Dickens | Para leer al anochecer | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 240 Seiten

Dickens Para leer al anochecer

Historias de fantasmas
1. Auflage 2009
ISBN: 978-84-15130-83-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Historias de fantasmas

E-Book, Spanisch, 240 Seiten

ISBN: 978-84-15130-83-3
Verlag: Editorial Impedimenta SL
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



Charles Dickens estuvo interesado durante toda su vida por los fenómenos misteriosos. Su natural inclinación hacia el drama y lo macabro hicieron de él un extraordinario escritor de cuentos de fantasmas. Para leer al anochecer presenta trece de las más célebres y espeluznantes historias de fantasmas escritas por Dickens 'El fantasma en la habitación de la desposada', 'El juicio por asesinato', 'El guardavías', 'Fantasmas de Navidad', 'El Capitán Asesino y el pacto con el Diablo', 'La visita del señor Testador' o 'La casa encantada', entre otras, en una nueva traducción al castellano. Villanos que mueren ahorcados, mujeres misteriosas que encargan retratos desde el más allá, marinos desaparecidos que hacen visitas inesperadas a los vivos, viajeros victorianos que se encuentran con siniestros niños en oscuros caserones. Puro talento gótico.

Charles Dickens nació en Portsmouth en 1812, aunque pasó la mayor parte de su infancia en Londres y Kent. No empieza a acudir al colegio hasta los nueve años. Tras el encarcelamiento de su padre por el impago de deudas, su familia se traslada a la cárcel, ya que la legislación de la época permitía que los familiares compartieran la celda del moroso.

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El guardavías




—¡Hola! ¡Ahí abajo! Cuando escuchó la voz que se dirigía a él de ese modo, el hombre se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una banderola enrollada en un corto mástil. Cualquiera habría pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no habría tenido excesivos problemas para localizar de dónde llegaba la voz; pero en vez de alzar la vista hacia donde yo me hallaba, en lo alto de un pronunciado terraplén casi sobre su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia abajo, hacia la vía. Hubo algo sorprendente en su manera de hacerlo, aunque ni aún a costa de mi vida podría decir qué fue exactamente lo que hizo. Sin embargo, sé que fue lo bastante llamativo como para atraer mi atención, a pesar de que su figura se hallase ensombrecida y en escorzo, abajo en la profunda zanja, y la mía estuviese en alto sobre su cabeza, tan impregnada del resplandor del airado ocaso que tuve que ponerme la mano en visera sobre los ojos antes de poder verle con toda nitidez. —¡Hola! ¡El de abajo! Dejó de mirar hacia la vía para volverse de nuevo y, elevando su mirada, pareció distinguir mi figura en lo alto. —¿Hay algún camino por el que pueda bajar y hablar con usted? Me miró sin responder, y yo lo miré a mi vez evitando precipitarme para repetir mi absurda pregunta. Justo entonces sobrevino una vibración imprecisa en el suelo y en el aire, que súbitamente se transformó en una violenta pulsación y en un rugido aproximándose que me hizo retraerme, como si aquel estrépito fuera suficiente por sí solo para hacerme caer por el terraplén abajo. Cuando la nube de vapor que lanzaba el tren se hubo elevado hasta donde yo estaba, y luego de diluirse en el paisaje, miré hacia abajo de nuevo y vi a aquel hombre enrollando la bandera que había enarbolado al paso del tren. Repetí mi pregunta. Tras una pausa, durante la cual pareció contemplarme absorto en sus pensamientos, apuntó con su bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas doscientas o trescientas yardas de distancia. «¡De acuerdo!», le grité, y me dirigí hacia el punto que me indicaba. Tras buscar con cuidado a mi alrededor, hallé un abrupto y zigzagueante desfiladero que seguí para bajar hasta la vía. El terraplén era extremadamente profundo e inusualmente escarpado. Estaba excavado sobre la húmeda roca, y conforme bajaba se iba volviendo más húmedo. Por ese motivo, el camino se me hizo lo bastante largo como para recapacitar sobre el gesto de reticencia, o quizás fuera de coacción, con el que aquel individuo me había señalado el sendero de bajada. Cuando hube descendido por el angosto camino lo suficiente como para volver a tenerlo a la vista, observé que estaba de pie entre los raíles de la vía por la que el tren acababa de pasar, en actitud de espera. Tenía la barbilla apoyada sobre su mano izquierda y el codo descansando sobre su mano derecha, que tenía cruzada sobre el pecho. Su actitud era de tal expectación y su ademán tan vigilante que no pude evitar detenerme un instante para contemplarle. Cuando terminé mi descenso y me aproximé hacia donde él estaba, vi que se trataba de un hombre moreno, cetrino, de barba oscura y cejas muy pobladas. Su caseta estaba situada en el lugar más solitario y desangelado que pudiera imaginarse. A ambos lados, una pared húmeda y goteante de afilada piedra excluía toda vista salvo una fina franja de cielo; la perspectiva hacia uno de los costados de la caseta consistía únicamente en una tortuosa prolongación de esa enorme mazmorra; la vista, más corta, en la otra dirección, terminaba en una lúgubre luz roja situada sobre la entrada, más lóbrega si cabe, de un túnel negrísimo cuya sólida arquitectura poseía una apariencia salvaje, deprimente y prohibida. Tan escasa era la luz del sol que llegaba hasta esos parajes, que incluso el aire era terroso y mortecino; y tan gélido era el viento que corría a través del túnel, que me provocó un escalofrío, como si por un momento hubiese abandonado el mundo real. Antes de que se moviese, me acerqué tanto a él que habría podido tocarlo. Ni siquiera entonces apartó sus ojos de los míos. Retrocedió un paso y alzó la mano. Aquél, le dije, debía de ser un trabajo bastante solitario; me había llamado la atención su presencia cuando lo miré desde ahí arriba, desde aquel altozano. Suponía que las visitas que recibía eran escasas, y esperaba que la mía no resultase inoportuna. Le pedí que no viese en mí más que a un hombre que había estado encerrado casi toda su vida en un espacio reducido y que, habiendo sido finalmente liberado, sentía cómo despertaba en él un súbito interés por estas grandes estructuras. Con tal propósito me dirigí a él, pero no estoy muy seguro de los términos en que lo hice porque, además de que no me gusta iniciar las conversaciones, había algo en aquel hombre que me llenaba de desazón. Dirigió una mirada bastante extraña hacia la luz roja que había junto a la boca del túnel y acto seguido comenzó a mirar a su alrededor, como si echase algo de menos; y entonces clavó sus ojos en mí. —Aquella luz está a su cargo, ¿no? —le dije. —¿Acaso no se ha dado cuenta? —respondió él en voz baja. Mientras examinaba con atención sus ojos fijos y su rostro taciturno, me asaltó la idea terrorífica de que aquél no era un hombre sino un espíritu. Desde entonces me he preguntado si no se trataría, tal vez, de algún perturbado. Por mi parte, retrocedí unos pasos. Al hacerlo, detecté en sus ojos un miedo latente hacia mí, que me hizo abandonar aquel pensamiento terrorífico. —Usted me mira como si me tuviese miedo —dije, forzando una sonrisa. —Me estaba preguntando si le había visto antes —respondió. —¿Dónde? Señaló hacia la luz roja que un rato antes había estado mirando. —¿Ahí? —dije. Sin perderme de vista respondió (aunque sin emitir sonido alguno) que sí. —Pero buen hombre, ¿qué iba a hacer yo ahí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado ahí, puede usted jurarlo. —Creo que puedo —añadió—. Sí. Seguro que es así. Sus modales se suavizaron, al igual que los míos. Respondió a mis comentarios de buena gana, eligiendo bien sus palabras. ¿Tenía mucha tarea allí? Sí, se podía decir que aquello acarreaba bastante responsabilidad, pero lo que se requería más bien eran dotes de vigilancia y sentido de la exactitud; en cuanto al trabajo físico, apenas si realizaba alguno. Cambiar alguna señal, orientar las luces, accionar la palanca de hierro de vez en cuando, y poco más. Respecto a todas aquellas solitarias horas que a mí se me antojaban interminables, sólo me pudo decir que había conseguido amoldar su vida a esta rutina y que se había acostumbrado a aquel lugar. Allí había aprendido un nuevo idioma, si es que puede considerarse aprender un nuevo idioma reconocerlo de vista y tener una idea aproximada de su pronunciación. También había trabajado algo con las fracciones y los decimales, y hasta había intentado aprender algo de álgebra; aunque me confesó que desde chico era negado para los números. ¿Acaso le hacían falta allí las matemáticas, cuando su única tarea consistía en permanecer sumergido en aquel canal de aire húmedo, sin hacer apenas nada más? ¿Podría acaso elevarse alguna vez hasta la luz del sol entre aquellos altos muros de piedra? Bueno, eso dependía del momento y de sus propias circunstancias. En ocasiones la actividad en la línea férrea disminuía, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Con el buen tiempo, aprovechaba a veces para elevarse un poco por encima de aquellas sombras inferiores; pero como podía ser reclamado en cualquier momento por la campanilla eléctrica, aquello redoblaba su ansiedad, y su relax era menor de lo que cabría suponer. Me condujo a su caseta, donde había un fuego encendido, un mostrador para el libro oficial en donde tenía que realizar ciertas anotaciones, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanita a la que antes se había referido. Confiando en que me disculpara si le decía que probablemente había recibido una buena educación (y que conste que no intentaba ofenderle con esta afirmación), tal vez muy por encima de su actual posición, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias como aquélla rara vez faltaban en los colectivos humanos de todo tipo; según él había escuchado, era algo que sucedía en muchos otros sitios, como los asilos, el cuerpo de policía e incluso en el ejército (ese último recurso que se toma casi siempre a la desesperada). Sabía también que lo mismo ocurría en el caso del personal de cualquier gran compañía ferroviaria. Durante su juventud había sido (si es que podía dar crédito a sus palabras mientras estaba sentado en aquella choza —él apenas podía hacerlo, de hecho—) estudiante de filosofía natural, e incluso había asistido a clases; pero en un momento dado se descarrió, desperdició sus oportunidades, cayó y no volvió a levantarse nunca. No cabía lamentarse. Él mismo se había labrado aquel porvenir y ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Discretamente, dividiendo sus ensombrecidas miradas entre el fuego crepitante y mi persona, fue refiriendo cuanto aquí he resumido hasta ahora. De cuando en cuando intercalaba algún «señor», como para...



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