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E-Book, Spanisch, 208 Seiten

Di Cesare Tortura

E-Book, Spanisch, 208 Seiten

ISBN: 978-84-17341-61-9
Verlag: Gedisa Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)



La tortura parece una abominación de épocas pasadas. Se diría que hablar de ella nos hace retroceder a los tiempos oscuros de la Inquisición o nos refiere a la idea de una humanidad tosca e imperfecta. Sin embargo, la tortura vuelve a estar de plena actualidad. Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, un sistema penal libre de tortura y tratos degradantes distinguiría las democracias de las dictaduras y los regímenes totalitarios. Pero lo cierto es que se ha tratado de un espejismo. No sólo las democracias no han abandonado la tortura -que han seguido practicando dentro y fuera de sus fronteras-, sino que, con la mayor naturalidad, tras el 11-S el debate sobre la licitud de la tortura ha quedado abierto. Y aumenta el número de partidarios de una tortura civilizada: ¿por qué no recurrir al interrogatorio exhaustivo, incluso a la tortura no letal, si con ello se salvan vidas inocentes? ¿Qué objeción cabría hacerle a la tortura si se le fijan unos límites y la opinión pública es tenida al corriente? Frente al pragmatismo de quienes reducen la tortura a la contabilidad de vidas en juego, hay que recordar que, desde siempre, la tortura forma parte del poder soberano que decide sobre la vida y la muerte a través de un biopoder que controla la vida para administrar el tormento: la tortura no es un medio para arrancarle información a quien se resiste a darla, ni tiene por finalidad el dar la muerte, sino hacerla experimentar en vida.

Donatella di Cesare es catedrática de filosofía teorética en la Universidad de Roma La Sapienza y ha enseñado en numerosas universidades de Alemania y los Estados Unidos. Entre sus últimas publicaciones en italiano se cuentan Grammatica dei tempi messianici (2011), La giustizia deve essere di questo mondo (2012), Se Auschwitz è nulla. Contro il negazionismo (2012), Crimini contro l'ospitalità (2014) e Israele. Terra, ritorno, anarchia (2014).
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1. Política de la tortura «El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder».3 1.1. ¿Sin fin? En el siglo xxi La palabra «tortura» parece evocar escenarios arcaicos y remotos que afloran desde el pasado tétrico y cruel de la humanidad. Es como si semejante fenómeno extremo tuviera que ser consignado a la reconstrucción histórica que contribuye a hacerlo retroceder hasta una lejanía irreversible y definitiva. Las historias de la tortura, incluso las más logradas, son un repertorio de brutalidades, un catálogo de horrores, un inventario de atrocidades que se dibujan sobre el fondo de una trama esquelética y repetitiva. Entre sadismo y perversión, esta especie de folclore del mal describe procedimientos y técnicas ingeniados por la fantasía humana para infligir dolor y tormento, se demora en la desnudez inerme de la víctima y en la expresión hosca del verdugo, penetra en los oscuros recovecos de la celda en la que se arranca la confesión, entra arteramente en la cámara de los tormentos, pinta la lúgubre fiesta punitiva. Cepo o rueda, tenaza o latigazo, horca u hoguera: la escenografía de la tortura ha quedado dispuesta sobre el tablado de la Inquisición. Quizás porque ahí se cree ver el culmen de la historia. Pero el telón puede caer. Tanto es así que horror y repugnancia dan paso incluso a ese sentimiento de lo sublime que invade a quien contempla la destrucción del cuerpo ajeno desde la debida distancia. En efecto, la historia debería concluir invariablemente con un happy end. El progreso vence sobre la barbarie y la tortura se ve rechazada hasta el pasado premoderno de la civilización. La figura de Cesare Beccaria se yergue tranquilizadora con su tratado Dei delitti e delle pene, publicado en 1764, que condena con firmeza la teoría y la práctica de la tortura y del que se hacen eco Pietro Verri y los grandes reformistas del siglo xviii. Abolida en la casi totalidad de las tierras europeas —en 1740 en Prusia, en 1770 en Sajonia, en 1780 en Francia, en 1786 en el Gran Ducado de Toscana, en 1789 en el Reino de Sicilia—, a partir de la modernidad ilustrada la tortura pervive como una presencia inquietante cuya siniestra sombra se extiende sobre la civilización. Pero no se deja reducir a mera fantasmagoría. Monstruosa, y pese a ello real, la tortura veda el final feliz. El capítulo sobre su abolición no podía ser el último. Derogaciones, excepciones y anomalías se suceden. Exigen apostillas y añadidos. Se diría que la tortura desaparece, a lo sumo, durante algunas décadas. Sin embargo, resurge muy pronto en los márgenes: en los conflictos y las guerras, en los confines de los imperios modernos, en las colonias. Regresa, con toda su feroz potencia, en las cárceles de las dictaduras, en los lager de los regímenes totalitarios. Su avance imparable se mantiene también durante la segunda mitad del siglo pasado. ¿Cómo olvidar las atrocidades cometidas en Argelia y en Irán, en la Grecia de los Coroneles, en el Portugal de Salazar? Por no hablar del empleo masivo de la tortura en las dictaduras latinoamericanas. El relato del progreso se ve comprometido por la sucesión de apostillas. La tortura no es un remanente de la Inquisición, no se la puede confinar en las periferias del tiempo y del espacio. Emerge imperiosamente desde el pasado y amenaza con tener un futuro. «¿Sin fin?», se pregunta Edward Peters en la edición ampliada de su libro Torture, convertido ya en un clásico.4 Su pregunta retoma la de Piero Fiorelli, el historiador más importante de la tortura, que al final de su monumental La tortura giudiziaria nel diritto comune, publicada en 1953-1954, había incluido una sección conclusiva titulada «¿Sin un final?». Pregunta que es una admisión. La tortura desborda la historia, la sobrepasa. Manifiesta u oculta, perseguida o tolerada, la tortura no ha conocido eclipse alguno, a tal punto que, aun en su secular variabilidad, se presenta como un fenómeno ininterrumpido, una institución permanente, una constante de la historia humana. Lo documentan los códigos y las leyes, lo atestigua la memoria colectiva. Carece de sentido considerarla la aberración de un derecho primitivo, la anomalía de una justicia todavía balbuciente, el tropiezo en el recorrido de una razón triunfante. Podemos intentar proyectarla en la brutalidad obscena del pasado para convencernos de que vivimos en el advenimiento de un paraíso. Una época lejana, un lugar distante, una ideología desacreditada: son las coartadas de una visión tranquilizadora que ya no se sostiene. La tortura ha eludido anatemas y censuras, ha sorteado vetos y prohibiciones. No ha sido suprimida, ni siquiera superada. La tortura resiste tenazmente, incluso en el paso del suplicio a la pena. La nueva sobriedad punitiva, que gira en torno a la economía del castigo, no basta para debelarla. La cárcel no elimina la tortura, no la destierra. También Michel Foucault admite —en su famoso ensayo de 1975 Vigilar y castigar,5 donde, reconstruyendo la genealogía del presidio, traza la superación, en cierta medida todavía optimista, de los suplicios por medio de las penas— que la tortura sigue obsesionando al sistema penal. Porque al adecuarse a la separación de cuerpo y alma se hace más sutil y etérea, pero no menos temible. La condena de la tortura favorece paradójicamente su propagación clandestina, inclusive en los países democráticos. Para medir la amplitud actual del fenómeno basta con leer los datos que proporciona Amnistía Internacional —en 2016, los países que torturaron fueron por lo menos 122— y seguir la sucesión de noticias que llegan no sólo desde los escenarios bélicos, los campos de refugiados o los sótanos de las dictaduras, sino también desde las penitenciarías, las cárceles y los centros de internamiento de los países democráticos. De todo ello resulta un mapa amplio y espectral que lleva a hablar de globalización de la tortura. Cuanto más se la denuncia, más se oculta y disimula la tortura detrás de nuevas formas. Abolida, resurge; eliminada, se manifiesta con mayor virulencia. Y se impone en la actualidad de la política, en su orden del día más urgente. No se habían apagado aún los rescoldos del World Trade Centre cuando la tortura se convirtió en tema de debate público. En el escenario apocalíptico de un ataque inminente en el que los terroristas estarían dispuestos a usar armas de destrucción masiva, ¿por qué no se debería recurrir a la tortura, al objeto de conseguir informaciones indispensables, salvando así muchas vidas humanas? Con el war on terror, la «guerra al terror», la tolerancia para con la tortura es la prueba más llamativa de la erosión inmediata y profunda de los derechos humanos. Su entrada en el siglo xxi no podía ser más gloriosa. La tortura se presenta como el arma última de los servicios de inteligencia para contener el intermitente conflicto global. El propio poder político, que antes prohibiera exteriormente el empleo de la tortura mientras usaba o, mejor, abusaba de ella contra disidentes y subversivos, pide ahora su justificación, su aceptación y su legalización; con la pretensión de actuar a instancias del pueblo, solicita su plena autorización. Y, si bien se mira, justo cuando se la hace pasar por expediente extraordinario del antiterrorismo, la tortura descubre su rostro más íntimo y oscuro: el del terror. Inscrita desde el comienzo en la lógica del dominio, de la cual constituye la práctica más violenta y acuciante, la tortura pertenece a la política de la intimidación, interna aun antes que externa. En este sentido, exhibe la potencia de la soberanía. 1.2. Tortura y poder Se suele imaginar el infierno como un penar sin fin. Esto, y no otra cosa, es la condenación eterna, que no conoce rescate ni redención. La sentencia a muerte se traduce en tortura, dolor que se cierne, amenazador, en el corredor de la muerte perpetua. La tortura es el semblante perverso y despiadado de la eternidad. Por eso evoca visiones infernales. El castigo es perpetuo. Aunque la tortura no se dilata hasta un tiempo eterno, sino que se cumple en una repetitividad sin fin. Este «sin fin» incesante es uno de sus rasgos peculiares. No sorprende que el torturado anhele continuamente el final, así fuera el final resolutivo de la muerte. Lo que le aflige es la angustia de un morir interminable. A ojos del torturador, en cambio, la muerte prematura de la víctima es un percance irritante, y el que pierda la consciencia un error que debe evitarse. Se necesita que el otro permanezca consciente, vivo, por lo menos en tanto se prolongue la tortura. Así pues, aunque a menudo termine en la muerte, la tortura no debe confundirse con la ejecución. No es una técnica del ajusticiamiento. Con la muerte del otro desaparecería toda relación: inclusive, y ante todo, la de poder. La muerte pondría a la víctima a salvo de las manos del verdugo, mísera y paradójica salvación. Por eso la tortura no se satisface con la muerte del otro, la cual, por el contrario, señala el instante en que esa práctica prolongada de violencia, aun triunfante en su atrocidad, se ve intempestivamente privada de su objeto. Su mira última no es la aniquilación. La tortura va más allá al hacer del morir una pena...


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