Esteban Bara | Ética del profesorado | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 150 Seiten

Reihe: Éticas Aplicadas

Esteban Bara Ética del profesorado


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-254-4167-7
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection

E-Book, Spanisch, 150 Seiten

Reihe: Éticas Aplicadas

ISBN: 978-84-254-4167-7
Verlag: Herder Editorial
Format: EPUB
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Necesitamos profesores que sepan explicar las cosas que conocen, que estén a la última en nuevas tecnologías y en novedosas estrategias didácticas y que, además, motiven a los alumnos y que se comporten de manera responsable, justa, respetuosa y empática. En definitiva, necesitamos expertos profesionales que cumplan con la deontología de la profesión docente. Y, sin embargo, ¿son solo así los profesores que necesitamos?, ¿es suficiente con disponer de conocimientos y técnica y con respetar ciertos principios éticos? Algo nos dice que no: también necesitamos que los profesores sepan enseñar más allá del plano académico, que hagan de la educación una maravillosa aventura humanizadora; un auténtico acontecimiento de transformación personal. La ética del profesorado que aquí se presenta se centra en esta buena influencia educativa y personal que un profesor puede ejercer en los alumnos y que produce dignos y admirables resultados. Este libro no es un recetario: la ética no pretende dar soluciones sino promover una madurez argumentativa. Precisamente, eso es algo en lo que destacan los profesores que consideramos insustituibles, los que convierten la educación en una espectacular obra de arte.

Francisco Esteban es doctor en Pedagogía y Filosofía. Es profesor del Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Universitat de Barcelona (UB) y miembro del grupo consolidado de Investigación en Educación Moral (GREM) de dicho departamento. Sus investigaciones se centran en la formación ética de los profesionales de la enseñanza y la filosofía de la formación universitaria, ámbitos en los que tiene diversas publicaciones internacionales. Es delegado del Rector de la UB para el Observatorio de Estudiantes.
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A MODO DE INTRODUCCIÓN

Imaginemos que alguien se sitúa en una concurrida calle de alguna de nuestras ciudades y plantea a los viandantes la siguiente pregunta: ¿qué profesores quiere usted para sus hijos, nuestras escuelas, nuestra comunidad, para este mundo en el que vivimos? Podemos afirmar, y desearíamos no equivocarnos, que el cándido personaje recibiría una respuesta mayoritaria que se podría resumir en algo así como: «¡Qué quiere que le diga, quiero buenos profesores, los mejores posibles!». Y también podemos vaticinar con cierta seguridad que tras esa escueta y contundente contestación encontraríamos diversas interpretaciones. Una de ellas: habrá gente para la que los buenos profesores son aquellos que tienen muchos conocimientos, que saben explicar todo lo que saben, que están a la última en nuevas tecnologías y en novedosas corrientes pedagógicas, que motivan a su alumnado, que se entienden con las familias, que detectan y solucionan dificultades de aprendizaje, problemas de actitud y comportamiento, etc. En definitiva, auténticos profesionales, individuos cualificados y preparados para lidiar con cualquier circunstancia educativa que se les ponga por delante.

Otra interpretación posible y no menos importante que la anterior sería la que sigue: habrá gente que con eso de «excelentes profesores», los más sobresalientes que se puedan imaginar, se esté refiriendo a personas que encaran la tarea educativa con una mínima y consistente ética profesional. Cada vez más, y sin duda es bueno que así sea; se piensa que los buenos profesores son aquellos que cumplen con la deontología de la profesión docente, con el conjunto de compromisos y deberes que un profesor debe asumir, por ejemplo, en relación con sus alumnos, las familias de estos, los compañeros de trabajo, la propia profesión o la sociedad en su conjunto. En ese marco ético se reúnen cuestiones tan importantes y necesarias como son el ejercicio de la responsabilidad en todas las actuaciones que un profesor realiza día tras día, la defensa de la veracidad y la objetividad a la hora de explicar las cosas, mostrar respeto ante la diversidad cultural y social, el compromiso con su formación permanente, etc. La lista de compromisos y deberes éticos del profesor de hoy en día puede llega a ser, como es lógico pensar, considerable.

Las dos apreciaciones anteriores son claras y manifiestas. A nadie con un mínimo de sentido común se le ocurriría defender lo contrario. Además, parecen ser las dos caras de una misma moneda, pues se necesitan la una a la otra para poder hablar de esos buenos docentes que queremos y necesitamos. Un profesor entendido en sus tareas como el que más, pero sin ética profesional, es un peligro andante; y un profesor que cumple con la deontología profesional a rajatabla, pero que adolece de las competencias que se le presuponen a un experto en educación, suele caer en la imprudencia y la temeridad. Es más, deberíamos preguntarnos si tanto el uno como el otro, que cojean de alguno de los aspectos esenciales señalados, son realmente profesores por mucho que se los denomine así.

Ahora bien, ser competente en una determinada profesión y comportarse según marcan sus particulares compromisos y deberes éticos constituyen las características necesarias de cualquier buen profesional en el que podamos pensar. Eso incumbe al buen médico, arquitecto, abogado, lampista o comerciante. Pero aquí no estamos hablando de otros profesionales, sino de profesores, y cabe preguntarse: ¿eso es todo y paramos de contar?, ¿son solo así los buenos docentes que queremos?, ¿es suficiente con que dispongan de conocimientos, habilidad y técnica, con demostrar competencia para despejar la incógnita de cualquier problema educativo que se les plantee y respetar las reglas éticas de la profesión?

Algo nos dice que no, siendo ese algo la propia experiencia. Por nuestras vidas han pasado profesores que cumplían con lo que se viene comentando, personas altamente cualificadas y que seguían al pie de la letra la ética profesional. En algunos casos, quizá nos habría gustado, por ejemplo, que hubieran explicado mejor las lecciones; en otros, acaso hubiéramos preferido ver mayor determinación en el cumplimiento de algunos compromisos éticos. Todo es mejorable en esta vida, sí, pero a fin de cuentas cumplieron con su papel, hicieron de profesores. Y sin embargo, hemos tenido otros que no han pasado por nuestras vidas, sino que se han quedado en ellas, que habitan en ese lugar íntimo y personal en el que guardamos a nuestros buenos profesores. Allí están don Isidro, don Esteban, el profesor Tirso o la profesora Isabel; cada uno de nosotros tendrá su propia lista de nombres y apellidos, incluso de cariñosos motes y sobrenombres.

Ellos hicieron cosas imposibles de borrar de nuestras mentes o de suprimir de nuestras almas. Y bien sabemos que no estamos hablando de hechos mágicos o espectáculos sofisticados, sino de gestos típicamente humanos, sencillos y hermosos, tremendamente fructíferos e imposibles de olvidar. Los alumnos de Sócrates, por ejemplo, se sentirían conquistados por algo tan humano, espontáneo y fecundo como puede ser la pasión que un maestro pone en aprender sin buscar nada a cambio, sin esperar nada más que profundizar en el conocimiento de las cosas y disfrutar con ello. Se cuenta que mientras le preparaban el mejunje venenoso con el que habría de morir, estaba el filósofo griego ensayando con una flauta y cuando le preguntaron el porqué de tan extraño comportamiento, respondió que quería saber tocar esa melodía antes de morir.1 Hechos similares podrían encontrarse en las vidas y obras de otros grandes maestros de la humanidad, pero no hace falta fijarse solo en los miembros de ese selecto club, también podemos mirar dentro de nuestros centros educativos. Fulano recordará las conversaciones personales que mantuvo con don Isidro, y que tanto lo ayudaron a tomar sabias decisiones; mengano evocará la paciencia con la que don Esteban acogía sus travesuras y chiquilladas, y la finura con la que consiguió enderezar un comportamiento que no era nada saludable; zutano rememorará el sentido del humor con el que el profesor Tirso relativizaba problemas que a simple vista parecían infranqueables, y con el que aprendió que otro mundo era posible; perengano cree, gracias a la profesora Isabel, que opinar sin conocer es un deporte de riesgo, que hablar sin saber es ponerse en evidencia.

Estos profesores, que tanto recordamos y tanto bien nos hicieron, nos ayudan a vislumbrar la envergadura y trascendencia del quehacer educativo. Ellos nos señalan que un docente puede ser algo más que un profesional competente y un férreo defensor de la deontología, y que puede conseguir resultados que van más allá del aprendizaje del temario de turno y del establecimiento de un clima escolar mínimamente respetuoso y simpático. Estos profesores nos incitan a pensar que la educación, siguiendo al eminente filósofo alemán Max Scheler, es sinónimo de humanización.2 Nos sugieren que educar tiene que ver con mostrar un especial interés por el alumno, esto es, ayudarlo, guiarlo, acompañarlo o como se lo quiera llamar; nos señalan que estamos ante una maravillosa aventura humanizadora, un extraordinario proceso que nos hace hombres y mujeres, un auténtico acontecimiento ético plagado de gestos y palabras que facilitan la transformación de todos los que allí se reúnen y, por supuesto, también del profesor.

La ética del profesorado que aquí se presenta se centra en este asunto ahora señalado. El principal objetivo es hincarle el diente a esa influencia educativa y personal que un profesor puede causar en sus alumnos y que produce maravillosos y admirables resultados. Bien mirado, con algo así es con lo que sueñan la gran mayoría de estudiantes de nuestras Facultades de Educación y equivalentes cuando manifiestan que quieren cambiar vidas, ser alguien especial para sus futuros alumnos, mejorar el mundo o aspiraciones similares. También es algo parecido lo que tratan de conseguir a diario, con mucho esfuerzo y ante un buen número de obstáculos, no pocos de los profesores que ya ejercen como tales.

Vamos a detenernos en varios capítulos que nos pueden ayudar a reflexionar sobre el tema que tenemos entre manos. El primero de ellos muestra a ese profesor que está en disposición de convertir la educación en una experiencia vital, en un acto humanizador. No se trata de presentar su anatomía, su estructura y las relaciones que se dan entre las partes que lo conforman, ni tampoco su fisiología, las tareas y funciones que realiza. Esas aproximaciones, o similares, son intentonas que nos conducen a cometer errores de bulto, principalmente concluir de manera ingenua que el buen profesor es así o asá, que funciona de esta manera y no de aquella otra. Don Isidro, don Esteban, el profesor Tirso, la profesora Isabel y tantos otros que nos marcaron son, si se puede decir así, profesionales misteriosos, un enigma y hasta una incoherencia para el tiempo en el que vivimos, que quiere etiquetar, clasificar y comparar todo lo que se le pone por delante. Parece más provechoso indagar en qué mueve a esos profesores a querer incidir en las vidas de sus alumnos; en qué anida en ellos para querer elevar el acto educativo hasta su máxima expresión. Desde aquí quizá veamos que todos esos buenos profesores no son tan dispares como pensamos, que hay algo que los une.

En el segundo capítulo, y una vez hayamos identificado qué es lo que motiva a esos profesores que logran incidir en su alumnado, veremos las posibles...



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