Bronte / Nemo | Novelistas Imprescindibles - ¿Charlotte Brontë | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, Band 49, 566 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

Bronte / Nemo Novelistas Imprescindibles - ¿Charlotte Brontë

E-Book, Spanisch, Band 49, 566 Seiten

Reihe: Novelistas Imprescindibles

ISBN: 978-3-98551-265-2
Verlag: Tacet Books
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark



Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Charlotte Brontë que son Jane Eyre y Villette ?Charlotte Brontë fue una novelista inglesa, hermana de las también escritoras Anne y Emily Brontë. La inspiración de Charlotte y de sus hermanas tuvo que ver mucho con el Blackwood's Magazine, en el que descubrieron la obra de Lord Byron como héroe de todas las audacias. Admiraban la pintura y la arquitectura fantástica de John Martin. Tres grabados de sus obras de los años veinte adornaban los muros del presbiterio de Haworth. Charlotte y Branwell realizaron además copias de obras de John Martin. Y Charlotte era una ferviente admiradora de Walter Scott, del que ella dijo en 1834: 'Para lo que es ficción, leed a Walter Scott y solo a él; todas las novelas tras las suyas carecen de valor'. Novelas seleccionadas para este libro: - Jane Eyre. - Villette. Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Charlotte Brontë (Thornton, Yorkshire; 21 de abril de 1816-Haworth, Yorkshire; 31 de marzo de 1855) fue una novelista inglesa, hermana de las también escritoras Anne y Emily Brontë.
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IX
  Las privaciones, o mejor dicho, los trabajos rudos, disminuyeron, la primavera entró pronto, los fríos de invierno cesaron; la nieve se derritió, los vientos se hicieron menos cortantes, los brillantes y serenos días de mayo comenzaron con sus días de cielo azul y plácidos arreboles; pero con el calor, los pantanosos bosques enviaban sobre el establecimiento mortales miasmas convirtiéndolo en un hospital. De las ochenta discípulas cuarenta y cinco cayeron enfermas al mismo tiempo; y en consecuencia las clases se cerraron y el reglamento se relajó. Las pocas que estábamos sanas, teníamos licencia ilimitada, por prescripción del médico, para que el ejercicio nos conservara la salud. Toda la atención de la señorita Temple se contrajo a las enfermas, las maestras sólo se ocupaban de arreglar los equipajes de las afortunadas que tenían adonde huir de la peste, que persiguió a algunas de ellas hasta sus casas; otras murieron en la escuela y fueron enterradas pronto y sin ceremonia, puesto que la naturaleza del mal imposibilitaba todo retardo. El señor Brocklehurst, así como su familia, con gran contento mío, no asomaban por los alrededores, lo que agregado a nuestras expediciones me hacían la vida alegre, a pesar de todo. El antiguo servicio había huido y el nuevo nos trataba mejor, siendo la comida más abundante, porque las enfermas comían poco. Mi compañera en los ejercicios era Mary Ann Wilson cuyo carácter despierto y original me agradaba mucho. Entretanto ¿qué era de Helen Burns? ¿Por qué no me acompañaba? ¿La había yo olvidado? No; Helen estaba enferma y hacía algunas semanas que la habían llevado a otro cuarto en el piso de arriba. Yo sabía que no estaba en el hospital, pues su enfermedad no era fiebre, sino consunción, que yo creía una enfermedad curable, puesto que en los días cálidos muy abrigada la veía bajar, con la señorita Temple y dar un corto paseo sin que nadie las acompañase. Un día que al anochecer me había quedado cerca de la puerta cogiendo algunas flores silvestres que blanqueaban entre las hojas, y contemplando la luz de la luna que brillaba en el espacio, sentí bajar al señor Bates, el médico, acompañado de una enfermera que le preguntó: —¿Cómo está Helen Burns? —Muy mala, fue su respuesta, está moribunda. Experimenté una conmoción de horror, luego gran pesadumbre y un deseo violento de verla. Pregunté a la primera persona que encontré en qué cuarto se hallaba. —En el cuarto de la señorita Temple, me dijo una enfermera. —¿Podré ir allá y hablar con ella? —¡Oh! no, y váyase a recoger que puede enfermar. Era hora de recogerse y me fui a la cama; pero no pude dormir con la idea de ver a Helen. A las once, aprovechándome de que todas mis compañeras dormían, me levanté, me puse el abrigo sobre mis ropas de dormir y descalza me lancé hacia el cuarto de la señorita Temple. El olor de alcanfor quemado y vinagre, me aturdió cuando estaba cerca del cuarto de los enfermos, por donde pasé rápidamente temerosa de ser oída o vista. Yo necesitaba ver a Helen, abrazarla antes de que muriera, darle el último beso, cambiar con ella la última palabra. Después de bajar la escalera atravesé gran parte del bajo de la casa y logré abrir y cerrar sin ruido dos puertas, subí algunos escalones y me encontré en la puerta del cuarto de la señorita Temple. Rayos de luz atravesaban por el agujero de la llave y un silencio profundo reinaba alrededor: me acerqué y vi que estaba entreabierta para dejar entrar el aire. Resuelta a todo me asomé y vi a Helen, que temí encontrar muerta; estaba en un pequeño lecho al lado del de la señorita Temple cubierto con cortinas blancas; al entrar divisé en él un cuerpo arrebujado en el cobertor, en una silla distante dormía la enfermera y una bujía ardía sobre la mesa. La señorita Temple había salido a ver una enferma que estaba delirando; yo me adelanté hacia la camita y antes de correr la cortina comencé a llamarla para cerciorarme de que estaba viva. —Helen, dije en voz baja, ¿estás despierta? Ella se incorporó, separó la cortina y vi su rostro pálido y demacrado pero lleno de animación, y me pareció tan cambiada que mi miedo se disipó enteramente. —¿Eres tú, Jane?, me preguntó, con su dulce voz. “¡Oh! me dije a mí misma, no se está muriendo, están equivocados; ella no podría hablar y mirar con tanta tranquilidad como lo hace”. Me incliné y la besé: su frente y sus manos estaban frías; pero me sonrió como de costumbre. —¿Por qué has venido hasta aquí, Jane? Son más de las once; las he oído sonar hace rato. —Vengo a verte Helen; oí decir que estabas muy mal y no podía dormir hasta que no hablara contigo. —Entonces vienes a darme el último adiós; me parece que has venido en el momento preciso. —¿Te vas para alguna parte, Helen? ¿Te vas para tu casa? —Sí, para mi gran casa, mi última casa. —¡No, no, Helen! Permanecí desconsolada y aunque quise devorar mis lágrimas, no pude. Un acceso de tos atacó a Helen, yo no quise llamar la enfermera y cuando le pasó quedó desfallecida. —Jane, me dijo algo más tarde, tus piececitos se helarán, acuéstate conmigo y cúbrete con el cobertor. Así lo hice; ella puso su brazo sobre mí y quedamos abrazadas y después de un largo silencio me dijo en voz baja: —Soy muy feliz, Jane, y cuando hayas oído que he muerto no to aflijas; no hay motivo para apesadumbrarte. Todos debemos morir algún día y la enfermedad que me mata no es dolorosa, es suave y gradual y hasta el fin conservaré mi entendimiento. No dejo a nadie que me sienta demasiado; no tengo más que a mi padre, que se ha casado últimamente y a quien no hago falta. Muriendo joven me libro de muchos sufrimientos. No tengo cualidades, ni talento para abrirme camino en el mundo; siempre me hubiera encontrado desacertada. —¿Pero adónde vas, Helen? ¿Podré verte? ¿Lo sabes? —Yo creo, tengo fe de que voy con Dios. —¿Dónde está Dios? ¿Qué es Dios? —Mi creador y el tuyo, el que no destruye nada de lo que ha creado. Me encuentro en su poder y confío enteramente en su bondad; cuento las horas hasta que llegue la deseada que me vuelva a Él, en que pueda contemplarlo. —¿Tú estás segura, Helen, de que existe tal cielo y de que nuestras almas pueden alcanzarlo después de la muerte? —Estoy segura de que hay otra vida; creo que Dios es bueno. Puedo entregarle la parte inmortal que tengo, sin ningún temor. Dios es mi padre, Dios es mi amigo; yo lo amo, creo que Él me ama. —¿Y podré volver a verte, Helen, cuando yo me muera? —Tu vendrás a la misma mansión de felicidad, serás recibida por el mismo Padre Universal, no lo dudes, querida Jane. Yo me interrogué interiormente: “¿Dónde está esa región? ¿Existirá?” Y estrechaba a Helen entre mis brazos: me parecía amarla más que nunca; creía que podía retenerla y ponía mi cabeza en su cuello. En ese momento ella me dijo con dulcísima voz: —¡Qué bien me siento! Ese último ataque de tos me ha fatigado un poco. Creo que podré dormir; pero no te vayas Jane, quiero tenerte a mi lado. —Me quedaré contigo, querida Helen, nadie podrá separarme de ti. —¿Tienes calor, mi vida? —Sí. —Buenas noches, Jane. —Buenas noches, Helen. Nos besamos y ambas nos quedamos dormidas. Cuando desperté era de día; un movimiento no acostumbrado me sorprendió y miré: estaba en los brazos de la enfermera que me llevaba por el pasadizo detrás del dormitorio; nadie me reprendió por haber dejado mi cama, puesto que todos tenían otra cosa en que pensar, y además ninguno contestaba a mis preguntas; pero dos días después supe que la señorita Temple al volver a su cuarto, me encontró en la camita, mi cabeza sobre el seno de Helen y mi brazo alrededor de su cuello. Yo estaba dormida… Helen… ¡muerta! Su tumba en el cementerio de Brocklebridge quince años después de su muerte todavía estaba cubierta por el césped; pero ahora una losa de mármol oscuro, señala la sepultura, con su nombre y esta palabra grabada en la piedra “¡Levántate!”.     X
  Hasta aquí he recordado minuciosamente los acontecimientos de mi insignificante existencia, y he consagrado varios capítulos a mis primeros diez años. Pero esta no es precisamente una autobiografía, en lo sucesivo invocaré mi memoria solo para lo que tenga algún interés, y pasaré un espacio de ocho años casi en silencio; algunas líneas bastarán para enlazar la narración. Después que el tifus llevó su devastadora misión en Lowood, desapareció lentamente; pero el número de las víctimas llamó la atención pública, e investigado su origen, la indignación subió de punto. La insalubridad del sitio; la calidad y cantidad de los alimentos, el agua fétida usada en los menesteres domésticos; la estrechez de las habitaciones para el número de niñas y el poco aseo de las ropas; todo fue descubierto para mortificación del señor Brocklehurst, pero en beneficio del instituto. Varios vecinos recolectaron fondos para la erección de un edificio más grande y en mejor situación: se hicieron nuevos reglamentos: se introdujeron mejoras en el vestido y en la alimentación y los fondos del instituto se confiaron a la administración de una junta. El señor Brocklehurst que por su riqueza y relaciones de familia no podía ser suprimido, logró el puesto de tesorero; pero fue ayudado en el desempeño de sus funciones por un caballero de miras más liberales, y además su carácter de inspector fue restringido por aquellos...


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