E-Book, Spanisch, 356 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
E-Book, Spanisch, 356 Seiten
Reihe: Otras Latitudes
ISBN: 978-84-19320-47-6
Verlag: Nórdica Libros
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
Edgar Rice Burroughs (Chicago, 1875-Los Ángeles, 1950). Tras servir un tiempo breve en la 7.ª Caballería de Estados Unidos, fue comerciante, minero de oro, vaquero y policía antes de convertirse en escritor a tiempo completo. Su primera novela, Tarzán de los monos, se publicó en 1914 y, junto con sus veintidós secuelas, ha vendido más de treinta millones de copias en cincuenta y ocho idiomas. Autor de muchas otras novelas y relatos sobre la selva y de ciencia ficción, Burroughs tuvo una carrera como escritor que abarcó casi treinta años, y su última novela, La tierra del terror, se publicó en 1941. Murió en 1950 en su rancho cerca de Tarzana, la ciudad de California llamada así por su héroe legendario.
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I A LA MAR Supe de esta historia por alguien a quien no le correspondía contármela, ni a mí ni a nadie. Puedo atribuir al cautivador efecto de una buena añada que el narrador iniciara su relato y, en los días posteriores, a mi propia incredulidad, escéptica, que llevara a término la peculiar crónica. Cuando mi sociable anfitrión descubrió que me había contado en exceso y que yo manifestaba tendencia a la duda, su insensato orgullo asumió la tarea que aquella magnífica cosecha había comenzado y, de este modo, sacó a la luz pruebas documentales en forma de un mugriento manuscrito y de áridos expedientes del Ministerio de las Colonias británico para corroborar muchos de los elementos más destacados de su sorprendente narración. No afirmaré que la historia sea cierta, dado que no fui testigo de los acontecimientos que describe; sin embargo, el hecho de que para transmitírsela a ustedes haya bautizado con nombres ficticios a los personajes principales es muestra más que suficiente de la sinceridad de mi propia confianza en que pudiera ser verídica. Las páginas amarillentas y mohosas del diario de un hombre muerto mucho tiempo atrás y los registros del Ministerio de las Colonias encajan a la perfección con el relato de mi parlanchín anfitrión, y, por tanto, les ofrezco esta historia tal y como me fue posible ensamblarla, no sin esfuerzo, a partir de estas diversas fuentes. Si no la consideran verosímil, al menos coincidirán conmigo en que es única, excepcional e interesante. De los registros del Ministerio de las Colonias y del diario del finado concluimos que un joven noble inglés —a quien llamaremos John Clayton, lord Greystoke— recibió el encargo de llevar a cabo una investigación particularmente delicada de la situación en una colonia británica de la costa occidental africana entre cuyos inocentes habitantes nativos era sabido que otra potencia europea estaba reclutando soldados para sus tropas indígenas, dedicadas exclusivamente a la confiscación forzosa de caucho y marfil a las tribus salvajes de las orillas del Congo y el Aruwimi. Los nativos de la colonia británica lamentaban que muchos de sus jóvenes eran seducidos con promesas hermosas y radiantes, pero pocos, si acaso alguno, regresaban con sus familias. Los ingleses residentes en África iban aún más allá y afirmaban que estos pobres negros eran sometidos a una verdadera esclavitud, puesto que una vez extintos los acuerdos para su alistamiento, los oficiales blancos aprovechaban su ignorancia para convencerlos de que aún les restaban varios años de servicio. Ante estas circunstancias, el Ministerio de las Colonias asignó a John Clayton un nuevo puesto en el África Occidental Británica, si bien sus instrucciones confidenciales eran las de llevar a cabo una investigación en profundidad del injusto tratamiento al que sometían a los súbditos británicos negros los oficiales de una potencia europea amiga. Los motivos de su desplazamiento resultan, no obstante, de escasa relevancia para esta historia, dado que nunca llevó a cabo una investigación ni, de hecho, alcanzó jamás su destino. Clayton era del tipo de ciudadano inglés que uno tiende a asociar con los más nobles monumentos que celebran las hazañas históricas en un millar de victoriosos campos de batalla: un hombre fuerte y viril en términos mentales, morales y físicos. Su estatura era superior a la media; sus ojos, grises; sus rasgos, regulares y fuertes; su porte, el de una salud perfecta, robusta, resultado de años de formación militar. La ambición política lo había llevado a solicitar el traslado del Ejército al Ministerio de las Colonias, y así lo encontramos, todavía joven, al cargo de una misión importante y delicada al servicio de la reina. Recibió este nombramiento con una mezcla de euforia y consternación. El ascenso lo entendía recompensa bien merecida por sus meticulosos y lúcidos servicios, así como un peldaño más hacia posiciones de mayor relevancia y responsabilidad; sin embargo, por otra parte, llevaba apenas tres meses casado con la honorable Alice Rutherford, y era la idea de trasladar a esta hermosa joven a los peligros y el aislamiento del África tropical lo que lo horrorizaba y lo afligía. Habría rechazado el nombramiento por el bien de su mujer, pero ella no estaba dispuesta a permitirlo. Muy al contrario, insistió en que aceptara y, lo que es más, en que la llevara con él. Hubo madres y hermanos y hermanas, y tías y primos, que expresaron sus diversas opiniones al respecto, pero en lo relativo a lo que cada cual aconsejó, la historia guarda silencio. Únicamente sabemos que, en una despejada mañana de mayo de 1888, John —lord Greystoke— y lady Alice zarparon de Dover rumbo a África. Un mes más tarde arribaron a Freetown, donde fletaron un pequeño velero, el Fuwalda, que habría de conducirlos a su destino final. Y fue aquí donde John —lord Greystoke— y lady Alice, su esposa, desaparecieron y nada se volvió a saber de ellos. Dos meses después de que levaran anclas y partieran del muelle de Freetown, media decena de navíos de guerra británicos peinaban el Atlántico sur en busca de un rastro de ellos o de su pequeña embarcación. De manera casi inmediata se encontró en las orillas de Santa Elena el pecio que convenció al mundo de que el Fuwalda había naufragado con toda su tripulación, por lo que la búsqueda concluyó apenas iniciada, si bien la esperanza sobrevivió muchos años en ciertos corazones nostálgicos. El Fuwalda, un bergantín de unas cien toneladas, era un mercante de los que a menudo se pueden ver dedicados al comercio costero en el extremo sur del Atlántico, con tripulaciones compuestas por la escoria del mar: asesinos y maleantes de toda raza y nacionalidad huidos de la horca. El Fuwalda no era la excepción a la norma. Sus oficiales eran matones de piel cetrina que odiaban a una tripulación que en la misma medida los aborrecía. El capitán, si bien un marino competente, era despiadado en el tratamiento que concedía a sus hombres. Conocía —o al menos utilizaba— únicamente dos argumentos en la comunicación con ellos: una cabilla y un revólver, aunque tampoco es probable que la variada cuadrilla que comandaba fuera a comprender ningún otro lenguaje. Así pues, dos días después de soltar amarras en Freetown, John Clayton y su joven mujer presenciaron escenas en la cubierta del Fuwalda que nunca hubieran creído poder encontrar fuera de las guardas de los relatos impresos de la mar. Fue en la mañana del segundo día cuando se forjó el primer eslabón de la que estaba destinada a ser una cadena de circunstancias que culminaría en una vida para alguien aún por nacer probablemente sin parangón en la historia de la humanidad. Dos marineros baldeaban las cubiertas del Fuwalda, el primer oficial estaba de servicio y el capitán se había detenido a charlar con John Clayton y lady Alice. Los hombres trabajaban de espaldas al pequeño grupo, que tampoco prestaba atención a los marineros. Más y más se acercaron, hasta que uno de ellos quedó justo detrás del capitán. Un instante después habría pasado de largo y este singular relato nunca hubiera quedado registrado. Sucedió, sin embargo, que en ese preciso momento el capitán dio media vuelta para despedirse de lord y lady Greystoke y, con este movimiento, tropezó con el marinero y cayó de bruces en la cubierta, volcando el balde de agua, que lo empapó de su sucio contenido. El ridículo de la escena duró un instante, solo un instante. Con una descarga de espantosos juramentos y el rostro encendido con el escarlata de la mortificación y la rabia, el capitán se puso de nuevo en pie y de un terrible golpe tumbó al marinero en el entarimado. El hombre era pequeño y más bien anciano, lo que acentuó la brutalidad de la acometida. Su compañero, no obstante, no era viejo ni menudo: un hombre como un gigantesco oso, con feroces bigotes negros y un voluminoso cuello de toro asentado entre enormes hombros. Cuando vio a su camarada caer al suelo, encogió el cuerpo y, con un rugido sordo, se abalanzó sobre el capitán, al que, de un único y salvaje golpe, hizo hincar la rodilla. Del escarlata, la expresión del oficial pasó a pálida, pues aquello era un amotinamiento. Y amotinamientos había encontrado y reprimido a lo largo de su brutal carrera. Sin entretenerse siquiera en recuperar la posición, sacó un revólver del bolsillo y disparó a quemarropa a la montaña de músculo que se alzaba delante de él. Ahora bien, rápido como fue el movimiento, John Clayton fue casi tan veloz, de modo que la bala que iba dirigida al corazón del marinero fue en una pierna donde se alojó, pues lord Greystoke golpeó el brazo del capitán nada más ver el arma reflejar la luz del sol. Intercambiaron palabras Clayton y el capitán, y el primero subrayó que le repugnaba la brutalidad en el tratamiento de la tripulación y que no consentiría una actuación más de este tipo mientras lady Greystoke y él viajaran en el Fuwalda. A punto estuvo el capitán de proferir una inflamada respuesta, pero reconsideró su posición, dio media vuelta sobre sus talones y, sombrío y con el ceño fruncido, se encaminó a zancadas a la popa. No estaba dispuesto a contrariar a un oficial inglés, pues el poderoso brazo de la reina blandía un instrumento punitivo que el capitán sabía estimar y temía: la luenga Armada inglesa. Los dos marineros se recompusieron...