E-Book, Spanisch, Band 148, 216 Seiten
El espacio doméstico y la felicidad
E-Book, Spanisch, Band 148, 216 Seiten
Reihe: Biblioteca de Ensayo / Serie mayor
ISBN: 978-84-10415-03-4
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)
Emanuele Coccia (Fermo, Italia, 1976) se doctoró en Filosofía Medieval en la Universidad de Florencia y es profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París y de la Universidad de Friburgo en Alemania. Su obra, traducida a una decena de idiomas, es reconocida como una de las más originales dentro del pensamiento contemporáneo por su innovadora aproximación al vínculo entre las teorías de la imaginación y la naturaleza de los seres vivos.
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INTRODUCCIÓN
La casa más allá de la ciudad
Desde siempre, la filosofía ha mantenido una privilegiada relación con la ciudad. Allí fue donde nació, allí aprendió a hablar y entre sus muros ha concebido siempre su propia historia y futuro. Las historias sobre su pasado hablan de calles, mercados, asambleas, lugares de culto y palacios del poder. Más que a una novela, su historia se asemeja al inmenso mapa de un Grand Tour que ha visto migrar y transmitirse este conocimiento esotérico y elitista a través de las ciudades de distintas naciones y continentes. En esta imaginaria biografía cartográfica un lugar privilegiado le corresponde a Crotona, la ciudad de la Magna Grecia, en la actual Calabria, donde fundó Pitágoras su Escuela en el 532 a. C.: fue allí, según se cuenta, donde la filosofía encontró su irónico nombre, nunca traducido. Philosophia en el lenguaje de la época significaba algo a medio camino entre la voluntad de saber y la declaración de diletantismo de quien se niega a ser reconocido como «experto». No muy lejos de Crotona, en este mapa ideal, se halla Atenas, donde Platón fundó su Academia en el año 387 a. C. y Aristóteles fundó su Liceo en el año 335 a. C.: fue allí donde la filosofía encontró su consagración definitiva, concibiéndose a sí misma como ciudad. Si en Crotona la filosofía era la regla de vida de una comunidad de individuos que habían elegido vivir de forma diferente a los demás, en Atenas pretende convertirse en una forma material de relación que vincula a todos los demás seres humanos. Fue en Siracusa, al parecer, donde la filosofía sucumbió a la tentación de tomar el poder, de transformarse en soberana, fuente de la ley que regula acciones y opiniones y depositaria de toda la verdad que la ciudad tiene derecho a reconocer y cultivar. En Roma, este deseo de convertirse en «justicia viviente» (lex animata) llegó a ser tan radical como para identificar el pensamiento con el derecho y la ley. En este mapa, no cabe duda, debería estar incluido París, donde la filosofía se convirtió en materia de enseñanza, y Fráncfort, donde aprendió a ser una fuerza de contestación que impide a todas las ciudades coincidir consigo mismas. La lista de ciudades en las que la filosofía se delinea y narra que ha vivido es infinita. Contrariamente a lo que podría sospecharse, esta geografía imaginaria no es solo «occidental» o europea. Se dice, por ejemplo, que en Alejandría de Egipto la filosofía se encontró con la cultura y la religión judías y se dejó hibridar con su espíritu, sobre todo en los escritos de Filón, que tendrán igual importancia para el modo en el que todos nosotros seguimos hablando de la divinidad. Fue en Hipona, ciudad correspondiente a la actual Annaba en Argelia, donde la filosofía aprendió a hablar en primera persona, a decir «yo», a encarnarse plenamente en la vida cotidiana de un ser humano: fue en esa ciudad, en efecto, donde Agustín escribió sus Confesiones. Fue en Bagdad donde la filosofía se concibió como lugar de encuentro de culturas: fue allí donde desde el año 832 la biblioteca personal del califa Harún al-Rashid se transformó en una «casa de la sabiduría» abierta a encuentros entre filósofos, astrónomos, matemáticos y eruditos y al confronto entre idiomas, culturas y religiones diferentes. Esta autobiografía urbana de la filosofía no incluye tan solo metrópolis y capitales imperiales. A veces la filosofía ha sentido la necesidad de habitar la provincia o los márgenes. Muchos de los tratados más intensos y conmovedores de su historia se escribieron en centros urbanos extremadamente modestos: por ejemplo, la Ética de Spinoza se compuso en Voorburg, en las afueras de La Haya, y en La Haya; La Fenomenología del espíritu de Hegel en la pequeña ciudad de Jena, donde vivieron también los grandes protagonistas del Romanticismo alemán, como los hermanos Schlegel, Novalis, Ludwig Tieck o Clemens Brentano. Cada una de estas ciudades parece haber tatuado una firma indeleble en el cuerpo de la filosofía, de modo que el pensamiento se vuelve un único jeroglífico capaz de transmitir y armonizar la atmósfera, la luz, la existencia de cada una de ellas. Con todo, este largo diorama esconde algo o, mejor dicho, finge olvidarlo. Atenas o Roma, Bagdad o Alejandría son solo una escenografía hipnótica y lisérgica, más grande y sólida sin duda que cualquier otro teatro, pero que no deja de tener la misma consistencia que un inmenso espectáculo de sombras. Hayan sido o no el teatro del nacimiento de la filosofía, todas las ciudades del planeta son unos inmensos escenarios, decorados al aire libre que nos permiten imaginarnos en otra parte, ocultarnos en el lugar donde realmente estamos. Todos y todas fingimos no saberlo, pero ninguno de nosotros vive realmente en una ciudad. Nadie puede hacerlo, porque las ciudades son literalmente inhabitables. Podemos pasar allí interminables horas, vivir momentos sublimes o infernales gracias a ellas. Podemos demorarnos en la oficina y peregrinar entre las tiendas, vagar por los laberintos de calles y callejones o encerrarnos en teatros y cines, sentarnos en las terrazas de los bares y comer en restaurantes, correr en estadios y nadar en piscinas. Tarde o temprano, sin embargo, tendremos que volver a casa, porque es siempre y únicamente gracias a y dentro de una casa como habitamos este planeta. La forma que tenga es del todo indiferente: puede tratarse de un hotel o de un apartamento, de una habitación que coincide con un sofá o de un rascacielos, puede estar confusamente desordenada como un armario, ser pobre como un granero o suntuosa como un palacio principesco, puede estar hecha de piedra o de pieles de animales lo suficientemente plegables como para acarrearla con nosotros. Pero por debajo, por dentro, detrás de la ciudad hay siempre una casa que nos permite vivir allí. La vida que intenta coincidir con el espacio urbano, habitarlo sin mediaciones, está destinada a morir: el único auténtico ciudadano en absoluto es el sintecho, el clochard; la suya es la vida vulnerable, que, por definición, está expuesta a la muerte. Es siempre y únicamente a través de la mediación de una casa como podemos estar en la ciudad: ya fuera París o Berlín, Tokio o Nueva York, he podido habitar las ciudades en las que he vivido siempre y únicamente gracias a dormitorios y cocinas, gracias a sillas, escritorios, armarios, bañeras y radiadores. No se trata solo de un problema espacial. Morar no significa estar rodeado de algo ni ocupar una determinada porción del espacio terrestre. Significa tejer una relación tan intensa con ciertas cosas y ciertas personas que la felicidad y nuestro aliento se vuelven inseparables. Una casa es una intensidad que cambia nuestra forma de ser y la de todo lo que forma parte de su círculo mágico. La arquitectura o la biología tienen poco que ver con ello. No es desde luego para protegernos de la intemperie por lo que construimos casas, y no es para hacer coincidir el espacio con el orden de la genealogía o de nuestros gustos estéticos. Toda casa es una realidad puramente moral: construimos casas para acoger en una forma de intimidad la porción de mundo —compuesta por cosas, personas, animales, plantas, atmósferas, acontecimientos, imágenes y recuerdos— que hace posible nuestra propia felicidad. Por otro lado, la existencia misma de la práctica de construir casas es la evidencia de que la moral —la teoría de la felicidad— nunca podrá reducirse a un conjunto de preceptos relativos a nuestras aptitudes psicológicas ni a una disciplina de los buenos sentimientos, de las atenciones ni a una forma de higiene psíquica. Se trata más bien de un orden material que involucra objetos y personas, de una economía que entrelaza las cosas y los afectos, a uno mismo y a los demás, en la unidad espacial mínima de lo que llamamos «cuidado», en el sentido más amplio: la casa. La felicidad no es una emoción, ni una experiencia puramente subjetiva. Es la armonía arbitraria y efímera que une durante unos momentos cosas y personas en una relación de intimidad física y espiritual. Y, sin embargo, la filosofía siempre ha hablado poquísimo de la casa. Como embriagada por el sueño, asociado durante siglos a la identidad masculina, de brillar en la sociedad, de obtener poder e influencia en la ciudad, la filosofía ha olvidado el espacio doméstico al que está vinculada mucho más que a cualquier ciudad del planeta. Así, tras los primeros grandes tratados en griego sobre la oikonomia, sobre el orden y gobierno de la casa, cuya influencia no tuvo parangón, la filosofía abandonó el espacio doméstico del horizonte de sus preocupaciones. Esta negligencia dista mucho de ser inocente: a causa de ella, la casa se ha convertido en un espacio donde los agravios, las opresiones, las injusticias y las desigualdades han sido ocultados, olvidados y reproducidos inconsciente y mecánicamente durante siglos. Es en y a través de la casa, por ejemplo, donde se ha producido, afirmado y justificado la desigualdad de género. Es en y a través de la casa, y en el orden de propiedad que este funda y encarna, donde la sociedad se ha construido sobre la desigualdad económica. Es a través de la casa moderna —un espacio en el que, salvo muy raras excepciones, solo pueden residir los seres humanos— donde se ha construido y fortalecido la oposición radical entre lo humano y lo no humano, entre la ciudad y el bosque, entre lo «civilizado» y lo salvaje. Olvidar la casa ha supuesto una forma, para la filosofía, de olvidarse de sí misma. De hecho, este decoro oculto ha sido también la incubadora de la mayor parte de las ideas que han alimentado...