E-Book, Spanisch, 480 Seiten
Gedge El papiro de Saqqara
1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-16970-59-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 480 Seiten
ISBN: 978-84-16970-59-9
Verlag: Ediciones Pàmies
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Pauline Gedge nació en Auckland, Nueva Zelanda, en 1945. Pasó parte de su niñez en Oxfordshire, Inglaterra, hasta que su familia se trasladó a Canadá, donde reside en la actualidad. Su primera novela, La dama del Nilo (Pàmies, 2017), se convirtió en un impresionante éxito de ventas en innumerables países. En Águilas y cuervos (Pàmies, 2015), su segunda obra, explora la fascinante historia de los celtas. Y en El faraón (Pàmies, 2017) nos introduce al reinado de Akhenatón, el faraón monoteísta.
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1
Salve, ¡oh, dioses del Templo del alma!,
que pesan cielo y tierra en las balanzas,
que brindan ofrendas fúnebres.
Khaemuast recibió el aire frío de la tumba con una agradable sensación. Entró tímidamente en el sepulcro, consciente de que su pie era, como siempre, el primero que hollaba la arena gris del suelo desde que los deudos, fallecidos también mucho tiempo atrás, habían retrocedido por los peldaños hacia la salida, seguidos por los barrenderos, para volverse con alivio hacia el sol ardiente y el caliente viento desértico, muchos siglos antes. «En este caso —musitó Khaemuast, mientras andaba con cautela por el estrecho pasillo—, la tumba se selló hace más de quince hentis. Mil años. Soy la primera persona viva que respira este aire en un milenio».
—¡Ib! —llamó con aspereza—. Trae las antorchas. ¿En qué estás soñando ahí arriba?
El mayordomo, con una respetuosa disculpa, se apresuró a acercarse, resbalando y levantando una lluvia de afilados pedruscos que golpeó a Khaemuast en los tobillos, desnudos y polvorientos. Detrás, los esclavos se adelantaron, con obvia renuncia, portando las humeantes antorchas.
—¿Estás bien, padre? —La leve voz de tenor de Hori levantó ecos entre los muros opacos—. ¿Hará falta que apuntalemos algo?
Khaemuast echó un rápido vistazo a su alrededor y gritó que no. Su entusiasmo inicial se estaba convirtiendo rápidamente en un desencanto que le era familiar. Después de todo, sus pies no eran los primeros que hollaban el suelo sagrado del lugar de descanso de aquel antiguo príncipe. Al salir del breve corredor, irguió la espalda y vio, a la vacilante luz de las antorchas, las claras y penosas evidencias del expolio. Las cajas que habían contenido las posesiones terrenas del muerto estaban desparramadas desordenadamente y vacías. Faltaban los frascos llenos de aceites preciosos y vinos de la mejor cosecha de su tiempo; sus únicos vestigios eran algunos trozos de lacre quebradizo y un tapón roto. Los muebles yacían caídos casi a los pies de Khaemuast: un banquillo de diseño simple; una silla de madera tallada cuyas patas representaban unos patos estrangulados, de ojos ciegos y cuellos flácidos, que sostenían un asiento curvado y un respaldo en donde se arrodillaba sonriente Hu, la Lengua de Ptah; dos mesas bajas, a las que se les habían arrancado las delicadas incrustaciones, y una cama cuyas dos mitades melladas habían sido empujadas contra una pared. Solo los seis shawabtis, inmóviles y siniestros, permanecían intactos en sus nichos, en las paredes. Eran tan altos como un hombre, tallados en madera y pintados de negro; aún aguardaban el encantamiento que los devolvería a la vida para servir a sus amos en el mundo siguiente. La obra entera era sencilla, de líneas límpidas y agradables, elegante sin dejar de ser fuerte. Khaemuast pensó en su propia casa, atestada de aquellos ornamentos refulgentes y toscos que él tanto despreciaba, pero que su esposa admiraba por ser la última moda en cuestión de mobiliario; suspiró.
—Penbuy —dijo a su escriba, que ahora se mantenía discretamente a su lado, con la paleta y la caja de plumas en la mano—, puedes comenzar a registrar lo que haya en los muros. Por favor, sé tan exacto como sea posible y cuida de no completar cualquier jeroglífico que falte con lo que tú imaginas. ¿Dónde está el esclavo de los espejos?
«Esto es siempre como arrear un ganado terco —pensó, en tanto se volvía para estudiar el gran sarcófago de granito, con su cubierta torcida—. Los esclavos temen a las tumbas; incluso mis sirvientes, aunque no se atrevan a protestar, se cargan de amuletos y murmuran plegarias desde que se rompen los sellos hasta que dejamos las ofrendas aplacadoras de comida. Bueno, hoy no tienen por qué preocuparse». Sus pensamientos volaban mientras leía inclinado las inscripciones del ataúd, a la luz de una antorcha sostenida por un esclavo. «Cada tercio de este día es favorable, para ellos al menos. Un día favorable para mí sería aquel en que encontrara una tumba intacta y atestada de pergaminos». Sonriendo para sus adentros, se incorporó.
—Ib, trae a los carpinteros y haz que reparen los muebles y los coloquen en el lugar correcto. Haz traer también frascos de aceite fresco y perfume. Aquí no hay nada de interés; deberíamos estar camino de casa hacia el anochecer.
Su mayordomo le hizo una reverencia y esperó a que el príncipe le precediera por el sofocante pasillo y el breve tramo de escaleras. Khaemuast salió, parpadeando, junto al montón de escombros que sus excavadores habían arrojado en sus esfuerzos por descubrir la puerta de la sepultura. Aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la cegadora blancura solar del mediodía. El cielo era de un deslumbrante azul, sobre el amarillo puro de un desierto impertérrito e infinito que se encontraba a su izquierda y reverberaba a sus ojos.
A su derecha, la llanura de Saqqara mostraba las columnas desnudas, los muros derruidos y la mampostería caída de una ciudad de los muertos que había quedado en ruinas mucho antes, en las honduras del tiempo, y ahora poseía una solitaria y solemne belleza; todas las piedras, bien trabajadas, eran de un pálido color amarillento, y sus bordes afilados y sus largas y prolongadas líneas hicieron pensar a Khaemuast en alguna extraña vegetación inorgánica del desierto, tan severa y poco reconfortante como la arena misma. La pirámide roma y escalonada del faraón Unas dominaba la desolación. Khaemuast la había inspeccionado algunos años antes. Le habría gustado restaurarla, alisar sus empinados flancos armónicamente y revestir con blanca piedra caliza la cara simétrica. Pero el proyecto exigía mucho dinero, demasiados esclavos y campesinos reclutados, y mucho oro para proporcionar pan, cerveza y hortalizas a los trabajadores. Mas, aun así, erosionada como estaba, imponía con su presencia. En su minuciosa investigación del monumento al Gran Faraón, Khaemuast no había podido hallar ningún nombre tallado en la superficie; por eso proporcionó a Unas poder y vida renovados gracias a las manos de sus propios maestros artesanos. Naturalmente, había añadido la inscripción: «Su Majestad ha ordenado que se proclame que el jefe de los maestros artistas, el setem-sacerdote Khaemuast, ha inscrito el nombre de Unas, Rey del Egipto Superior e Inferior, pues no se lo halló en la faz de la pirámide, ya que el setem-sacerdote príncipe Khaemuast amaba mucho restaurar los monumentos de los reyes del Alto y Bajo Egipto». Su Majestad, reflexionó Khaemuast mientras empezaba a sudar por el calor y su portador de dosel corría a protegerle, no se había opuesto a la extraña obsesión de su cuarto hijo varón, siempre que se brindara el debido crédito a él, Ramsés II, User-Ma’at-Ré, en cuestiones de autorización y debido reconocimiento a sí mismo, El Que Hizo que Todo Existiera. Khaemuast sintió, agradecido, que la sombra del dosel se extendiera a su alrededor. Se dirigió con su sirviente hacia las carpas rojas y las alfombras, donde sus guardaespaldas se incorporaron para hacerle una reverencia, e instalaron su silla a la sombra. Le esperaba allí cerveza y ensalada fresca. Se dejó caer bajo los aleros de su tienda y bebió un largo sorbo de aquella cerveza oscura y agradable, mientras observaba a su hijo Hori desaparecer en el mismo oscuro agujero del cual él acababa de salir. Por fin Hori reapareció para supervisar a la fila de sirvientes que ya llevaban herramientas en los brazos y jarras de arcilla en los hombros.
Khaemuast sabía, sin necesidad de mirar, que su nutrido cortejo fijaba también los ojos en Hori. Era, sin lugar a dudas, el miembro más hermoso de su familia: alto y muy erguido, tenía un andar desenvuelto y gracioso, y su porte altivo conseguía no caer en lo arrogante ni en lo altanero. Sus ojos grandes, de pestañas negras, reflejaban una cualidad traslúcida, de modo que el entusiasmo, o cualquier otra emoción fuerte, los hacía centellear. Sobre los pómulos altos se tensaba una delicada piel parda, que solía presentar bajo los ojos imponentes unos huecos violáceos de aparente vulnerabilidad. En reposo, el rostro de Hori era juvenil, contemplativo, pero al sonreír se partía en unos profundos surcos de placer intenso que le apartaban de sus diecinueve años y súbitamente tornaban indefinible su edad. Tenía unas manos grandes y hábiles, pero también ingenuamente atractivas. Le agradaba todo lo mecánico. De pequeño, había enloquecido a sus niñeras y preceptores con sus preguntas y su malhadada costumbre de desarmar cuanto aparato tuviera a mano. Khaemuast consideraba una gran suerte que Hori se hubiera aficionado también al estudio de las tumbas y monumentos antiguos, y asimismo, aunque en menor grado, al desciframiento de las inscripciones en piedra o de los preciosos pergaminos que su padre coleccionaba. Era el asistente perfecto: ansioso de aprender, capaz de organizar y siempre dispuesto a asumir muchas de las tareas pesadas que hubieran correspondido a su padre en sus exploraciones.
Pero no era por eso que el joven atraía los ojos de todos los presentes. Hori permanecía felizmente ignorante del fuerte magnetismo sexual que desprendía, al que nadie era inmune. Khaemuast había observado sus efectos una y otra vez, con silenciosa e irónica apreciación teñida de pena. «Pobre Sheritra —pensó por milésima vez, apurando la cerveza y aspirando el embriagador y húmedo frescor de la ensalada—. Oh, mi pobre y poco agraciada hijita, siempre tras la sombra de tu hermano, siempre pasada por alto. ¿Cómo puedes amarle tanto, tan sin reservas, sin celos ni dolor?». La respuesta, también...