Gómez Escribano | Fondo buitre | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 198, 294 Seiten

Reihe: Narrativa

Gómez Escribano Fondo buitre


1. Auflage 2025
ISBN: 978-84-10455-34-4
Verlag: Editorial Alrevés
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, Band 198, 294 Seiten

Reihe: Narrativa

ISBN: 978-84-10455-34-4
Verlag: Editorial Alrevés
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



En Canillejas hay un edificio de renta antigua sobre el que pone los ojos un fondo de inversión para comprarlo y echar a los vecinos. El bloque de pisos alberga a veinte familias y el bar del Julito. En él vive el Botas, protagonista de la novela Yonqui, que, junto a personajes de otras novelas del autor como Zip, el Tijeras o el Pirri empiezan a organizarse para intentar salvar el edificio. Esas acciones legales llevadas a cabo junto a diversas organizaciones parecen no ir a ningún lado, por lo que deciden diseñar un plan para que el fondo de inversión se eche atrás, y quien lo diseña es el Banderines, cerebro del atraco a un almacén de jamones que se describe en la novela 5 Jotas. ¿Conseguirán entre acciones legales e ilegales que el fondo de inversión deje de interesarse por el edificio? Paco Gómez Escribano vuelve con una historia de denuncia social y de lucha por los derechos de las clases más desfavorecidas. Además, ha querido homenajear a los lectores, reuniendo a los personajes que quedan vivos de sus once novelas anteriores.

Paco Gómez Escribano es autor de doce novelas, la diez últimas de género negro. Desde la localidad de su barrio, Canillejas, aborda temas universales, como la marginalidad, la delincuencia, las adicciones, la falta de expectativas o la especulación urbanística. Con Manguis gana el Premio Novelpol de 2016. Dos años más tarde gana el Premio Ciudad de Santa Cruz del Festival Tenerife Noir con la novela Cuando gritan los muertos. Ha ganado también el Premio Estandarte, el Premio Negra y Mortal y ha sido tres veces finalista al Premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón. También ha sido finalista del premio Pata Negra de la Universidad de Salamanca y finalista del premio Cartagena Negra. Ahora vuelve con la novela Fondo buitre, en la que denuncia la actividad de los fondos de inversión que compran edificios con los vecinos dentro. Además de sus novelas, ha escrito dos poemarios y ha participado en numerosas antologías colectivas de relatos y poemas, siendo ponente en diversos foros e institutos públicos y centros de profesores y es profesor en Cursiva, en donde imparte cursos de cómo escribir novelas de ficción criminal. Actualmente trabaja dando clases en un instituto público.
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3


Lo del Roberto no fue nada. Le había dado un jamacuco. Posiblemente había sido una bajada de tensión o de glucosa. Los médicos tampoco nos dieron demasiadas explicaciones. La verdad era que daba igual. Lo importante era descartar un coágulo interno en la cabeza que más tarde le pudiera taponar una vena y provocarle una embolia y no sé cuántas cosas más. Le hicieron un TAC. Una señora me dijo que habíamos tenido suerte, ya que lo normal era tirarte allí todo el día. Nada más salir de Urgencias, tres horas después, lo primero que me dijo el Roberto es que fuéramos a tomar algo. Yo empatizaba muy rápido con este tipo de proposiciones. Lo más cerca que teníamos del Ramón y Cajal era un chino y… ¡bingo! Tenían 1906. Pensé rápido, porque la idea era coger un taxi, pero seguro que el puto peseto no nos dejaba privar en el teki. Así que se lo comenté al Roberto y le propuse dar un rulo hasta el metro de Begoña para pillar el tubo. Ahora fue él el que empatizó conmigo. Su sonrisa era prueba de ello. Pillamos cuatro birras, dos para pimplárnoslas hasta el metro y otras dos para el camino hasta el barrio. El jodido chino cobró un euro noventa por lata. En el barrio se conseguían por un pavo. Pero era lo que tenía el ansia del alcohólico: era eso o nada.

Al cabo de una hora estábamos en lo del Julito. La primera en venir a preguntar fue la Carmen, que se estaba pintando las uñas en su chiringuito esotérico. Que si qué tal estás, que si qué te han dicho, bla, bla, bla… Luego fueron los sobrinos del Araña, que en paz descanse, los que agobiaron al Roberto con sus bros, hermanos y toda esa parafernalia que han aprendido viendo a youtubers mexicanos que lo mismo te enseñan a instalar un programa de ordenador que a tocar con la guitarra una canción de George Harrison. Ellos no estaban en el bar en el momento de la caída, pero a esas alturas todo el barrio debía de saber que el amigo borracho del borracho del Zip se metió un guarrazo en el bar del Julito, ese antro de perdición que los maderos deberían clausurar de una vez.

El Roberto flipó. No estaba acostumbrado a que se preocuparan tanto por él. Hasta el matao del Zosi se interesó. Por eso, cuando el Pirri, primero, y después el Tijeras, vinieron a interesarse, él ya no contestó. Se limitó a asentir y a elevar y bajar los hombros, nervioso. El Julito es menos expresivo. Nos puso unas birras a todos y levantó el mentón a la vez que enarcó las cejas. El Roberto volvió a asentir y el dueño del antro se retiró y se refugió detrás de la barra. Fin del juego de preguntas y respuestas.

El Tijeras también nos dejó a nuestra bola. Se acercó a la barra, pidió una copa y se acodó a ella mirando hacia el televisor. Las noticias eran un catálogo de desgracias. Tipos como Trump, Musk, Putin, Netanyahu o Milei amenazaban al mundo con guerras y hasta con plagas bíblicas. También habían desarticulado varios narcopisos. El Pirri y el Tijeras entendían mucho de eso. Por último, antes de la media hora de deportes, estaban cubriendo una manifestación en Lavapiés. Por lo visto, había un fondo buitre que había comprado un edificio para hacer apartamentos de alto standing. El problema eran los vecinos. Algunos vivían ahí desde hacía cuarenta años o más. Al parecer, los cabrones habían comprado la finca con los vecinos dentro y ahora querían echarlos. Se habían enterado por la prensa y habían empezado las movilizaciones antes de que comenzaran las presiones. El fondo buitre, por lo visto, iba a comprar otros dos edificios. Uno en Tetuán y otro en Canillejas. Había que joderse, solo salíamos en la tele cuando había desgracias.

Saqué el móvil y, sin saber muy bien por qué, miré la fotografía del esqueleto del edificio del mercado de San Blas. A lo mejor, otro fondo buitre lo había comprado para hacer, no sé, un súper chino o un aparcamiento o quizás un Starbucks o un Lidl. De lo que estaba seguro era de que no iban a hacer un colegio público, si acaso uno privado al que luego otorgarían el concierto por la puta cara. Un clásico ya en Madrid que, paradójicamente, seguía votando a quienes perpetraban estas prácticas o la de abrir hospitales privados con dinero público. Debía molarles que les robasen la pasta, pues, si no, esto no lo explicaba ni un filósofo griego. Porque a ver cómo se entendía que muchos de los desgraciados del barrio que cobraban pagas del Gobierno votaran a quienes querían quitarlas.

Ahora sí, el Pirri leía una novela. Ahora sí, podía ver el título. Era Golpe de gracia y el escritor se llamaba…, ah, sí, Dennis Lehane. No me sonó el libro, debía de ser nuevo. Era bueno el nota. Me leí la trilogía Coughlin y flipé. Aquí éramos unos desgraciaos, pero leídos éramos un rato. Normal, cuando éramos críos no había internet ni redes sociales, así que leíamos. Lo que había era heroína y tripis, pero esa es otra historia.

El Roberto estaba dando cabezadas. Le pregunté si tenía hambre y me contestó que no mucha, pero que algo de cenar no estaría mal. Antes de que me dijera que no tenía ni un pavo le dije que le invitaba a algo en el bar Soria. Pagué al Julito y nos fuimos después de despedirnos de la peña. Por el camino intenté recordar si habíamos pillado algo en La Despensa para cenar, pero estaba pedo. Al final, haciendo un esfuerzo, logré recordar. Qué cabrón el Julito, anda que nos había dicho algo de los revueltos con ajetes.

—Qué chungo lo del mercado de San Blas —le dije al Roberto al terminar de cenar, con la copa en una mano y el móvil en la otra, mientras miraba la foto del edificio. Durante la cena habíamos hablado de trivialidades.

—Todo se acaba. Nada permanece.

—Joder, tronco, pareces el oráculo de Delfos.

—El oráculo de Delfos solía ser una sacerdotisa buenorra. Yo soy un tipejo alcohólico, un sintecho, eso sí, con una cierta cultura.

—Eres un sintecho porque quieres.

—Ya hemos hablado de eso.

El Roberto ahora estaba en el hostal, en su cuartucho, con su colchón y sus peluches, que había que joderse. Y en marzo o abril, dependiendo del clima, se iría a dormir al parque de San Blas, pese a mi permanente invitación de quedarse en el hostal, donde me sobra sitio. El roce cuando lo del Chule hizo que nos hiciéramos colegas. Lo que me molaba de estar con él era que podíamos hablar como periodista y abogado, es decir, como unos jodidos estirados que han estudiado dos carreras de letras, o como dos notas del barrio que, en definitiva, era de donde habíamos salido los dos para nuestra suerte o para nuestra desgracia, aunque cada vez tenía más claro que era lo segundo.

—¿Tú sabes lo que pasa? —dijo mirando el fondo de su copa, como si buscara una pastilla que se le hubiera caído.

—Cuéntamelo.

—Que somos unas jodidas antiguallas.

—…

—Sí, tú y yo. Últimamente siempre andamos con lo mismo, engañándonos.

—¿En qué sentido?

—Pues que despreciamos los tiempos que vivimos y nos pasamos todo el rato diciendo que los tiempos pasados eran mejores. Y no es verdad.

—Para mí sí.

—Y una mierda. Yo te he visto hecho un mojón, tío, cuando yo estaba bien y era un respetado abogado y tú estabas hecho una jodida ruina por la farlopa y la priva.

—Bueno, sí…

—Lo que pasa es que eras joven. Y no tenías la enfermedad que tú y yo tenemos ahora.

—¿Cuál?

—La nostalgia, tío, la nostalgia.

—Joooder, tronco. Lo que yo digo, eres el jodido oráculo.

—No. Lo que pasa es que las dos neuronas que me quedan a veces no se pelean. No, tío, en serio. Somos lo que somos en cada momento. Y lo cierto es que ahora somos dos jodidos alcohólicos tarras. No muy tarras, no somos ancianos, pero llegará si llega, que no creo. Vale que no nos hemos puesto de caballo como el Tijeras o el Pirri, pero para el caso es lo mismo.

La charla continuó mientras nos pimplábamos otra botella. No sé cómo media hora más tarde pude meter la llave en la cerradura de la puerta del hostal, pero lo hice.

A la mañana siguiente, después de soltar las tripas, desayuné en la terraza de mi habitación una cerveza y un cigarro. Según los datos, habíamos tenido el febrero más caluroso desde que había mediciones. A este paso, el Roberto se iba a ir al parque de San Blas en cualquier momento. El termómetro de mercurio de la pared incrustado en una talla de madera «Recuerdo de Cuenca» marcaba quince grados. Del dibujo de las Casas Colgadas no quedaba nada. Un día de principios de marzo a las diez de la mañana el termómetro no debía marcar esa temperatura. Pero era lo que había. Y los cabrones que nos gobernaban, en vez de poner remedio, estaban masacrando Ucrania, Gaza, Libia, Siria o Yemen, por citar solo unos cuantos conflictos. Solo quedaba rezar para que no tocara una guerra en España como en su día tocó en Yugoslavia, o una guerra mundial, como ya anunciaban los más agoreros, o los más realistas, quién podía saberlo. El problema era mi ateísmo.

Por lo demás, el día era como cualquier día. La empresa privada del Ayuntamiento regaba las calles, el camión del gas butano hacía sonar las bombonas que ya no compraba casi nadie porque tenían gas natural, el bus 48 parloteaba en plan HAL 9000 «abriendo puertas»-«cerrando puertas», la furgoneta del pescado repartiendo y… el figura del Pirri vigilando, sin duda uno de los mejores descuideros del barrio. El nota estaba en la esquina, al acecho. En el momento en que el transportista pasó a la pescadería, corrió agachado (¡qué habilidad!),...



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