E-Book, Spanisch, 210 Seiten
ISBN: 978-84-17709-14-3
Verlag: Ediciones Oblicuas
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
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1. El encuentro de los azares (cobs. afins. iligs)
Es de lejos sabido que en sus crónicas, y por su propia suerte instituida, algunos anales de la historia universal solo acopian una gama de personajes y hechos tácitamente reveladores escogidos con absoluto conocimiento de palabra, causa y, sobremanera, omisión. En cambio, y no menos reveladores, otros muchos acontecimientos y personajes subsisten al margen de la misma mientras engrosan esa densa neblina que los envuelve en el anonimato y sazonan a la imaginación. Es por ello que ateniéndonos a que la literatura se relaciona con todo y su sentido lato, su respiración, supone verosímil alegoría de la vida, no parvo calco de lo escrito sobre la misma; y de igual modo, ateniéndonos a que la verdad de los hechos no deviene solo por el orden de lo visible, en gran medida heredado, anticipo que bien pudieron suceder a partir de la calurosa sobremesa del 28 de mayo de 1797 los misterios y la gracia del relato que a continuación de este pasaje se leen. Y es también por ello que a quienes gustan saciar la sed de sus respetables curiosidades en historiadas peroratas de corte llámese naturalista, realista o positivo, sugiero que en su provecho opten por beber lo destilado por otras fuentes, pues, aislados de clichés, los personajes que animan esta crónica se dotan de singularidades que trascienden lo anecdótico para hacerse dignas del carácter literario. Y entonces, sentado esto, la cosa es como sigue. En la Alameda del Marqués de Branciforte, próxima al puerto de la plaza fuerte de Santa Cruz de Tenerife, por la mentada fecha el artillero Ymovard lustraba con un trapo hecho jirones el cañón El Tigre cuando lo previno un ruido a su espalda. Sin tenerlas todas consigo se giró, y lo único reseñable que vio fue a un hombre alejarse con un burro cogido del cabestro. Falsa alarma. El dorso de una mano enjugó el sudor que perlaba su testa y enseguida, síntoma de solitario empedernido con vocación al soliloquio, hizo gala de sus vastos recursos. ¿Por qué diantres estoy tan intranquilo? ¿Pasó ayer algo fuera de lo común? ¿Por qué costará menos la formulación de cuestiones que el aporte de respuestas determinantes si las hubiese? A veces, estos monólogos se producían en silencio o eran imperceptibles. En otras, especialmente si su proverbial ira empezaba a municionarlo, se circunscribían a susurros, bisbiseos, musites o indiscretos manifiestos a viva voz. Aun con todo, coincidían en la cualidad de expandirse y aburrirlo de tener siempre la razón sin siquiera atisbar cuál fue el proceso seguido en la conjetura. ¿Tenía argumentos para sentirse así? ¿Recuerda hoy, sobremodo, a su padre? —¡Alto ahí! Alto ahí, Ymovard, que te conozco. Excepto infundios, no poseo móvil, ponderó al restallar los dedos para reprobarse la versatilidad con que podía dar rienda suelta a esa ira que con seguridad lo engulliría hasta la corrosión. ¿Llegará el bendito día en que aprenda a cohabitar con ella? En cuclillas, cogido el trapo retomó su labor en la boca de fuego y lustró unas letras impresas en filacteria: COBS. AFINS. ILIGS. ¿Cuál será su significado? La curiosidad picaba y palpó el contorno de aquellas palabras. Recurrente a todas horas, la figura de Fausta supuso un contrapeso a aquel incipiente enigma, y se dijo que con lo leída que era lo sacaría de dudas sin necesidad de pararse a pensarlo. Pero dejémoslo ahora centrado en su amada mientras prosigue con su trabajo en el cañón, pues, además de curiosidad indiscriminada, destacamos que, al no ser huérfano de causa dicho proceder, lo picaban unas particularidades acordes a que meses atrás ni por asomo sus días se parecieran a los actuales. Causa condicionada desde que a Rumén, su padre, con mucha antelación a los sucesos que nos ocupan, lo imputaron injustamente de un asesinato perpetrado en el Barranco de Herques que lo apremió a huir con lo puesto a América y desencadenó que con apenas diez años su hijo quedara solo a cargo de un deber que, ahora, una docena de años después, aún lo sobrepasa. Un deber que, en su caso, descendiente directo de guanches, resulta acreedor de mención. Aborígenes de Tenerife, durante siglos los guanches dieron tratamiento diferencial a los cadáveres de los miembros encumbrados de la sociedad, y después de lavarlos y momificarlos los ocultaban en cuevas cuyo tamaño variaba según consagrasen la ceremonia a una persona o a un colectivo. Así acontecía cuando un escogido grupo previó que la Corona de Castilla completase la conquista del Archipiélago canario en septiembre de 1496, y reunido en Tagoror tomó la iniciativa de sepultar en una inmensa cueva del Barranco de Herques, en el sur de la isla, un ingente número de momias diseminadas por espacios sacros. Atinente al paradero del cubil, se preservó hermetismo de tinte tan admonitorio que, si el secreto se propalaba, acarrearía una severa pena envuelta en misterio no menor, pero, de veras, terrible. Para llevar esto a cabo, los guanches crearon dos sacras tradiciones que competen a este muchacho de pelo y tez morenas, facciones tersas, imberbe, mediana estatura, complexión rayana en lo enclenque, y unos ojos marrones que ahora, al sonreír recordando que su amada le dijo que su nombre, Ymovard, significa Tierra Sagrada, se cerraron y abrieron en parpadeos hasta que los labios volvieron a plegarse. La primera de estas tradiciones hace mención a que se asignó a uno de los miembros de aquel selecto grupo la custodia de la cueva, no así, por cautela, pisarla, no fuese a ser que acechasen y el esfuerzo diera al traste. Ese vigilante debía unirse a otra descendiente para residir en covacha confinante a la del culto, y a su vez adquiría el imperativo de engendrar varón. Al frente de un rebaño de cabras, que sirviera de sustento y tapadera, debían llevar existencia ermitaña hasta que las fatigas de la vejez impidiesen el desempeño del cometido. Entonces, y solo entonces, transferían el secreto, sacro legado a su primogénito, quien seguiría los pasos en la esperanza que la estirpe recuperase el control del territorio y de su antigua forma de vida. La segunda de estas tradiciones refiere que de ese mismo grupo salió elegido otro miembro cuya identidad fue desconocida por el primer vigilante. La misión de este segundo guardián consistía tanto en observar, con su correspondiente distancia y anonimato, si aquél era fiel cumplidor de las reglas establecidas, como, una vez unido a otra descendiente y engendrado varón, asimilarse a los ciudadanos de pleno derecho en la nueva sociedad nacida tras la Conquista, donde rondaría los centros de poder para hacer averiguaciones de cuanto advenía en torno al culto descrito. Y si por negligencia del custodio de la primera tradición el secreto corriera peligro de salir a la luz, antes de convertirse en vicario del traidor se erigiría en responsable de llevar a cabo el severo correctivo. Y cuando las fatigas de la vejez impidiesen el desempeño de su cometido, entonces, y solo entonces, transferían el secreto, sacro legado a su primogénito, quien seguiría los pasos en la espera de que la estirpe recuperase el control del territorio y de su antigua forma de vida. Sentado esto, Ymovard no tenía más noción de lo acaecido, y aún restaban dilemas vitales por despejar. Sin embargo, toda vez que tales remembranzas traían aparejada la cardinal figura de su padre y lo que ello implica, prefirió no dejarle espacio a la porfía y hambriento puso el trapo en el suelo y se tomó una reconfortante pausa. Suspendido del cascabel del cañón cogió su viejo morral de cuero curtido y sacó dos tomates, un cacho de pan, un puñado de almendras majadas, y, con un brinco, se sentó sobre la caña de El Tigre, donde siseó aquellos vocablos: Cobs. Afins. Iligs. De voluntad indagadora asida a la lógica de cuanto analizase, todo lo pasaba por el tamiz de una memoria prodigiosa y una imaginación fértil, pero tan deslavazada que a menudo repercutía a la contra. Aun sabiendo que quien en exceso juega con la introspección termina por hacerlo con fuego, masticando un par de almendras retomó su discurrir acerca del latinajo y concluyó que una gran mayoría de personas considera que la esfera más significativa de su ser se integra en los utensilios diarios. ¿Tan grande es su poder de evocación? ¿A qué obedecerá tal costumbre? Avenidos a que el aliciente de toda arte tormentaria estriba en originar un superior daño, ¿creerán que ante ese aguijón decorativo de labrar el cobre con nombres, diagramas y escudos en armas destinadas al destrozo, el enemigo aceptará la supremacía del oponente y rinde armas? ¿Qué pasa entonces si la otra parte cree lo mismo? Limpio de polvo, paja y demás bendiciones al uso, ¿acaso aciertan a concebir razón diferente a la venganza para justificar sus ataques? A raíz de lo leído, y por mucho que arribara el asunto, toda esa parafernalia esteticista le resultaba absurda, y leal a su hábito de homenajearse los espectáculos deparados por el mar arrinconó conjeturas y focalizó el interés en un panorama donde destacaba la isla vecina de Canaria. Cielo y océano armonizaban en un solo cuerpo sobre la línea del horizonte y, salvo donde el sol incidía centelleante en diversos derroteros, observó que el color del mar y el celeste eran idénticos. ¿Qué aspecto tendrá Las Palmas, capital de Canaria? ¿Se asemejará su litoral al de Santa Cruz, esa lengua arenosa a pie de la cadena de montañas extendida de Norte-Nordeste a Oeste-Sudoeste? Saboreando el amargor de una almendra recordó lo privativo de la remembranza de aquel apacible domingo junto a su amada, imprevisible Fausta, cuando...