E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Reihe: eMilenio
Colobrans Delgado Blanca y Elisa (epub)
1. Auflage 2023
ISBN: 978-84-19884-06-0
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 280 Seiten
Reihe: eMilenio
ISBN: 978-84-19884-06-0
Verlag: Milenio Publicaciones
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Paula Colobrans Delgado realizó estudios de música en el Conservatorio Superior de Música de Barcelona y se especializó en educación musical Willems. En la actualidad cursa el Grado de Lengua y Literatura Española en la UNED, actividad que ha combinado con la escritura de su primera novela, Blanca y Elisa. Colabora con la revista APLEC en Racó de Relats, y ha sido galardonada con el segundo premio en el Festival de Llegendes de Catalunya durante dos años consecutivos (2013 y 2014). También imparte talleres de escritura creativa, investiga sobre las reescrituras feministas de la cuentística tradicional, y continúa su labor como novelista.
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2. Blanca, la escritora
Me llamo Blanca, pero de pequeña me llamaban la Bella Durmiente porque dormía durante horas y horas. Y aunque los adultos creyesen que me pasaba todo aquel tiempo durmiendo, sin más, que era algo así como perderlo, se equivocaban. Lo que ellos no sabían es que yo soñaba, incluso varias veces durante la misma noche. Y al despertar, no era solo el recuerdo de las imágenes lo que perduraba de ellos, sino también las sensaciones y las emociones. Y esas vivencias eran tan reales que influían en todo lo cotidiano hasta hacerme sentir confusa. Entonces, les preguntaba a mis padres:
—¿Cuál es el mundo real? ¿El de día o el de noche?
—El diurno, Blanca —respondían arrastrando las palabras—. Soñar es como ver una película.
—Pero, ¿y si resulta que soñamos de día y vivimos de noche? —insistía hasta el hartazgo.
Y eran tan aburridos que solo respondían, “No digas tonterías, Blanca, o date prisa que llegamos tarde”. Por eso llegué a la conclusión de que los adultos no soñaban, ni de día, porque siempre llegaban tarde, ni de noche; bueno, de noche sí, algunas veces, pero para ellos era como ir al cine a ver películas absurdas. Y ese fue mi don durante la infancia, saber que soñar era mucho más que pasar el tiempo, era saber volar, respirar debajo del agua, explorar el mundo, viajar y ser feliz.
Feliz, cuánto odiaba esta palabra. Cada día tenía que aguantar las discusiones entre mis padres mientras duró su matrimonio, y, una vez separados, las continuas broncas de mi madre, una enferma de esquizofrenia que se negaba a aceptar la pesada carga de tener que cuidar sola a una hija. Tampoco tenía una familia de verdad. Miento, sí la tenía, pero viví aislada de ella porque, según mi madre, conspiraba contra nosotras. Con este entorno, la única manera de no enloquecer era vivir soñando, tanto de día como de noche. Rechazada por mi madre, despreciada por mi padre y aislada de mi familia, creé mi propio mundo de fantasía para vivir dentro de una burbuja de felicidad. Modificaba lo real fundiéndolo con lo imaginario en un desesperado intento por evadirme del mundo. Hasta que, con once años, tuve mi primer sueño premonitorio: supe que mis padres se iban a divorciar. Ya no volvería a verlos juntos, ni ellos volverían a hablarse en la vida. Fue el principio de largos años con este tipo de sueños. No me gustaba tenerlos, porque normalmente predecían sucesos dolorosos, como la muerte de algún familiar o amigo, un accidente, o una discusión. Afortunadamente, de vez en cuando tenía alguno que me ayudaba en el día a día, como ver escritas las preguntas de un examen o aconsejarme qué comprar para hacer un regalo. Ya no existían, pues, fronteras entre los dos mundos, vivía en una extraña realidad onírica reafirmada y materializada en mi existencia cotidiana.
Iban pasando los años y yo me sentía rara. Era “la rara”, pero mis amigos me aceptaban y me querían, decían que yo era como las nubes, porque nunca sabes cuándo van o vienen. Hasta que, con dieciocho años, marché a Oxford para estudiar filología inglesa gracias a una beca. No estoy segura de que mi madre entendiese la necesidad de irme lo más lejos posible de su lado, creo que no, porque para ella yo estaba obligada a servirle per secula seculorum.
Y fue allí, en Oxford, donde mi vida empezó a cambiar: ya no necesitaba huir de mis circunstancias cotidianas. Me sentía cómoda entre mis nuevos amigos y compañeros, que eran también soñadores; y aunque sus sueños fuesen de distinta naturaleza que los míos, daba igual, lo importante era su ilusión por la vida. Durante esos años de carrera empecé a cambiar mi manera de ver el mundo, me hacía adulta, y creo que por eso mi producción onírica empezó a menguar.
Cursaba mi segundo año cuando conocí a Roberto, mi futuro marido. Él estudiaba un máster de derecho, también en Oxford. Éramos polos opuestos: él, escéptico y racional; yo, soñadora e imaginativa. Roberto me abrió las puertas a un mundo de realidad lleno de posibilidades, con él podía tener todo lo material que quisiese, sin límites, sin censuras, sin reproches. Según mi madre, para ser buena persona era obligatorio vivir con sufrimiento y austeridad, el dinero era un pecado de los peores, porque solo con desearlo te condenaban al infierno. Pero con Roberto aprendí que la vida podía ser fácil, que las preocupaciones no debían ser lo primero en mis pensamientos, que nadie me castigaría por coger el autobús si con ello me podía ahorrar una caminata de tres cuartos de hora, o si me compraba una blusa moderna que pasase de moda al año siguiente. Era todo tan sencillo que, finalmente, pude separar por completo el mundo real del de los sueños.
Roberto vivía con su tía abuela en Funchal, Madeira, en la villa familiar llamada Quinta du Margaret. Sus padres murieron en accidente de avión cuando él tenía tan solo cuatro años, y ella se ocupó de su crianza y educación. Se llamaba Elvira y era una mujer extraña. La primera vez que la vi estaba sentada en un balancín que había en el porche, en su balancín, porque solo ella podía sentarse en él. Bordaba un precioso pañuelo de lino con motivos florales. Tomé asiento a su lado y no dijo nada durante un rato bastante largo, siquiera un sencillo hola. Yo la observaba, fascinada por su elegancia y destreza en el arte del bordado. Hasta que preguntó con un español bastante bueno:
—¿Sabe usted bordar, jovencita?
—No —respondí tímidamente.
—¿Acaso su madre no le enseñó? —continuó, sin mirarme siquiera.
—No, nunca quiso hacerlo. Según ella, las tareas femeninas son una vergüenza para la mujer y símbolo de sumisión hacia los hombres. —Al momento tomé conciencia de mi torpeza, pero fue la expresión de su rostro lo que me sobresaltó.
—Una mujer no se somete si no quiere. Apréndalo bien ahora que todavía está a tiempo —dijo con severidad.
Y se disgustó tanto que le ordenó a Magdalena, su doncella personal, que me bajase un trapito y, allí mismo, empezaron mis clases de bordado. Después de pasar toda la tarde juntas, descubrimos que teníamos muchas cosas en común, como el placer por el silencio, por la lectura, por la belleza, las flores, la naturaleza, el té, los paseos...
Estuve en la quinta durante un fin de semana. Al despedirnos me dijo que yo era tan soñadora, que si existía alguien capaz de encontrar un tesoro, esa era yo. Me hizo gracia, porque los adultos no solemos decir cosas de este tipo, solo de vez en cuando, o bien a un niño pequeño para emocionarle, o bien a otro adulto en clave de humor. Pero yo me lo tomé muy en serio, me di cuenta de que Elvira Bradley había entendido mi verdadera esencia, la que estaba dejando atrás en mi esforzado afán por convertirme en una persona normal, o mejor dicho, adaptada a mi nueva vida.
Tía Elvira tenía muchos secretos, incluso a veces me daba miedo la expresión de su rostro. Roberto insistía en que aquello era normal, porque la tía tuvo que enfrentarse a un mundo de hombres y hacerse valer. Desde la Segunda Guerra Mundial estuvo sola en la quinta dirigiendo, además, Vinícolas Bradley, su negocio de vinos. Ella nunca quería hablar de esa época y le ofendía que le preguntase. Incluso tenía un hermano gemelo del que no se podía hablar.
—Blanca, no debes siquiera pronunciar el nombre de Ruperto en presencia de la tía —explicó Roberto la primera vez que salió a colación.
—Pero por qué, si es tu abuelo —pregunté.
—No lo sé, nunca habla de él. Yo ni le conocí, murió antes de nacer yo. Solo sé que la última vez que se vieron tenían nueve años. Él fue enviado a Oporto para estudiar en un internado y nunca regresó a Funchal ni se preocupó por los negocios familiares, por proteger la quinta o por ayudar a la tía. Se casó y tuvo un único hijo, mi padre.
A mí no me gustaba aquella familia tan rara y llena de muertes, secretos y silencios. Además, parecía que Roberto solo tuviese a tía Elvira. Tal vez a él también le aislaron del resto, como a mí, y por eso nos entendíamos tan bien.
La tía se alegró muchísimo cuando supo que íbamos a casarnos. No le preocupó lo más mínimo el hecho de que mi mundo no tuviese nada que ver con el suyo. “Eso se aprende, querida. Con un poco de estudio y un cambio de vestuario no habrá de qué preocuparse. Lo realmente importante es lo que ahora necesita Roberto: una joven inteligente y motivadora”, decía ella. Él tenía treinta y dos años y ya trabajaba en un bufete de abogados en Barcelona, y yo iba a cumplir los veinticinco. Aquella unión supuso para mí un gran reto, porque no solo no estaba acostumbrada a aquel ambiente, sino que ni siquiera lo conocía. De ahí que durante el año previo a la celebración, Roberto dijese que era condición sine qua non que realizase un máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales, un curso intensivo de francés y otro de portugués. A mí me sedujo la idea, porque me abrió puertas al mundo. Por aquel entonces me parecía estar viviendo un cuento de hadas, todavía me quedaba algo de aquel espíritu romántico y soñador de la infancia.
Tras la boda nos instalamos en un precioso ático en la zona alta de Barcelona, con impresionantes vistas al mar y a la ciudad. Era feliz, vivíamos en armonía y me sentía orgullosa de estar casada con un defensor de la justicia. Por las noches cenábamos contemplando la ciudad, iluminada por millones de pequeñas luces, no solo las de las calles, parques o...




