo que este es un punto a su favor, pero todo el mundo tiene la sensación de que es un inútil, incluyendo los profesores. Es un hombre blandengue y sin autoridad. Y a veces se necesita a alguien capaz de llamar a las cosas por su nombre. Si fuera más enérgico, seguro que las ausencias de los profesores serían menores y algunos alumnos estarían más controlados.
Elisa se sentó a mi lado y, antes de que comenzase a hablar el director, me preguntó qué tal estaba, si me dolía mucho, por qué no me había quedado descansando y cosas así. Me recordó un poco a mi madre, en el mejor sentido. Creo que incluso tuvo que hacer esfuerzos por no tomarme de la mano y acariciarme el hombro. Estaba de verdad preocupada por lo que me había ocurrido. Yo respondí que me encontraba bien y que no me dolía demasiado. El director ocupó su sitio y esperó a que la tutora acabara de interesarse por mi salud. A ella le expliqué que iba porque la semana próxima era la de exámenes y no quería perderme ninguna clase. Me di cuenta entonces de que a veces los pensamientos inútiles sirven para algo.
Pedro Aguado inició otro tipo de interrogatorio, diría que más policial. Creo que estaba asustado porque en su instituto ocurrieran cosas como esa. Sobre todo, después de la fama que había comenzado a extenderse por el pueblo.
–Te han dejado la cara hecha un cuadro. ¿Quieres contarme cómo fue?
No. No quería hablar de ello y no hablé. Eso es lo que os decía antes acerca de que el director es un blando. Hace preguntas como esa, que permiten la opción de sí o no, en lugar de ir al grano. ¿Quieres contármelo? Sí. Pues empieza. Es que no puedo. Él no es de los que entienden estas sutilezas. Tuve ganas de responderle que si no se lo había contado a mi padre o a mi madre por qué iba a...