Catling | Vorrh. El bosque infinito | E-Book | sack.de
E-Book

E-Book, Spanisch, Band 412, 480 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

Catling Vorrh. El bosque infinito


1. Auflage 2018
ISBN: 978-84-17454-98-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

E-Book, Spanisch, Band 412, 480 Seiten

Reihe: Nuevos Tiempos

ISBN: 978-84-17454-98-2
Verlag: Siruela
Format: EPUB
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«Incluso para quienes se hayan aventurado antes en otros mundos fantásticos, Vorrh es como sumergirse en el mar por primera vez. Lean este libro y maravíllense».ALAN MOORE Más allá de la ciudad colonial de Essenwald se extiende un inmenso bosque, tal vez infinito, en el que habitan ángeles y demonios, guerreros y sacerdotes. Floresta mágica y sensible, el Vorrh retuerce el tiempo, absorbe las almas, borra la memoria y cuentan las leyendas que en su corazón se conserva intacto el mismísimo jardín del Edén. Ahora, un soldado rebelde inglés se propone ser el primero en atravesar su extensión y emprende el viaje armado solo con un extraño arco fabricado con la espina dorsal de su amante. Pero alguien que teme las consecuencias de su misión enviará para detenerlo a un implacable tirador nativo. Alrededor de ellos orbitarán decisivamente historias tan dispares como la de un cíclope criado por robots de baquelita o la de figuras históricas como Sarah Winchester, heredera del imperio del rifle, y el inclasificable escritor Raymond Roussel. Patrick Rothfuss y China Miéville, Alasdair Gray y Philip José Farmer, los más nuevos y los grandes maestros resuenan y se amplifican en esta novela exuberante y devoradora, una arrolladoramente original creación literaria que, ignorando las fronteras entre los géneros, combina sin fisuras el steampunk, el surrealismo y el terror gótico. Vorrh. El bosque infinito es de lejos lo mejor que le ha pasado a la fantasía en lo que va de siglo. Así que prepárense para adentrarse en él.

Brian Catling (Londres, 1948) es escultor, pintor y artista escénico. Sus obras, tan personales como transgresoras, han sido expuestas en prestigiosos museos y galerías de varios países. Como escritor ha publicado seis libros de poemas y sus trabajos figuran en numerosas antologías. Desde el mismo momento de su aparición en 2012, Vorrh -primera entrega de la trilogía dedicada al bosque infinito- fue saludada por figuras como Alan Moore, Michael Moorcock o Philip Pullman como una indiscutible y original obra maestra de la literatura fantástica.

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  Escúchame. Numerosos mundos bullen en este repletos de infinidad de criaturas. Las que vemos y las que nunca podemos ver: serpientes Naga, que viven en las profundidades de la tierra; Rakshasas, monstruos que habitan la oscuridad de los bosques y se alimentan de carne humana; Gandavas, frágiles criaturas que se deslizan por el aire entre nosotros y el cielo; Apsovahs, Danavas, Yakshas y una resplandeciente e interminable cadena de dioses que viven, igual que los demás seres de la Creación, bajo la sombra de la muerte. Mahabharata   Expulsó, pues, al hombre; y al este del jardín del Edén dispuso a sus poderosos querubines, y una llameante espada que se movía en todas direcciones custodiaba el camino que lleva al árbol de la vida. Génesis 3, 24   Amanece, como si fuera el primer día de la Creación. La nubes, de un gris plomizo, son manos acorazadas de frío acero en cuyo interior se abren paso los primeros rayos de un sol lánguido y enclenque. La noche, aún poderosa e inmensa, descansa sobre las ramas de los árboles mientras la lluvia y el rocío gotean empapando el suelo acre. Es la hora en que el recuerdo de la negrura se desvanece, y con él la gravedad que mantiene su manto sobre la eternidad del bosque. El instinto de los cazadores despierta al percibir el cambio y sentir cómo la gloria de la oscuridad comienza a perder su pureza antes de desvanecerse. En cuanto el vulgar pórtico del amanecer se abra por completo no dará cuartel y su insistente resplandor cubrirá de mentiras el manto de la Creación, relegando sus matices al interior de los troncos de los árboles y al otro confín del cielo. La luz empuja a los humanos a salir, también a todos aquellos creados a su imagen y a los que caminan tras ellos. Los árboles respiran, resignados a la inercia de la vida. En los grandes bosques, infinitos matices de verdor devoran el negro insondable. Los hombres y otras bestias inferiores se levantan imbuidos de una renovada confianza e impulsados por la creencia de que este paisaje les pertenece. Durante unas pocas horas deambularán por los límites del bosque cercenando la vida entre gritos que compiten con el sol. Pero pronto el crepúsculo los hará callar, devolviendo a la selva a su verdadera condición. La savia de la vida sigue palpitando en la oscuridad, pero el calor del sol aún es capaz de absorber su esencia horas después de que su fuego se haya extinguido. Succiona implacable raíces y hojas, igual que el hombre lo consume todo a su paso. Este campo de fuerza, como el magnetismo o la gravedad, ejerce su influencia sobre cualquier estructura que habite en su interior. La acción del hombre moderno sobre su entorno puede explicarse de un modo similar; es el persistente rumor de una subespecie que vive confortablemente en el interior de los anillos de los árboles. Herodoto y sir John Mandeville ya escribieron acerca de lo inconcebible: «los antropófagos» y «los hombres cuyas cabezas crecen por debajo de los hombros». Criaturas como esas prosperarían en este entorno donde la evolución ha sido despojada de su memoria y de toda esperanza y propósito, donde la anomalía aún no ha sido planchada por la ciega avaricia de un darwinismo unificador.     · O ·     Esperaban en el andén pintado de gris. Siempre había tenido ese color. Las capas de pintura hervían durante el día cada verano, dormían cuando se ponía el sol y durante los aberrantes inviernos importados del Viejo Continente se congelaban para volver a despertar atemorizadas en la impredecible estación que muchos llamaban primavera. Ataviados con coloridas túnicas, los viajeros esperaban a la intemperie el comienzo de su periplo mientras el viento de mediodía enredaba sus dedos en la columna de vapor que escapaba de la locomotora para perderse en el cielo. La máquina estaba en la trasera del tren y su latido reverberaba con un eco monótono entre las vigas de madera de la anónima estación. A continuación estaban los tres coches de pasajeros y en el extremo del convoy había otros tres vagones con la palabra «ESCLAVOS» rotulada en los laterales. Los carteles habían sido repintados con descuido en numerosas ocasiones, pero el mensaje aún se leía claramente. Más lejos, en el límite de la estación, estaban los vagones plataforma, ávidos por la llegada de un nuevo cargamento de toneladas de sanguinolenta madera recién cortada —muchos aún estaban empapados con la resina del viaje anterior—. Como en un dibujo en perspectiva, las plataformas estaban dispuestas de tal manera que apuntaban como una afilada flecha en dirección a la exuberante oscuridad del Vorrh. Había otros cuatro pasajeros en el andén, pero era el compacto grupo de hombres que esperaban junto a los vagones lo que más llamaba la atención. Eran los obreros que trabajaban en el corazón de la selva, los que ya habían hecho el viaje en incontables ocasiones. No tenían hogar ni familia, únicamente trabajaban y dormían. Codo con codo se enfrentaban al frío y al asedio de los depredadores, como el legendario buey almizclero. Aquí, a diferencia de lo que ocurría en el Ártico, la principal amenaza no eran los lobos o el viento helado, sino otra clase de agente externo. El francés, que no podía apartar la mirada de la convulsa y a la vez vacía expresión de sus rostros, habló sin moverse: —¿Quiénes son? Seil Kor, que fingía no verlos, tardó en responder, pero antes de hacerlo les dio la espalda y su voz era apenas un murmullo: —Son los limboia. Algunos los llaman die Verlorenen, los perdidos. —Pero ¿qué les ha pasado? —preguntó el francés. —Han estado demasiadas veces en el Vorrh. Una parte de ellos ha desaparecido. Ha sido borrada, olvidada para siempre. Puede ocurrir si se va demasiado a menudo o si uno se adentra excesivamente en sus profundidades. —¿Corremos peligro nosotros, Seil Kor? —preguntó con preocu­pación. —No, efendi. Esos hombres estaban ansiosos o demasiado necesitados de trabajar, o se han escondido en la selva desobedeciendo las Escrituras y ofendiendo a los ángeles. Nosotros solo haremos un viaje de ida y vuelta y no nos alejaremos del trazado de la vía férrea. Instintivamente, se dieron la vuelta para observar con más atención a los limboia, que al instante dejaron de moverse y se dieron la vuelta a su vez para devolverles la mirada. Entonces, todos los trabajadores estiraron simultáneamente el dedo índice de la mano izquierda y, levantando el brazo, señalaron hacia sus corazones. El francés no salía de su asombro; estaba desconcertado. No esperaba semejante respuesta a una pregunta que ni siquiera había llegado a plantear, una pregunta que había empezado a formarse entre su cerebro y sus labios, desde el fondo de su corazón, y que se había evaporado al instante ante la intensidad física de aquel gesto. Las puertas de los vagones de esclavos se abrieron. Los limboia bajaron las manos y con la mirada clavada en el suelo empezaron a moverse hacia el tren. En los vagones no había asientos, solo varias filas de estrechos camastros. El francés los observó mientras subían y, después de tumbarse bocabajo, ellos mismos se amarraban con cinchas de cuero a los catres. El silbato de la locomotora interrumpió violentamente su melancólica curiosidad para anunciar la inminente partida del convoy. Subieron a su vagón y se prepararon para el lento y largo viaje que los llevaría lejos de la ciudad. El francés colocó con torpeza sus posesiones en el portaequipajes de madera decorado con elaboradas tallas que representaban volutas de hiedra y hojas de roble. Aún se estaba peleando con sus trastos cuando el tren empezó a moverse. Seil Kor lo tomó del brazo y lo ayudó a sentarse para que se tranquilizara y pusiera fin a sus nerviosos murmullos.     Después de la primera hora, el francés dejó de mirar por la ventanilla. A ambos lados del tren solo se veían árboles y más árboles. El trazado de la vía discurría en línea recta a través de la frondosa selva, abriendo una especie de túnel en mitad de aquella masa viviente. La locomotora avanzaba propulsada por una inmensa potencia, pero había sido concebida para transportar cargamentos de gran tonelaje, no para alcanzar grandes velocidades. De modo que el tren avanzaba con parsimonia, meciéndose suavemente sobre las vías. El maquinista estaba en la parte trasera y conducía marcha atrás, empujando el convoy hacia el corazón del Vorrh. La larga hilera de vagones avanzaba sin ningún vigía en la parte delantera que pudiera dar la alerta ante la posible aparición de obstáculos o problemas, por el simple hecho de que nada podía detenerlos. La enorme y afilada cuña que remataba la cabecera del tren era capaz de abrirse paso ante casi cualquier cosa, empujando troncos caídos, ramas y escombros que obstaculizaran su paso. Pero allí no había nada y la monótona e insistente velocidad nunca cambiaba. —¿Cuántas veces has estado aquí? —preguntó el francés a Seil Kor. —Este será mi segundo viaje completo. Hice la primera peregrinación con mi padre, cuando era niño. Tenía doce años y fue una semana antes de mi confirmación. —¡Oh! Pensé que habías venido muchas veces —dijo el francés con un hilo de voz, sin disimular su decepción. —No, un hombre solo puede visitar el corazón del Vorrh tres veces en la vida. Ya se lo he contado. Más está prohibido. —Pero me dijiste que estaba prohibido ir más allá de cierta zona de la...



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