E-Book, Spanisch, Band 334, 136 Seiten
Reihe: Libros de espiritualidad
E-Book, Spanisch, Band 334, 136 Seiten
Reihe: Libros de espiritualidad
ISBN: 978-84-277-2843-1
Verlag: Narcea Ediciones
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Roger Dewandeler estudió Teología en Bruselas y Orientalismo en Lieja. Durante sus treinta años de ministerio pastoral ha trabajado en Suiza, Bélgica y en los Países Bajos, donde vive en la actualidad.
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DESCONFIAR
¿Qué es la verdad?
Pilato, según Jn 18,38 Signo de duda, de perplejidad o de indecisión, la duda se considera a menudo de manera peyorativa en la Biblia. Más de una vez, es sancionada. Pensemos en la risa de Zacarías que duda del nacimiento de un hijo (Lc 1,20), la de Sara en parecidas condiciones (Gén 18,12), sin olvidar a Abrahán (Gén 17,17), que duda el primero, pero del que la tradición ha preferido dejar pasar la cuestión. Y después Tomás, el antimodelo, al que no se debe imitar. Puede que Mateo pensara en ellos cuando pone en boca de Jesús esas palabras teñidas, si no de enfado, sí de cierto disgusto: “Generación incrédula y perversa” (Mt 17,17-20). También algunos profetas dudan antes de aceptar su misión o pierden el coraje ante la amplitud de la tarea: Moisés, Elías, Isaías, Jeremías y otros cuyos relatos de vocación ofrecen un momento de resistencia. A fuerza de ver un género literario con sus propias reglas estilísticas (amplificación de hechos, estructura ternaria, etc.) se terminará por olvidar que, detrás del relato, hay probablemente hombres y mujeres que, sintiendo algún tipo de llamada divina, fueron presa de la vacilación; pero todos (aparte de Jonás) terminan por aceptar, como si ante Dios fuera absolutamente necesario hacer callar la duda y no hacer valer sino la certeza. A primera vista, la duda es, por tanto, sospechosa. Sería lo contrario de la fe, de la convicción o de la certeza, y más valdría aplicarse a prevenirla o a erradicarla. Es lo que parecen hacer, por otra parte, las más grandes autoridades de la joven Iglesia cristiana cuando ponen en guardia a los creyentes. Jesús dice: «¿Por qué razonáis entre vosotros…?» (Mt 16,8). Santiago, uno de los jefes de la joven comunidad de Jerusalén, dice: «El que vacila es semejante al oleaje del mar, agitado por el viento. […]. Es un hombre irresoluto” (Sant 1,6-8). Pensemos también en el autor de la carta a los Hebreos, recordando el caso de Abrahán que obedece la llamada de su Dios sin saber a dónde va (Heb 11,8). Ahora bien, a pesar de esos casos que todos tenemos en mente, nos apresuraríamos si, sobre la base de los recuerdos de nuestras catequesis, nos decantáramos por la mera desconfianza respecto de la duda. Estoy convencido de que esta tiene ventajas, y de ahí mi deseo de reexaminar algunas grandes figuras bíblicas. En primer lugar, Tomás y Abrahán, alternativamente, para plantear el problema: figuras tradicionales de la duda y de la fe que, dependiendo de la perspectiva en que los situemos, antigua o moderna, no es del todo evidente saber cuál es ejemplar y cuál no. Después, Job: no solamente el personaje del relato, sino el libro en su conjunto, testimonio actual de un pensamiento teológico penetrado por la cuestión de la duda, que se expresa aquí de modo paradójico y que desborda ampliamente el campo del personaje principal. Por último, Jacob, durante esas acciones iniciáticas que el relato bíblico coloca justo antes del encuentro de los hermanos: confrontación con la divinidad, santo enfrentamiento que da nacimiento a un personaje nuevo, y tantas dudas que… desconfían. TOMÁS VERSUS ABRAHÁN
Si los tres evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) mencionan unánimemente el nombre de Tomás en la lista de los discípulos, solo el cuarto evangelio recoge la leyenda de Tomás el escéptico1. Una leyenda que está situada en un lugar del Evangelio de Juan que no es en absoluto insignificante: casi al final, después de la resurrección y justo antes de las primeras palabras conclusivas del capítulo 20, en los versículos 30 y 31. Es decir, inmediatamente después de lo que se podría llamar el tiempo mítico en el que Jesús estaba todavía ahí, justo antes de que comenzara el tiempo de la comunidad surgida de la predicación del Nazareno. Los textos fundadores han sido fijados (la vida de Jesús); comienza ahora la historia de la Iglesia (los hechos de los apóstoles). El episodio de Tomás se encuentra precisamente ahí, en ese lugar bisagra entre los orígenes y el futuro. El personaje de Tomás Dídimo (en griego el mellizo) ocupa un lugar importante en el cuarto evangelio. Aparece en cuatro ocasiones. No es demasiado, pero sí lo suficiente para comprender que él no es, cuando menos, un cualquiera a los ojos del anciano apóstol Juan (los otros evangelios no lo mencionan más que una sola vez cada uno). Tenemos primero la lista parcial de los discípulos (Jn 21,2), en la que Tomás es uno de los pocos nombres que se citan en segundo lugar, justo después de Pedro; en los otros evangelios aparece en séptima u octava posición. Después aparece en el capítulo 11, en el que Jesús expresa su satisfacción por no haber estado en Betania en el momento de la muerte de su amigo Lázaro, dejando entender que así podrán ver de lo que es capaz. Junto a discípulos anónimos, es Tomás Dídimo quien toma la palabra en un tono un poco enigmático: «Vayamos nosotros también y muramos con él» (Jn 11,6). ¿Morir con quién? ¿Piensa en Lázaro, sugiriendo que volver a Betania, que está en Judea, donde «los judíos buscaban acabar con él» (Jn 7,1), sería meterse en la boca del lobo? Eso reflejaría un Tomás temeroso, pesimista, pusilánime, más parecido a alguien que duda. ¿Piensa, más bien, en Jesús? En ese caso pasaría por ser un discípulo ejemplar dispuesto a ir hasta el final. Si no es el Tomás que duda, es al menos un Tomás ambiguo… y es precisamente eso lo que hace de él un personaje singular: Dídimo no solamente es el mellizo, sino también el doble, siempre mezclado con cuestiones de ausencia de Jesús, que exhorta resueltamente o que no cree de verdad. Algunos capítulos más adelante tenemos la tercera mención a Tomás, que está con Jesús, hablando sobre su partida hacia el Padre. Jesús intenta apaciguar a sus discípulos inquietos: «Adonde yo voy, ya sabéis el camino» (Jn 14,4). De nuevo, Tomás es el primero en reaccionar, esta vez con una postura más crítica: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5), justo antes de que Felipe aluda a señales concretas: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Como por casualidad, cuando hay alguna duda o cuestionamiento, Tomás nunca está lejos. Un Tomás cuya figura se perfila lenta y seguramente: circunspecto, perplejo, pesimista, ambiguo, preguntón, el discípulo que quiere saber más o que tiene necesidad de pensar en concreto, de comprender y de tocar. Por último, la cuarta mención a Tomás la encontramos en el capítulo 20, y es el episodio que la tradición ha conservado mejor. El antimodelo del creyente, diría yo. Pobre Tomás, que tuvo la mala suerte de estar ausente ese día. Junto con Judas, es el apóstol que ha recibido mayor número de críticas. Lo más increíble de todo este asunto es que el responsable es el mismo Juan que, de los cuatro evangelistas, es el más sensible a su persona. ¿Cómo explicarlo? Releamos la perícopa: Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego le dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Le dice Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,24-29). Estamos al final del primer siglo. El profeta galileo ha muerto hace unos sesenta años en las condiciones contadas por los testimonios de Marcos, Mateo y Lucas. Testimonios más o menos fiables que se transmiten de boca en boca, pero que es lo único de lo que disponemos: de todas las personas que han conocido por experiencia propia, salvo los testigos indirectos, no queda más que Juan, el anciano...