E-Book, Spanisch, 246 Seiten
Reihe: eMilenio
Gómez Cabezas Metástasis (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-17-6
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 246 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-19884-17-6
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
José Ramón Gómez Cabezas (Ciudad Real, 1971) es psicólogo y profesor de la UCLM. Combina su actividad profesional con el área literaria, colaborando en la mayoría de los festivales de género negro por toda España como ponente o jurado. Presidente de la Asociación de Amigos de la Literatura Policial (Novelpol). Tiene cinco novelas publicadas, entre otras Réquiem por la bailarina de una caja de música, Orden de busca y captura para un ángel de la guarda (Ledoria 2009 y 2012) y El ataque Marshall (Ediciones Serial, 2016) dentro del género negro. También ha publicado relatos. En el año 2016 y 2017 fue finalista de varios premios literarios, entre otros Alfonso el Magnánimo, Ciudad de Santa Cruz, La Orilla Negra. En la actualidad tiene varias ponencias académicas en distintas universidades españolas sobre literatura y psicología en el género negro.
Autoren/Hrsg.
Weitere Infos & Material
Los tres monos sabios
Madrugada del 22 de diciembre
—No se lo tome a mal, amigo, pero yo que usted no haría el pedido así a un camarero que le va a servir algo de beber. No sabe dónde ha metido sus manos, ni dónde puede poner su saliva. —El tipo carraspeó un par de carcajadas que prometían terminar en un acceso de tos. El jadeo de fumador se fue apaciguando hasta permitirle hablar de nuevo—: Fui jefe de protocolo en hoteles de la costa y, para contratar camareros, solo exigíamos a los candidatos tres cosas: buena memoria para recordar los pedidos, piernas curtidas para aguantar horas de pie y un mínimo de educación para con los clientes. Estos tovarich que nos sirven tienen muchas cualidades, pero ninguna de esas.
Su voz sobresalía por encima del murmullo general y los tintineos que escupían las tragamonedas.
—Son como los tres monos sabios. No ver, no oír, no hablar. Perfecto para la empresa.
Silenció su voz ronca para sacarse de la chaqueta de hilo un habano, que mordisqueó con descaro para luego escupir la punta bajo el taburete. El amplio tórax se ensanchó un segundo antes de iniciar la maniobra compleja de encenderlo: atrapó el cigarro bajo su bigote canoso de bordes amarillentos, y lo sostuvo allí, con destreza de viejo fumador, hasta que se prendió. El humo que expulsó por su nariz lo rodeó durante unos instantes, como el aura de un viejo brujo.
Desde su más de metro ochenta, el hombre calvo, a su lado, hacía oídos sordos a los comentarios, sus ojos verdes observaban la sala repleta de máquinas mientras se cincelaba una pequeña vena en su sien izquierda.
El calvo se giró para agarrar el trago que el camarero acababa de servirle. Frunció el ceño ante la parafernalia de adornos que disfrazaban su whisky: dos cerezas atadas a unas pajitas negras por encima de unos hielos en forma de pez. Tras dar el primer trago, arrojó con desdén un billete sobre la barra volviendo a centrarse en la recepción. A la izquierda, las fastuosas tiendas conformaban un pequeño centro comercial. Desde allí podía vigilar los movimientos de los clientes que cruzaban por aquel punto estratégico. Más de quinientas habitaciones y suites de categoría lo convertían en uno de los complejos más fastuosos de toda Europa al que cada semana, la rehabilitación del tren de alta velocidad y la recompra del aeropuerto, acercaban hordas de turistas desde todos los puntos del mundo. A nadie parecía importarle demasiado la ciudad que languidecía a unos pocos kilómetros.
Sin perder de vista aquel horizonte, sacó un paquete de cigarros y encendió un pitillo. A su lado, el tipo del traje de hilo pidió un Stolichnaya al camarero, que apenas le hizo caso.
—Eto lozh’. —El chaleco del barman perdía toda su elegancia con el gesto brusco que le dedicaba al tipo calvo. Repitió el mensaje, esta vez elevando el volumen. Al ver que el hombre no se giraba, le agarró de la cazadora, bajo la cual exhibía una musculatura generosa—. It’s false. The ticket is fake.
—El billete... —intentó mediar el tipo del traje blanco—. Dice que es falso.
El hombre calvo y corpulento se sacudió de mala gana la mano del camarero, que lo seguía atenazando por el hombro.
—Igual que este whisky de mierda. —Y dejando que el desprecio quedara flotando aún en el aire, dio media vuelta y se encaminó a la recepción. El tintineo constante de las máquinas de importación opacó el clamor del barman y el inmediato «Lo pago yo» del tipo del traje blanco.
En el vestíbulo, el predador calvo no tardó mucho en localizar presa. Una minifalda, que ponía frontera entre unas piernas delgadas y el principio de unas nalgas prometedoras, fijó su atención, escrutándola de arriba abajo. En los pies, unas botas altas de piel con algo de tacón y un top de hombros al aire, que permitía a cualquiera imaginar el cálido y sensual contacto de unos pechos firmes y excitados: criatura morfológicamente perfecta, de no ser por la máscara de cosméticos con la que intentaba disimular sus quince años.
El calvo se ajustó los puños de la chaqueta de cuero y caminó apurado hacia su presa. Fingiendo distracción, tomó el brazo desnudo de la muchacha. Algo debía de estar pactado: ella ni se sorprendió. Acató con docilidad las palabras que el hombre soplara en su oído y, con una serenidad nada fingida, se dejó conducir en dirección al restaurante. A sus espaldas dejaban la recepción y el pequeño pasillo de tragaperras donde, el tipo del traje blanco, no les quitaba ojo. Antes de perderlos de vista, tosió un par de veces sin apartarse el habano de la boca. Después sacó del bolsillo superior de su chaqueta de hilo un pequeño micrófono por el que articuló algunas órdenes.
Dos veces la muchacha pisó mal sobre uno de sus tacones y casi estuvo a punto de tropezar. El paso agitado de su acompañante no cesó ni siquiera al acercarse al Halifax, uno de los tres restaurantes del complejo. Al tipo calvo no le interesaba la carta, con más de veinte variedades de ostras y caviar; ni siquiera pareció buscar un alivio rápido con su bella acompañante en los confortables servicios del hotel. Sin soltar el codo de la muchacha, atravesaron una puerta batiente y, con la misma urgencia, alcanzaron el final del pasillo.
La chica se detuvo en seco e intentó zafarse ante la salida de emergencia.
—No puedo... Me matarán. —Su fuerte acento del este sonaba a derrota. En el rostro juvenil, de pupilas dilatadas, no se dibujaba miedo, sino resignación—. Mira mi cara. Yo no soy tu hija. ¡Déjame... por favor!
La súplica no surtió efecto alguno; un brusco tirón del brazo fue la respuesta.
El aire gélido del exterior les abofeteó tras empujar la barra roja del portón.
Ninguno de los dos se detuvo ante el insistente zumbido que iniciaba una alerta en la pared.
Avanzaron entre la niebla de la noche, sin perder el referente del restaurante. Las cocinas quedaban a su izquierda. Los pinches y ayudantes sacando la basura era lo único que ralentizaba la zancada obsesiva del calvo. Como si todo aquello estuviera largamente planeado, tan solo tuvo que detenerse una vez para orientarse.
—Me matarán. —La muchacha, apenas parecía notar el frío de diciembre y su mirada perdida era fruto de la certidumbre—. A ti tamb...
—¡No si antes consigo sacarte de aquí! ¡Vamos!
La orden quedó suspendida en el aire. Dos montañas de pura roca musculada, acompañadas por un rottweiler babeante, les habían salido al encuentro. El corte de pelo, los músculos y la marcialidad de los gestos permitían deducir, en aquellos tipos, un pasado posiblemente militar.
—Devushka. —El perro, obediente, se acercó situándose frente a la chica.
Los dos rusos parecían tener planes para ellos. Mientras uno manipulaba una cartuchera que llevaba a la cintura, el otro se abalanzó sobre el tipo calvo, con la clara intención de inmovilizarlo.
—¡Un momento, un momento, chicos!... Esto hay que hablarlo.
El calvo retrocedió un par de pasos. Pese a su resistencia, la manaza le aferró el brazo intentando retorcérselo hacia la espalda. El otro portaba un paralizador eléctrico y se lo estaba acercando al cuello.
Entonces, reaccionó. Tiró del brazo arrastrando al tipo que lo sujetaba. El otro paramilitar no tuvo tiempo para rectificar regalándole los 9,8 millones de voltios a su compañero, que se desplomó como una montaña de piedras.
Aprovechó el estupor momentáneo del ruso para descargar sobre su entrepierna una patada descomunal que lo dejó de rodillas. Cerró el puño y con rabia le golpeó el rostro hasta derribarlo definitivamente, muy cerca del otro, ya inconsciente.
Su pecho se agitaba a ritmo de infarto y los nudillos empezarían a sangrarle de un momento a otro; aun así, quería rematar la faena. Tragó saliva y preparó el brazo acomodando los dedos para no fracturárselos. Entonces lo escuchó.
Allí estaba. Un gruñido reverberante.
Giró la cabeza.
Los caninos eran un par de teclas más en el hocico del rottweiler. El brillo de la noche se reflejaba en su pelaje oscuro.
No tardó en abalanzarse sobre el calvo, que se dejó vencer hacia atrás defendiéndose con los pies.
La dentellada llegó, atrapando calzado y vaquero a la altura del tobillo. Ya no iba a soltar su presa por nada del mundo. El calvo lo sabía; a pesar de ello, no cejó en lanzar patadas a lo loco, contra el hocico del animal que, enganchado a la bota, no paraba de tironear; si lograba quitársela y mordía hueso, podría dar por segura una minusvalía de por vida. La genética del perro le daba ventaja en esa lucha.
Estaba reptando cuando la bota se desprendió. Con el pie desnudo alcanzó a lanzarle una última patada en el hocico que le proporcionó el tiempo suficiente para gatear y alcanzar su objetivo con la mano.
Un aullido seco y desgarrador selló la noche. La nueva descarga del paralizador eléctrico había dejado al perro convulsionando en el piso y al tipo calvo a punto de embolia.
No había tiempo para regodearse en la victoria, ni ganas. Arrojó el paralizador lejos, mientras buscaba a la muchacha con la vista. Ni rastro de ella. Recogió su bota destrozada y se alejó del callejón a prisa. El barro lo acompañó por la pequeña senda que lo alejaba de las edificaciones mientras intentaba calzarse.
Una tubería de más de medio metro de ancho, preparada para...




