E-Book, Spanisch, Band 110, 132 Seiten
Una fuerza humanizadora
E-Book, Spanisch, Band 110, 132 Seiten
Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie mayor
ISBN: 978-84-18245-24-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Alicja Gescinska (Varsovia, 1981) es una de las pensadoras más conocidas en la actualidad en los Países Bajos. Fue la presentadora del programa de televisión Wanderlust, en el que conversaba con filósofos, escritores, científicos y artistas de reconocida fama internacional. Sus libros han recibido grandes elogios tanto de la crítica como de los lectores.
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Sonidos de mi infancia Somos nuestros recuerdos. Más que nuestras vivencias, es la huella que estas dejan en nosotros lo que nos forma como personas. Cada recuerdo es un punto en el retrato puntillista de nuestra personalidad que van pintando nuestros sentidos en el lienzo de nuestra memoria. Recordamos con todos nuestros sentidos: olores, imágenes, sabores y sensaciones táctiles anidan en nuestra mente y nuestro corazón. Y lo mismo ocurre con los sonidos. En mi memoria hay una cesura muy marcada, un antes y un después de 1988, el año en que emigré a Bélgica con mi familia siendo aún una niña. Los recuerdos de mis primeros siete años de vida en Varsovia son escasos, y no siempre concretos, pero sí muy vivos. Todavía veo, por ejemplo, el patio del jardín de infancia con sus columpios de hierro. Recuerdo también que los profesores colgaban nuestros dibujos en el vestíbulo del edificio, donde venían a recogernos nuestras madres, y que yo solía estar muy orgullosa de mis obras, especialmente de una lámpara de aceite que dibujé en cierta ocasión. También dibujaba a menudo flores que llegaban hasta el cielo. Salían de una fina franja de césped y tocaban con sus pétalos de colores el cielo azul en la parte alta del papel. Esos dibujos están entre las pocas imágenes concretas que conservo de nuestros años en Polonia. Uno de los recuerdos auditivos que siempre me han acompañado data de 1986. Yo tenía cuatro años cuando tuvo lugar la tragedia de Chernóbil. En el colegio nos pusieron a todos en fila para darnos una bebida con yodo, y creo recordar incluso el sabor de aquel mejunje. Pocas semanas después de la catástrofe nuclear murió Pixi, la perrita de mi abuela, justo durante una visita nuestra. Mis abuelos vivían en la calle Zeromski. Delante de su casa hay ahora una gran estación de metro y una parada de tranvía bautizada con el mismo nombre en honor del famoso escritor polaco. Mi abuela estaba convencida de que su perrita había muerto a causa de partículas radiactivas arrastradas por el viento hasta Polonia desde la antigua Unión Soviética. Todavía recuerdo los gemidos de Pixi poco antes de exhalar el último aliento. Mis abuelos se habían encerrado con la perrita en el cuarto de baño, probablemente para no exponer a sus nietos a la visión de un animal moribundo. A pesar de ello, no pudieron evitar que oyéramos el sonido de su agonía y los llantos de mi abuela. Todavía oigo los lamentos de la perrita, con una tormenta de verano —truenos incluidos— como ruido de fondo. Y todavía oigo las escasas y frías palabras que empleó mi abuelo. Según él, no hacía falta que mi abuela montara tanto numerito. A fin de cuentas, no era más que una perra. Entre los sonidos de mi infancia están también las discusiones de los borrachos en la escalera del bloque de viviendas de Bielany, el distrito noroccidental de Varsovia, donde ocupábamos un apartamento de veinticinco metros cuadrados asignado por las autoridades comunistas. El tranvía que pasaba por allí camino del centro tenía su propio sonido, muy distinto de los tranvías de Gante o Ámsterdam. Las palabras This is the BBC... también forman parte de los sonidos que han quedado grabados en mi memoria. No sé cómo lo hacía, pero mi padre escuchaba la BBC de vez en cuando, a escondidas, claro, porque estaba prohibido. Recuerdo con vaguedad la voz del presentador y su acento británico. Hasta el día de hoy, cada vez que oigo esas palabras en la radio siento la presencia de mi padre de un modo indefinible. También recuerdo los crujidos electromagnéticos de la vieja radio de mis abuelos, en la que de vez en cuando sonaba la melodía medieval del Hejnal1 o una pieza de Chopin. Sin embargo, el papel de la música durante los primeros años de mi vida fue por completo irrelevante. No recuerdo que mis padres pusieran nunca discos, y tampoco tocaban ningún instrumento. De hecho, ni siquiera cantaban. De aquellos años tengo muchos recuerdos auditivos, pero casi ninguno musical. La ausencia de música en mi infancia contrasta de manera acusada con el protagonismo que ha adquirido después en mi vida. De adolescente también escuchaba música, y en más de una ocasión me quedé afónica cantando canciones de rock. Pero la música clásica no era para mí. Aquello era algo de otro mundo, para otro tipo de gente. Hasta que vi a una joven de unos diecisiete años interpretando a Chopin. Fue durante una función de fin de curso en la escuela de teatro local. Yo daba clases de retórica, y los estudiantes de música habían venido a exhibir sus artes. Me quedé clavada en el asiento. Y no solo por la música de Chopin, sino sobre todo por el hecho de que una chica normal pudiera producir sonidos tan hechizantes. No hacía falta ser concertista profesional para sentarse ante un piano de cola. Dos meses después compré un piano digital y me apunté a clases de música. A pesar de lo sencillas que eran las melodías que tocaba al principio —nunca de más de cuatro notas—, cada vez que posaba mis manos en el teclado experimentaba una alegría desbordante. Desde entonces trato de hacerle un hueco a la música todos los días. Algunas piezas han pasado a ocupar una parte tan destacada de mi existencia que son como buenas amigas, compañeras de ruta en mi camino por la vida. Es posible que precisamente por ese acusado contraste, y por el vacío que dejó en mi infancia la ausencia de música, haya desarrollado una fuerte conciencia de la enorme importancia que tiene la música en nuestras vidas. A veces hay que haber carecido de algo para apreciar su auténtico valor y significado. Cuando pienso en los recuerdos de mi infancia, me doy cuenta de hasta qué punto están vinculados entre sí sonidos, olores e imágenes, y de cómo me han ido convirtiendo en la persona que soy. Una voz, un acento o un simple chirrido pueden desencadenar, en una fracción de segundo, una sucesión de pensamientos y sensaciones. Últimamente me sorprendo a menudo dándole vueltas a todo esto. Ahora que yo también soy madre, me pregunto qué recuerdos quedarán grabados en la memoria de mis hijos. La gente se suele preguntar si sus hijos recordarán un fin de semana en la playa o unas vacaciones de verano, pero yo me pregunto qué sonidos llevarán toda su vida en el tocadiscos invisible de su cabeza. Durante tres años vivimos en los Estados Unidos, y, cuando pienso en nuestra aventura americana, recuerdo nuestra primera noche al otro lado del charco. Había sido un día muy caluroso de agosto, asfixiante para gente como nosotros, acostumbrados a los veranos suaves del norte de Europa. Abrimos todas las ventanas de nuestra casita de Kingston, Nueva Jersey, con la esperanza de que, a medida que avanzara la noche, entrara un poco más de oxígeno y descendiera el nivel de humedad. Pero lo que entró, sobre todo, fue el cricrí cada vez más intenso de los grillos, un sonido irreal que llegaba a nuestros oídos a través de todas las ventanas. ¿Recordarán mis hijos aquel abrumador concierto? ¿O tendrán grabado en su lugar el peculiar canto de las cigarras que oíamos dos años después en nuestro jardín de Amherst, y que tanto les llamaba la atención? Supongo que parecerá una cuestión trivial. Cabría preguntarse, con razón, qué demonios importa si mis hijos recuerdan o no el ruido de un insecto. ¿Me complico la vida de manera innecesaria tratando de elegir la música más apropiada para ellos mientras preparo la comida o cuando vamos en coche? ¿Tiene alguna importancia que exponga a mis hijos a determinados sonidos y los prive de otros? Los recuerdos de mi primera infancia no son el único motivo por el que intuyo que estas cuestiones son verdaderamente relevantes. Las experiencias de otras personas agudizan dicha intuición, como las que se han escrito en el marco de investigaciones neurocientíficas sobre el efecto de los sonidos y la música en nuestra mente. Es cierto que ese tipo de investigaciones está todavía en pañales, y quien confíe en encontrar en el cerebro todas las respuestas a las grandes preguntas de la vida se llevará una enorme decepción. El cerebro no es una máquina que pueda descodificar el misterio de la condición humana, ni tampoco el misterio de la música. Aun así, eso no quiere decir que la investigación neurocientífica no pueda ofrecernos un punto de vista interesante sobre el papel que desempeña la música en nuestras vidas. En Musicofilia, el neurólogo y autor de superventas británico Oliver Sacks describe la reacción de distintas personas expuestas a sonidos y canciones de su infancia. En algunos casos, y a veces de forma muy repentina, la música del pasado vuelve a ocupar un papel fundamental en sus vidas y tiene un efecto evidente en su personalidad. Sacks cuenta, por ejemplo, la historia de una mujer siciliana que sufría ataques epilépticos al oír canciones napolitanas. Sin motivo aparente, la mujer reaccionaba de forma muy violenta ante esa música asociada a infinidad de recuerdos de su infancia.2 Los estudios sobre memoria musical y demencia también muestran hasta qué punto están anclados en nuestra personalidad los sonidos de la infancia. La música tiene un efecto terapéutico demostrable en personas con determinados tipos de demencia. No obstante, tal vez sea aún más llamativo el hecho de que los recuerdos musicales permanecen a veces razonablemente intactos mientras la memoria verbal está ya muy deteriorada, y de que la música sea capaz de hacer emerger de nuevo recuerdos olvidados hacía mucho tiempo en un cerebro envuelto en brumas cada vez más densas.3 Lo que entra en nuestra conciencia a través del oído y anida en nuestra memoria determina en gran medida...