E-Book, Spanisch, 560 Seiten
Reihe: Ensayo
E-Book, Spanisch, 560 Seiten
Reihe: Ensayo
ISBN: 978-84-126200-3-0
Verlag: Capitán Swing Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Novelista canadiense de ciencia ficción, periodista y activista tecnológico. Colabora con numerosas revistas, sitios web y periódicos. Es asesor especial de la Electronic Frontier Foundation (eff.org), un grupo de libertades civiles sin ánimo de lucro que defiende la libertad en la legislación, la política, las normas y los tratados sobre tecnología. Sus novelas han sido traducidas a decenas de idiomas. Es doctor honoris causa en informática por la Open University (Reino Unido). En 2020 ingresó en el Salón de la Fama de la Ciencia Ficción y la Fantasía de Canadá. Ha ganado los premios Locus, Prometheus, Copper Cylinder, White Pine y Sunburst, y ha sido nominado a los premios Hugo, Nebula y British Science Fiction.
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01 Fiesta comunista [i] Hubert Vernon Rudolph Clayton Irving Wilson Alva Anton Jeff Harley Timothy Curtis Cleveland Cecil Ollie Edmund Eli Wiley Marvin Ellis Espinoza era demasiado mayor para estar en una fiesta comunista. A sus veintisiete años, superaba en siete al siguiente parrandero de más edad. Notaba la brecha generacional. Quería esconderse detrás de una de las enormes y mugrientas máquinas repartidas por la fábrica en ruinas. Cualquier cosa con tal de escapar de las miradas directas y rotundas de aquellos hermosos críos de todos los tamaños y tonalidades incapaces de entender qué hacía un hombre mayor curioseando por allí. —Vámonos —le dijo a Seth, que era el que lo había arrastrado a la fiesta. A Seth le aterrorizaba dejar atrás el grupo de edad de los hermosos críos y entrar en el mundo de la falta de trabajo. Tenía instinto para encontrar lo más estrafalario, vanguardista y transgresor que sucediera entre aquellos niños que cada vez se veían más pequeños en el espejo retrovisor. Hubert, etc., Espinoza seguía pasando tiempo con Seth porque parte del empeño de este en no dejar escapar la infancia consistía en no dejar atrás a los amigos de la infancia. Seth insistía mucho en esto. Y Hubert, etc., era fácil de convencer. —La cosa está a punto de ponerse seria —dijo Seth—. ¿Por qué no vas a por unas cervezas? Eso era precisamente lo que Hubert, etc., no quería hacer. La cerveza estaba donde se congregaban los adolescentes más desenfadados, alegres y peculiares como peces tropicales. Cada cual más élfico y dramático. Hubert, etc., recordaba aquella edad, la certeza de que el mundo estaba tan hecho polvo que solo un idiota se dignaría a reconocer el desastre o su inevitabilidad. Hubert, etc., a menudo se enfrentaba a su reflejo en la pantalla del baño: miraba fijamente sus ojos anidados entre bolsas amoratadas y recordaba haber sido alguien que se pasaba hasta el último minuto negando la legitimidad de un mundo en el que ahora estaba enredado. Hubert, etc., no podía engañarse ignorando lo que ya sabía. Cualquiera por debajo de la veintena lo detectaría de inmediato. —¡Venga, tío, vamos! —insistió Seth—. He sido yo el que te ha colado en la fiesta. Es lo menos que puedes hacer. Hubert, etc., no dijo lo que resultaba obvio: que, para empezar, él no había querido ir a la fiesta, y, para continuar, no quería cerveza. Había montones de sitios sin sentido a los que podía conducir una discusión con Seth. Llevaba la careta de Peter Pan, listo para el jijijí pero en serio hasta agotarte, y Hubert, etc., ya había empezado la noche agotado. —No llevo dinero —se defendió Hubert, etc. Seth lo miró de arriba abajo. —Ah, claro —se corrigió Hubert, etc.—. Fiesta comunista. Seth le pasó dos vasos rojos desechables. El color, sin duda, no era casual. Hubert, etc., puso rumbo a los grifos —pegados a una pieza vertical de acero laminado (que salía del suelo y trepaba hasta las vigas) tatuada de códigos de barras a cuadros (nivel de seguridad amarillo), manchas termodinámicas y las luces en danza del DJ— y trató de adivinar cuál de los hermosos críos era camarero, jefazo o comisario político. Nadie se movió para ayudarlo ni para cerrarle el paso, si bien tres de los críos lo miraban con expresiones vehementes. Los tres iban disfrazados con unas gafas de las que colgaban enormes barbas pobladas que transmitían una amenaza surrealista, como los vídeos con sintetizador de voz. Las barbas estaban teñidas con colores brillantes, y una de ellas llevaba algo (¿alambre?) que hacía que se retorciera como si tuviera tentáculos. Hubert, etc., llenó con torpeza un vaso. Una chica, que formaba parte del grupo barbado, se lo sostuvo mientras llenaba el otro. La cerveza estaba incandescente, o tal vez fuera bioluminiscente, y Hubert, etc., se preguntó con preocupación qué tendrían aquellos microbios transgénicos milagrosos que les permitía convertir el agua en cerveza, pero la chica lo miraba desde el otro lado de aquellas gafas de broma con una expresión impenetrable entre las parpadeantes luces de baile. Hubert, etc., bebió. —No está mal. —Hubert, etc., eructó. Y volvió a eructar—. Demasiado gas, ¿no? —Porque es de acción rápida. Era agua estancada hace una hora. La filtramos, la dejamos a temperatura ambiente y le ponemos los fermentos. Además, está viva: si le añades algún precursor, la tienes de vuelta. Sobrevive en la orina. Guarda un poco, vas a querer preparar más. —¿Cerveza comunista? Aquel fue el comentario más ingenioso que se le ocurrió a Hubert, etc. Se le daba mejor cuando tenía tiempo para pensar. —Nasdrovia. La chica brindó y vació el vaso. Cuando terminó, dejó escapar un eructo que le sacudió la caja torácica. Se dio un golpe en el pecho, que hizo brotar otros eructos pequeños, y rellenó el vaso. —Si sale con la orina —dijo Hubert, etc.—, ¿qué pasa si alguien vierte el precursor a las alcantarillas? ¿Corren ríos de cerveza? La respuesta fue una mirada de desprecio adolescente. —Eso sería estúpido. Una vez diluida, es incapaz de metabolizar el precursor. Tiras de la cadena y no es más que pis. Los bichos mueren en una hora o dos, así que una letrina no se va a convertir en una reserva de amenazas existenciales eternas para el suministro de agua. No es más que cerveza. —Eructo—. Cerveza con mucho gas. Hubert, etc., dio otro sorbo. Era realmente buena. No sabía nada a meados. —Toda la cerveza es alquilada, ¿verdad? —La mayoría de la cerveza es alquilada. Esta es gratis. Cerveza gratis, sin más. —La chica se bebió medio vaso y se le derramó en la barba. La cerveza goteó sobre la arrugada ropa de refugiada—. Tú no vienes a muchas fiestas comunistas… Hubert, etc., se encogió de hombros. —Pues no —contestó—. Soy viejo y aburrido. Hace ocho años no nos dedicábamos a esto. —¿Y a qué se dedicaban ustedes, abueletes? La chica no lo dijo con maldad, pero a sus dos amigos —una chica con la misma tez que Seth y un chico con hermosos ojos de gato— se les escapó una risita. —¡A soñar con tener trabajo en los zepelines! —exclamó Seth, que llegó y abrazó por el cuello a Hubert, etc.—. Soy Seth, por cierto. Este es Hubert, etc. —¿Etcétera? La pregunta de la chica vino acompañada solo de una ligera sonrisa. A Hubert, etc., le gustaba aquella chica. Pensó que, en el fondo, probablemente sería simpática, que probablemente no creyera que era un zumbado solo por tener unos cuantos años más y no haber oído hablar de su tipo favorito de cerveza sintética. Hubert, etc., sabía que esta idea suya la impulsaba una teoría de la humanidad que establecía que la mayoría de la gente es buena, pero también provenía de una horrible y opresiva soledad y de estar caliente sin un objetivo concreto. Hubert, etc., era inteligente, lo que no siempre resultaba fácil, y ejercía un control moderado sobre su psique que le dificultaba engañarse con sus propias estupideces. —Cuéntaselo, colega —dijo Seth—. Venga, es una gran historia. —No es una gran historia —respondió Hubert, etc.—. Mis padres me pusieron un montón de nombres, ya está. —¿Cuántos son un montón? —Veinte. Los veinte nombres más repetidos en el censo de 1890. —Eso son solo diecinueve —respondió la chica rápidamente—: un nombre de pila y diecinueve complementos. Seth se echó a reír como si aquello fuera lo más divertido que hubiera oído nunca. Incluso Hubert, etc., sonrió. —La mayoría de la gente no capta eso. Técnicamente tengo un nombre propio y diecinueve complementos. —¿Por qué te pusieron tus padres un nombre así? —preguntó la chica—. Además, ¿estás seguro de que son diecinueve complementos? Lo mismo tienes diez nombres propios y diez complementos. —Creo que es difícil defender lo de los diez nombres propios, el primero tiene una posición que no ocupan los otros. Las Mary Ann y los Jean Marc y demás funcionan en realidad como uno solo. —Bien visto —dijo la chica—. Aunque, bueno, si Mary Ann lo consideramos nombre propio en su conjunto, ¿por qué no Mary Ann Tanya Jessie Locura Total Pota Verde, etcétera? —Mis padres estarían de acuerdo contigo. Estaban proclamando su posición con respecto a los nombres, después de que Anonymous pusiera en marcha su política de nombres reales. Los dos habían sido muy activos, habían trabajado para convertirlo en un partido político, por lo que tenían un cabreo de tres pares de cojones. Era...