E-Book, Spanisch, 502 Seiten
Farmer El laberinto mágico
1. Auflage 2025
ISBN: 978-607-16-8596-4
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 502 Seiten
ISBN: 978-607-16-8596-4
Verlag: Fondo de Cultura Económica
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En esta cuarta entrega de la saga de Mundo Río se desarrolla la batalla decisiva entre Sam Clemens y Juan sin Tierra en el tramo final de la carrera hacia la Torre Oscura, donde se oculta el motivo de las intempestivas resurrecciones y el misterioso origen del mundo en el que habitan. El confrontamiento con la verdad llevará a los protagonistas a cuestionarse el significado de la vida y el verdadero sentido de la muerte.
Philip José Farmer (1918-2009) fue un autor de ciencia ficción y fantasía estadunidense. Conocido por introducir temas prohibidos dentro de su género literario: religiosos, sexuales, morales y políticos, además de utilizar famosos personajes históricos y literarios como protagonistas de sus cuentos y novelas. Entre sus obras más destacadas se encuentran Carne y Noche de luz.
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III
NI ÁNGELES ni demonios habían viajado en aquel vehículo del cielo. El hombre que Malory y su esposa sacaron del agua y llevaron a la orilla en su bote de remos no era más ni menos humano que ellos. Era un hombre alto y moreno, delgado como una espada, de nariz enorme y barbilla pequeña. Sus grandes ojos negros los contemplaban a la luz de las antorchas; durante largo rato no dijo nada. Una vez que lo llevaron a la sala comunal y estuvo seco y cubierto con gruesas telas y hubo bebido café caliente, dijo algo en francés y luego habló en esperanto. —¿Cuántos sobrevivieron? —Aún no lo sabemos —dijo Malory. Unos minutos después los primeros de veintidós cadáveres, algunos muy carbonizados, llegaron a la orilla. Uno era una mujer. Aunque la búsqueda continuó toda la noche y parte de la mañana, no encontraron más. El francés era el único sobreviviente. Aunque estaba débil y conmocionado, insistió en levantarse y participar en la búsqueda. Cuando vio los cuerpos cerca de una piedra grial rompió en llanto por un largo rato. Malory tomó esto como un buen indicador de la salud del hombre: al menos no había sufrido un trauma tan profundo como para ser incapaz de expresar su dolor. —¿Adónde fueron los demás? —preguntó el extraño. Entonces su pesar se convirtió en furia. Agitó el puño hacia el cielo y aulló maldiciendo a alguien llamado Thorn. Luego preguntó si alguien había visto otra aeronave, un helicóptero. Muchos lo habían visto. —¿Hacia dónde fue? —preguntó. Algunos dijeron que la máquina que emitía aquel ruido extraño había ido río abajo. Otros dijeron que había ido río arriba. Varios días después llegó un reporte de que habían visto la máquina hundirse en el río trescientos veintiún kilómetros corriente arriba, durante una tormenta. Sólo había un testigo, que afirmaba que un hombre había salido nadando del vehículo que se hundía. Se difundió un mensaje por tambores para averiguar si algún extraño había aparecido repentinamente en la zona. La respuesta fue que no habían localizado a nadie. Encontraron algunos griales flotando en el río y se los llevaron al sobreviviente. Identificó el suyo y esa tarde comió de él. Varios de los otros griales eran contenedores “libres”, es decir, que cualquiera podía abrirlos, y el estado de Nueva Esperanza los confiscó. Entonces el francés preguntó si algún barco gigante impulsado por paletas había pasado por la zona. Le respondieron que había pasado el Rex Grandissimus, capitaneado por el tristemente célebre rey Juan de Inglaterra. —Bien —dijo el hombre. Se quedó pensando un rato y luego dijo—: Podría quedarme aquí y esperar a que pase el Mark Twain. Pero creo que no haré eso. Iré en pos de Thorn. Para entonces ya estaba lo bastante repuesto como para hablar de sí mismo. ¡Y cómo habló de sí mismo! —Soy Savinien de Cyrano II de Bergerac —dijo—. Prefiero que me llamen Savinien, pero por algún motivo la mayoría de las personas me llama Cyrano. Así pues, permito esa pequeña libertad. Después de todo, épocas posteriores me llamaron Cyrano y, aunque eso es un error, soy tan famoso que la gente no se acostumbra a mi preferencia. Creen que saben más que yo. Sin duda ustedes habrán oído hablar de mí. Miró a sus anfitriones como si debieran sentirse honrados de albergar a tan ilustre hombre. —Lamento admitir que no —dijo Malory. —¿Qué? Fui el mejor espadachín de mi tiempo; tal vez no, sin duda, de todos los tiempos. No tengo razón para ser modesto. No disimulo mi luz. Además fui autor de algunas obras literarias notables. Escribí libros sobre viajes al sol y a la luna, sátiras muy agudas e ingeniosas. Tengo entendido que un tal monsieur Molière usó mi obra El pedante burlado, con algunas modificaciones, y la presentó como propia. Bueno, tal vez exagero. Ciertamente utilizó gran parte de la comedia. También tengo entendido que un inglés de nombre Jonathan Swift utilizó algunas de mis ideas en sus Viajes de Gulliver. No los culpo, pues yo mismo llegué a usar ideas de otros, aunque las mejoré. —Todo eso está muy bien, señor —dijo Malory, absteniéndose de mencionar sus propias obras—. Pero, si no resulta demasiado oneroso, podría contarnos cómo llegó aquí en esa nave aérea y cuál fue la causa de que estallara en llamas. De Bergerac estaba hospedándose con los Malory hasta que pudiera conseguir una choza desocupada o le prestaran las herramientas para construir una. Sin embargo, en ese momento él, sus anfitriones y unas cien personas más estaban sentadas o de pie junto a una gran fogata afuera de la choza. Fue una larga historia, aún más fabulosa que las ficciones del propio Cyrano o las de Malory. No obstante, sir Thomas presentía que el francés no estaba contando todo lo ocurrido. Una vez terminada la narración, Malory caviló en voz alta: —Entonces ¿es verdad que hay una torre en el centro del mar polar, el mar desde donde fluye y a donde retorna el río? ¿Y es verdad que quien sea que es responsable de este mundo vive en esa torre? Me pregunto qué le habrá ocurrido a ese japonés, ese Piscator. ¿Acaso los habitantes de la torre, que sin duda deben ser ángeles, lo invitaron a quedarse con ellos porque, en cierto sentido, entró por las puertas del paraíso? ¿O lo habrán enviado a otro lugar, quizá a una parte remota del río? Y ese Thorn, ¿cuál podría ser la explicación de su comportamiento criminal? Acaso era un demonio disfrazado. De Bergerac rio estruendosamente, con sorna. Cuando terminó de reír, dijo: —No hay ángeles ni demonios, amigo mío. Ya no sostengo, como sostuve en la Tierra, que no existe Dios. Pero admitir la existencia de un creador no obliga a creer en mitos tales como los ángeles y los demonios. Malory insistió acaloradamente en que sí existían. Esto condujo a una discusión durante la cual el francés se alejó de su interlocutor. Por lo que Malory supo, pasó la noche en la choza de una mujer que pensó que, si era un gran espadachín, también debía ser un gran amante. A juzgar por el relato de la mujer, lo era, aunque quizá demasiado afecto a esa manera de hacer el amor que, a juicio de muchos, alcanzó su perfección, o el nadir de su degeneración, en Francia. Malory estaba indignado. Sin embargo, más tarde De Bergerac apareció para disculparse por su ingratitud hacia el hombre que le había salvado la vida. —No debí haberme mofado de ti, mi anfitrión, mi salvador. Te extiendo mil disculpas, por las que espero recibir un perdón. —Perdonado estás —dijo Malory con sinceridad—. Tal vez, a pesar de que en la Tierra abandonaste nuestra Iglesia y has blasfemado contra Dios, querrías asistir a la misa que se oficiará esta noche por las almas de tus camaradas fallecidos. —Es lo menos que puedo hacer —dijo De Bergerac. Durante la misa lloró copiosamente, tanto que, después, Malory quiso aprovechar sus emociones y le preguntó si estaba listo para volver a Dios. —No tengo conciencia de haberlo abandonado, si es que existe —dijo el francés—. Estaba llorando de dolor por quienes amé a bordo del Parseval y por aquellos a quienes no amé, pero respeté. Lloraba de rabia contra Thorn, o como sea que se llame en realidad. Y lloraba también porque hombres y mujeres siguen siendo tan ignorantes y supersticiosos como para creer en este embuste. —¿Te refieres a la misa? —dijo Malory con frialdad. —¡Sí, perdóname de nuevo! —exclamó De Bergerac. —No hasta que te arrepientas de verdad —dijo Malory—, y sólo si diriges tu arrepentimiento a ese Dios a quien has ofendido tan profundamente. —Quelle merde! —dijo De Bergerac, pero un momento después abrazó a Malory y lo besó en ambas mejillas—. ¡Cómo quisiera que lo que crees fuera verdad! Pero si lo fuera ¿cómo podría perdonar a Dios? Se despidió de Malory diciendo que probablemente nunca volvería a verlo. A la mañana siguiente partiría río arriba. Malory sospechaba que De Bergerac tendría que robar un bote para lograrlo, y así fue. Malory pensaba a menudo en el hombre que había saltado del dirigible en llamas, el hombre que había estado en la torre de la que muchos hablaban, pero a la cual nadie había visto excepto aquel francés y sus compañeros. O, si se podía dar crédito a la historia, un grupo de antiguos egipcios y un enorme subhumano peludo. Menos de tres años después el segundo enorme barco de paletas pasó por ahí. Era aun mayor que el Rex, y más lujoso y veloz, y mejor acorazado y armado. Pero no se llamaba Mark Twain. Su capitán, Sam Clemens, un estadunidense, lo había rebautizado como No Se Alquila. Al parecer, se había enterado de que el rey Juan llamaba Rex Grandissimus a su barco, el No Se Alquila original. Así pues, Clemens retomó el nombre y lo pintó ceremoniosamente en el casco. El barco hizo una parada para recargar su batacitor y cargar sus griales. Malory no pudo hablar con el capitán, pero sí lo vio y a su sorprendente guardaespaldas. Joe Miller era, en efecto, un ogro, de tres metros de estatura y trescientos sesenta kilos de peso. Su cuerpo no era tan peludo como Malory esperaba por las historias. No era más hirsuto que muchos hombres que Malory había visto, aunque los pelos eran más largos. Su rostro ostentaba enormes mandíbulas prominentes y una nariz semejante a un pepino...