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E-Book, Spanisch, 480 Seiten

Gedge La casa de los sueños


1. Auflage 2019
ISBN: 978-84-17683-26-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 480 Seiten

ISBN: 978-84-17683-26-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Siglo XII a. C. Ramsés III, segundo faraón de la XX dinastía, gobierna Egipto. En Asuat, pequeña población situada al sur de Tebas, la vida transcurre tranquila. Sus habitantes no poseen riquezas, pero disfrutan de paz y alimentos en abundancia. En este apacible rincón del reino se ha criado Thu, una niña despierta y ambiciosa, hija de un guerrero libu y de la comadrona del pueblo. Movida por el fuego de quienes le adivinan un destino de gloria, la joven Thu aprovecha la visita del misterioso e influyente Hui, médico y vidente, para introducirse en la corte de Ramsés. Gracias a su dominio del arte de la medicina y a sus indudables dotes de seducción, Thu se convierte en la concubina preferida del faraón. Sin embargo, a medida que su poder crece, la joven médica se ve envuelta en un mundo de intrigas y maniobras palaciegas que ponen su vida en peligro. Con La casa de los sueños, los lectores de Pauline Gedge -autora de La dama del Nilo, El faraón y El papiro de Saqqara- tendrán ocasión de disfrutar una vez más de su especial habilidad para introducirnos en el apasionante Egipto de los faraones.

Pauline Gedge nació en Auckland, Nueva Zelanda, en 1945. Pasó parte de su niñez en Oxfordshire, Inglaterra, hasta que su familia se trasladó a Canadá, donde reside en la actualidad. Su primera novela, La dama del Nilo (Pàmies, 2017), se convirtió en un impresionante éxito de ventas en innumerables países. En Águilas y cuervos (Pàmies, 2015), su segunda obra, explora la fascinante historia de los celtas. En El faraón (Pàmies, 2017) nos introduce al reinado de Akhenatón, el faraón monoteísta. Y en El papiro de Saqqara (Pàmies, 2018) explora los últimos años de Ramses II.
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1


Mi padre, un rubio gigantón de ojos azules, era un mercenario que llegó a Egipto durante los disturbios de la época aquella en que dominaba el canciller sirio Irsu, cuando los extranjeros recorrían el país a su antojo, cometiendo robos y violaciones. Durante un tiempo se estableció en el Delta, trabajando en lo que podía, pues no era un forajido ni mantenía relación alguna con las bandas de ladrones vagabundos. Pastoreó ganado, pisó uva, sudó en las adoberas haciendo adobes. Más adelante, cuando el padre de nuestro Gran Dios Ramsés, Osiris Set-Nakht el Glorioso, arrebató el poder al sucio sirio, mi padre aprovechó la oportunidad para incorporarse a las filas de la infantería; con ella marchó por las ciudades y las aldeas desperdigadas a lo largo del Nilo persiguiendo a los desorganizados grupos de bandidos con arrestos y ejecuciones y desempeñó su papel en la restauración de un Ma’at debilitado y casi eclipsado por las febriles personas que habían ocupado el trono de Egipto durante años, ninguna de ellas digna de ser considerada encarnación del dios.

A veces, los ebrios parásitos que las tropas de mi padre exterminaban eran libus de su propia tribu tamahu, rubios y de ojos claros como él, que habían llegado a las Dos Tierras, no para enriquecerlas ni llevar una vida honrada, sino para robar y matar. Eran nómadas, como animales, y mi padre los aniquilaba sin remordimientos.

Una tórrida tarde del mes de Mesore, los soldados armaron sus tiendas en las afueras de la ciudad de Asuat, al norte de la sagrada Tebas. Estaban sucios, cansados y hambrientos; no había cerveza para beber, y el capitán ordenó a mi padre y a otros cuatro hombres que confiscaran al superintendente las provisiones que hubiera disponibles. Al pasar ante la entrada de una de las casas de barro, oyeron que en el interior había mucho alboroto: chillidos de mujeres, gritos de hombres. Temiendo lo peor, prevenidos ante cualquier disturbio tras muchas semanas de guerra insidiosa, los soldados entraron en el diminuto y oscuro vestíbulo, donde encontraron a un grupo de hombres y mujeres medio borrachos, que se mecían y batían palmas con alegría. Alguien puso una jarra de cerveza en la mano de mi padre, y por encima del jaleo una voz dijo: «¡Da gracias a los dioses! ¡Tengo un hijo!». Mi padre bebió con ganas y serpenteó entre la gente hasta encontrarse cara a cara con una mujercita de piel olivácea y facciones de divinidad que acunaba en sus brazos ensangrentados un bulto llorón envuelto en lino. Era la partera. Esa mujercita era mi madre. Mi padre la miró un largo rato por encima del borde de la jarra. A su modo, fuerte y plácido, sopesaba y estudiaba la cuestión. La gente, rebosante de felicidad, se mostró amable. El arconte de la aldea ofreció a las tropas una generosa cantidad de cereales, que cogió de las magras despensas de la población. Las mujeres fueron al campamento para lavar las ropas mugrientas de los soldados. Asuat era una ciudad bella y tranquila, tradicional en sus valores, rica en tierras cultivables y en árboles frondosos; el desierto, más allá, permanecía inmaculado.

El día en que las tropas iban a continuar su marcha hacia el sur, mi padre buscó la casa donde vivía la partera con sus padres y sus tres hermanos varones. Llevaba consigo el único objeto valioso que poseía: un diminuto escarabajo de oro, con su cordel de cuero, que había encontrado en el lodo de un afluente del Delta y que llevaba atado a su ancha muñeca. «Estoy al servicio del buen dios —dijo a mi madre, presionando el escarabajo contra su pequeña palma oscura—, pero cuando haya cumplido el período militar, regresaré. Espérame». Y ella miró los ojos suaves y llenos de autoridad de aquel hombre alto, de pelo tan dorado como el sol, cuya boca prometía goces que ella solo conocía en sueños. Y asintió con la cabeza, sin decir nada.

Mi padre cumplió su promesa. Herido dos veces al año siguiente, por fin le dieron de baja, le pagaron y le asignaron las tres arouras de tierra que había solicitado en la zona de Asuat. Como mercenario, conservaría aquellas tierras con la condición de presentarse para el servicio activo en cuanto se le convocara; también debía aportar un diezmo de sus cosechas a las arcas del faraón. Pero tenía lo que deseaba: la ciudadanía egipcia, un poco de tierra y una bonita esposa que ya formaba parte de la ciudad y que le facilitaría la tarea de ganarse la confianza de los pobladores.

Todo esto lo supe por mi madre, por supuesto. El encuentro entre ambos, la inmediata atracción mutua entre el soldado taciturno y fatigado y la menuda muchachita de aldea, era un relato romántico que nunca me cansaba de oír. La familia de mi madre vivía en Asuat desde hacía muchas generaciones, sin molestar a nadie y cumpliendo con sus obligaciones religiosas en el pequeño templo de Uepuauet, el dios chacal de la guerra, tótem de su nomo. Bodas, nacimientos y muertes los entretejían con sus vecinos en una apretada muestra de sencillez y seguridad. De los antepasados de mi padre pudo decirme poco, pues él nunca los mencionaba. «Son libus de por ahí —decía, señalando vagamente hacia el oeste, con toda la indiferencia que el verdadero egipcio siente por todo lo que exista más allá de sus fronteras—. De ellos heredaste esos ojos azules, Thu. Probablemente eran pastores nómadas». Pero yo lo dudaba, viendo el brillo que la lámpara de aceite arrancaba a los hombros y los brazos musculosos de mi padre, sentado con las piernas cruzadas en el suelo arenoso de nuestro recibidor, inclinado sobre algún apero de la labranza que estuviera haciendo. Me parecía mucho más probable que sus antepasados hubieran sido guerreros, hombres fieros al servicio de algún bárbaro príncipe libu que combatían por él, en una interminable ronda de depredaciones tribales.

A veces, soñaba despierta que mi padre tenía sangre noble en sus venas; que su padre, mi abuelo, era un príncipe y, tras reñir violentamente con su hijo, había obligado a este a exiliarse; errante y sin amigos, por fin llegó al bendito suelo de Egipto. Algún día veríamos llegar un mensaje de perdón; entonces cargaríamos el burro con nuestras pobres pertenencias y, tras vender el buey y la vaca, viajaríamos a una corte lejana, donde mi padre sería recibido con los brazos abiertos entre lágrimas y risas por un anciano cargado de oro. Mi madre y yo nos veríamos bañadas en perfumados ungüentos, vestidas con telas brillantes y cubiertas de amuletos de plata y turquesa. Todos se inclinarían ante mí, la princesa perdida. Sentada a la sombra de nuestra palmera datilera, estudiaba mis brazos bronceados, mis piernas delgadas y larguiruchas, a las que se adhería siempre el polvo de la aldea, y pensaba que tal vez mi sangre, la que palpitaba casi imperceptiblemente en las venas azuladas de las muñecas, pudiera ser el preciado salvoconducto para acceder a la riqueza y la alta posición. Mi hermano Pa-ari, un año mayor que yo y mucho más sabio, se burlaba de mí.

—¡Princesita del polvo! —decía sonriendo—. ¡Reina de las camas de junco! ¿De verdad crees que si padre fuera un príncipe se molestaría en cultivar unas míseras arouras en medio de la nada, o que se habría casado con una partera? Anda, levántate y lleva la vaca a abrevar. Tiene sed.

Y yo me acercaba a Ojos Dulces, nuestra vaca. Juntas bajábamos por el sendero del río, yo con la mano apoyada en su suave y caliente lomo; mientras la vaca bebía el líquido vital, yo estudiaba mi reflejo en las límpidas profundidades del Nilo. Los lentos remolinos, a mis pies, distorsionaban la imagen: convertían mi ondeado pelo negro en una nube confusa alrededor de la cara que proporcionaba a mis extraños ojos azules un brillo incoloro, lleno de mensajes misteriosos. Una princesa, sí, quizá. Jamás me atreví a consultar esa posibilidad con mi padre. Era cariñoso; me sentaba sobre sus rodillas para contarme cuentos, y le podía hacer preguntas sobre cualquier asunto, excepto sobre su pasado. La barrera, aunque muda, existía de verdad. Creo que mi madre le tenía respeto reverencial, aunque lo amaba con locura. Era el mismo respeto que inspiraba a los otros aldeanos, sin duda. Le tenían confianza, pues sabían que era capaz de asumir sus responsabilidades en la administración de la aldea. Él ayudaba a la medjay local a vigilar la zona circundante. Sin embargo, nunca lo trataban con la desenvuelta familiaridad que dedicaban a los auténticos aldeanos. Su largo pelo dorado y sus serenos y asombrosos ojos azules proclamaban siempre su condición de extranjero.

Mi suerte no era mucho mejor. No me gustaban las niñas de la aldea, con sus risitas estridentes, sus juegos simples, sus inocentes y aburridos chismorreos, limitados siempre a los asuntos aldeanos. Y yo tampoco les gustaba a ellas. Cerraban filas contra mí, con esa suspicacia que despierta en los niños todo el que es diferente. Quizá temieran el mal de ojo. Por mi parte, yo no trataba de facilitar la convivencia, por supuesto. Yo era altanera, y, aunque de forma involuntaria, me mostraba superior; siempre estaba dispuesta a hacer preguntas que no tenía por qué hacer, pero se debía a que mi mente iba siempre más allá de los límites conocidos. Pa-ari tenía más aceptación. Aunque él también era más alto y más guapo que los otros niños de la aldea, no pesaba sobre él la maldición de los ojos azules. Había heredado de nuestra madre los ojos castaños y el pelo negro de los egipcios; de nuestro padre había heredado esa autoridad innata que lo convertía en líder entre sus compañeros de escuela. Y no porque él quisiera serlo. Su fuerza residía en las palabras. Todo mercenario podía pasar la concesión de tierras a su hijo,...



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