Gedge | Águilas y cuervos | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 820 Seiten

Gedge Águilas y cuervos


1. Auflage 2015
ISBN: 978-84-16331-48-2
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark

E-Book, Spanisch, 820 Seiten

ISBN: 978-84-16331-48-2
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Tras la conquista del emperador Claudio en el siglo I, las tribus celtas de Albión ven cómo la pax romana los despoja de sus tierras e intenta acabar con una antigua cultura cuyos rituales y ofrendas desagradan al invasor. Los britanos, pueblo de artesanos y guerreros donde las mujeres combaten igual que los hombres y el honor representa el máximo valor, comprenden que solo la unidad les permitirá oponerse a la todopoderosa águila romana. Liderados por Caradoc, jefe de los catuvelaunos, y con el apoyo de los druidas, custodios de la sabiduría secreta, los cuervos celtas se repliegan al oeste para iniciar la resistencia. Pero el orgullo y la pasión de los individuos inciden, una vez más, en el curso de la Historia... La lucha de Caradoc se perpetuará en la persona de Boudica, reina de los icenos, que se enfrentará al brillante general romano Suetonio Paulino. En esta saga, que abarca tres generaciones, la escritora canadiense Pauline Gedge, autora, entre otras, de La dama del Nilo, ha plasmado con su habitual rigor una página apasionante de la historia de la dominación romana.

Pauline Gedge nació en Auckland, Nueva Zelanda, en 1945. Pasó parte de su niñez en Oxfordshire, Inglaterra, hasta que su familia se trasladó a Canadá, donde reside en la actualidad. Su primera novela, La dama del Nilo, se convirtió en un impresionante éxito de ventas en varios países. En Águilas y cuervos, su segunda obra, explora la fascinante historia de los celtas.
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II


Aquella noche el Gran Salón estaba atestado. Los enormes troncos en el fuego chisporroteaban y crepitaban al caer sobre ellos la grasa de los cerdos puestos a asar. El día del Samain había terminado. Los animales estaban muertos y pronto los salarían. Los hombres sabían que no pasarían necesidad aquel invierno. El ganado reproductor estaba a salvo en los establos, el grano llenaba los grandes silos y depósitos y el clima ya podía ser todo lo recio que quisiera. La aguamiel, la cerveza y el vino romano fluían con libertad, la conversación se desarrollaba en voz alta y con entusiasmo, y Caradoc, Cinnamo y Caelte luchaban con el gentío para alcanzar el lugar que tenían designado. Cunobelin estaba sentado en el suelo sobre pieles, envuelto en su capa amarilla, con la gruesa torques de oro brillando a la luz del fuego y su cabello gris lacio que le colgaba sobre el pecho. A su derecha estaban los invitados, Subidasto y la pequeña Boudica, que conversaba con su padre. A la izquierda de Cunobelin estaba Adminio, arrodillado, con los ojos fijos en los cerdos y la boca hecha agua. Caradoc y sus seguidores se acuclillaron junto a él. Togodumno ocuparía el lugar siguiente, pero aún no había llegado, y Aricia se sentó junto a Subidasto; aunque había estado en la corte de Cunobelin durante muchos años, todavía se la consideraba una huésped, y le estaba asignado un lugar especial y permanente en todos los banquetes.

Caradoc buscó con los ojos a Eurgain y por fin la localizó en otra parte del Salón, con su padre y con Gladys, la hermana de Caradoc. Eurgain sintió su mirada y se volvió para sonreírle. Aquella noche, llevaba puesta una túnica nueva con un diseño en color verde y rojo, ajorcas de plata y una corona delgada de oro en la frente. Su padre era rico, casi tan rico como Cunobelin, su señor, y ella poseía alhajas pequeñas procedentes de todo el mundo.

Gladys lo vio, pero no lo demostró. Llevaba una capa negra, y su cabello castaño oscuro, recogido en una única trenza larga, bajaba por la espalda y se enroscaba sobre el suelo. Era extraña, pensó Caradoc. Diecinueve años y soltera por elección. Vagaba por los bosques sin temor de los dioses, que la observaban con envidia mientras recogía plantas y pequeños animales, o se dedicaba a juntar trozos irregulares y raros de madera flotante en la playa a la que solía ir con los comerciantes. Y, sin embargo, a pesar de su aspecto brusco y poco acogedor, era la confidente elegida por Cunobelin y con frecuencia su consejera desde la muerte de su madre. Quizá su padre hallaba solaz en la serena sabiduría de su hermana. Gladys había dejado de pertenecer a la Banda Guerrera Real después de una vez en que Tog y los demás atacaron a los coritanos y tres personas murieron, una de ellas un niño. Gladys se enfureció con Tog y, a partir de entonces, no quiso reunirse con ninguno de ellos fuera de Camulodunon; Caradoc lo lamentaba. Había algo intrigante y dominante en su hermana, pero él no lograba penetrar su frío exterior.

El esclavo que giraba el asador hizo una señal a Cunobelin y se produjo un silencio. Todos los ojos se volvieron hacia la carne. Cunobelin se puso en pie con esfuerzo, y con el cuchillo en una mano y tras cortar un pernil con un gesto ceremonioso, lo depositó en una fuente de plata y se lo ofreció a Subidasto.

—El mejor corte para nuestros invitados —declaró con voz grave, y Subidasto lo tomó con agradecimiento.

Alguien acercó una mesa baja y Cunobelin cortó el resto de los cerdos y cada hombre o mujer recibió un trozo de acuerdo con su posición en la tribu. En el fondo, junto a las puertas abiertas, ya había estallado una pelea acerca de a quién se le había birlado su sitio por derecho aquella noche, pero nadie excepto el protagonista advertía el altercado. Fearachar llevó a Caradoc su carne y el pan, y Cinnamo y Caelte esperaron a que sus criados hicieran lo mismo. El silencio fue creciendo en el Salón a medida que los vientres se llenaban con rapidez.

De pronto, Caradoc dejó de comer. Había divisado un destello blanco cerca de Subidasto. Estiró el cuello mientras Togodumno se sentaba en el suelo a su lado y susurraba:

—¿Lo ves? ¿No es impresionante?

Caradoc tuvo frío y perdió el apetito. Apartó el plato y bebió un sorbo de vino sin desviar nunca los ojos del hombre enjuto y vestido de blanco, de barba gris y mirada penetrante. Estaba sentado, inmóvil, sin comer ni beber, y sus ojos se paseaban por la concurrencia.

«¡Un druida! ¿Qué estará haciendo aquí ese viejo pájaro de la fatalidad?», se preguntó Caradoc alarmado. Los druidas odiaban a los romanos con un fanatismo inmutable, y hacía mucho que no se veía a uno de ellos dentro de la esfera de influencia de Cunobelin. Este debía de haber venido con Subidasto. Qué extraño. Ningún druida podía ser asesinado en ningún sitio, y un viajero solo necesitaba gozar de su compañía para estar a salvo.

Caradoc notó la incomodidad de su padre. Cunobelin hablaba muy rápido y con los ojos fijos en el anciano, y los pocos comerciantes romanos que siempre se las ingeniaban para infiltrarse en cada banquete susurraban con agitación. Pero la figura majestuosa hacía tranquilamente caso omiso de ellos y mantenía sus manos entrelazadas con flojedad sobre el regazo y una pequeña sonrisa en los labios. «Debieron servirle primero, por supuesto, antes que a Subidasto —pensó Caradoc—. ¡Qué maleducados pensará que somos!». Acercó su plato y comenzó a picotear la comida, sintiendo la presencia de la magia druídica como un humo secreto. La persona del druida era sagrada, incluso para los catuvelaunos.

Unos minutos después, Cunobelin se limpió la boca grasienta en la capa y aplaudió. Se hizo el silencio. El fuego chisporroteaba alegre y fuera, donde era noche cerrada, un chubasco súbito golpeó el techo del Gran Salón y estalló en un viento creciente. Los criados corrieron a cerrar las puertas, la gente se acomodó mejor en el suelo y Cathbad, el bardo de Cunobelin, se puso de pie con un arpa en la mano.

—¿Qué deseáis oír esta noche, señor? —preguntó, y Cunobelin, mirando de soslayo el rostro ensombrecido de Subidasto, pidió la canción de la derrota de Dubnovellauno y de su propia entrada triunfal en Camulodunon.

Cathbad sonrió. Había cantado la canción muchas veces, pero Cunobelin nunca se cansaba de oír cantar su hazaña o la de su antepasado, Casivelauno, que había peleado contra el gran Julio César y lo había hecho retroceder al mar no una vez, sino dos. Era una canción tan conocida que muchos se unieron a él; pronto el Gran Salón se llenó con las voces guturales, y los presentes entrelazaron sus brazos para mecerse de un lado a otro, cautivados por la fascinación de proezas heroicas y muertes valerosas.

Pero el druida permanecía quieto, con la cabeza inclinada y la mirada clavada en sus rodillas cubiertas de blanco. Caradoc se preguntó si los sacrificios le habrían pasado inadvertidos, pero luego pensó que probablemente no. Los romanos no alentaban el sacrificio humano, y los ritos de esa tarde ofrecidos a Dagda y a Camulos solo habían incluido la matanza de tres toros blancos. Hacía diez años que no se ofrecía una víctima humana a las flechas sagradas, y a Dagda parecía no molestarle.

La canción concluyó y las jarras de vino pasaron de mano en mano con presteza. «¿Qué más necesita un hombre? —se preguntó Caradoc con satisfacción—. Una canción para oír, una jarra de vino para beber, un enemigo honorable para combatir y, por supuesto, una mujer para amar». Miró a Aricia, pero ella, al igual que los demás, observaba al druida, con la boca entreabierta y los ojos entornados.

Togodumno se puso en pie de un salto y gritó:

—¡Ahora, oigamos cantar nuestra primera incursión! ¡De Caradoc y mía! Veinte reses robamos. ¡Qué día!

Caradoc le tiró del brazo para que volviera a sentarse.

—¡No! —exclamó—. Quiero oír El barco.

—No, no —objetaron varias voces—. ¡Canta una canción alegre!

Pero Cathbad ya había comenzado la melancólica tonada. La cabeza de Aricia se volvió de pronto y Caradoc la miró a los ojos deliberadamente, permitiendo que la canción dulce y quejumbrosa desacelerara su corazón. Durante un momento, ella lo miró, pero, en la penumbra, Caradoc no podía descifrar su expresión, y, cuando apartó la vista, sintió los ojos de Eurgain en él, inquisitivos y desconcertados. Cathbad alcanzó la última nota aguda y la dejó vibrar en la oscuridad del techo abovedado. Caradoc fue el único que aplaudió y Cathbad se inclinó hacia él. Aricia se levantó con brusquedad y se apresuró a dejar el recinto.

—Bien —dijo el bardo mientras sus dedos pulsaban las cuerdas con indolencia—. ¿Canto una canción nueva? ¿Una que acabo de componer? —Cunobelin asintió—. Se llama Canción de Togodumno Dedos Ligeros y las doce reses perdidas.

Togodumno se incorporó con un rugido de furia mientras las risas estallaban a su alrededor.

—¡Cathbad, te prohíbo que cantes esa canción! ¡Has estado hablando con Cinnamo!

Cunobelin le indicó que se sentara y llamó a Cathbad. Intercambiaron susurros y luego el bardo se enderezó.

—No puedo cantar la canción —explicó con pesar—. Mi señor real se llena de aprensión cuando canto alabanzas de Togodumno y del ganado.

Comenzó a cantar una canción festiva y estridente para ahogar las imprecaciones que farfullaba Togodumno y todos se le unieron mientras la lluvia caía con persistencia. Cuando terminó, Cunobelin se puso en pie y Cathbad se retiró...



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