Brague | La Ley de Dios | E-Book | sack.de
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E-Book, Spanisch, 472 Seiten

Reihe: Ensayos

Brague La Ley de Dios

Historia filosófica de una alianza
1. Auflage 2011
ISBN: 978-84-9920-085-9
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
Kopierschutz: Adobe DRM (»Systemvoraussetzungen)

Historia filosófica de una alianza

E-Book, Spanisch, 472 Seiten

Reihe: Ensayos

ISBN: 978-84-9920-085-9
Verlag: Ediciones Encuentro
Format: EPUB
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Hoy la idea de ley divina se ha vuelto extraña e incluso, para algunos, ofensiva.Sin embargo, ha dominado las creencias y las costumbres durante casi tres milenios. La alianza entre Dios y la ley, forjada en la Grecia antigua y en la tradición bíblica, ha asumido formas diferentes en el judaísmo, el cristianismo y el islam. Rémi Brague describe en La ley de Dios la larga génesis de esta alianza, su desarrollo en cada una de las tres religiones medievales, y finalmente de su disolución con la modernidad europea, a través de la relectura de los textos fuentes de la filosofía y el pensamiento religioso. En el judaísmo de la diáspora, la Ley se erigía como la única presencia de Dios en medio de un pueblo que había perdido su reino y su Templo: coincidía con Dios. Es con el cristianismo cuando nace y se desarrolla su separación. El Dios cristiano ya no es solamente el legislador del tiempo de los judíos, es la fuente de la conciencia humana y comunica la gracia que permite obedecer a la ley. Esta separación dará posteriormente forma a las instituciones políticas de la cristiandad medieval, tanto al Imperio como a la Iglesia. Por el contrario, el islam se convertirá cada vez más en una religión centrada completamente sobre la Ley, que preside el conjunto de las prácticas de los hombres a partir de la caída del califato. A diferencia de las dos religiones bíblicas, aquí es Dios quien debe dictar directamente la Ley. Con la modernidad, la alianza entre Dios y la ley será denunciada y después expulsada de la ciudad: nuestro Dios ya no es legislador, nuestra ley ya no es divina. Pero ¿cómo es un mundo, como el nuestro, en el que el hombre se concibe como único soberano? ¿Cómo una ley sin huella de lo divino puede ofrecer razones para vivir?

Rémi Brague (París, 1947), es profesor emérito de Filosofía Medieval en la Sorbona de París. Fue titular entre 2002 y 2012 de la 'Cátedra Guardini' en la Universidad Ludwig-Maximilians de Munich. En 2012 recibió el premio Ratzinger, considerado oficiosamente como el Nobel de Teología. Ha sido profesor visitante en las Universidades de Pennsylvania, Colonia, Lausanne y Boston. Especialista en la filosofía medieval judía y árabe, ha investigado asimismo sobre la filosofía griega (Platón y Aristóteles). Entre sus obras más importantes se encuentran Aristote et la question du monde, y Europe, la voie romaine (traducido a 17 idiomas). Ediciones Encuentro ha publicado en español varias de sus obras, entre ellas los dos primeros volúmenes de su trilogía 'mayor', La Ley de Dios y La sabiduría del mundo, fruto de 15 años de investigación, y está preparando la publicación del tercero, El reino del hombre.

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1
PREHISTORIA
Hablar de una «ley divina» no es cosa en absoluto evidente. La expresión establece un vínculo entre dos nociones, lo que supone ya su existencia. Para que ésta pueda aparecer, es necesario una doble evolución en la manera de concebir el poder: el poder social —el poder de la sociedad sobre sí misma— debe presentarse en forma de leyes; la divinidad, por su parte, debe ser presentada como el lugar de un poder, y de un poder susceptible de ejercer una función normativa. La idea de ley
En las sociedades antiguas, la idea de «ley» no es claramente perceptible. Nuestro término «ley» procede del latino lex, que expresa una noción romana. Resulta arbitrario elegirlo para expresar el término griego nomos, o hebreo hoqq, y con mayor razón torah. No es cuestión de aplicar sin precaución alguna nuestro uso del término «ley» a etapas de la evolución social e intelectual que nos preceden en el tiempo y que, en el espacio, a veces se han desarrollado en lugares distintos a Europa. Por el contrario, a lo largo de esta investigación haríamos bien en recorrer esa serie de etapas. Propongo aquí un rápido esbozo de ellas, que forma como una génesis de la idea de ley. Ésta sólo expresa una parte del ámbito normativo, más amplio que la ley. No conocemos, ciertamente, ninguna sociedad sin reglas. Toda sociedad ejerce sobre sus miembros una represión determinada. Les sugiere cierto tipo de respuesta a las cuestiones fundamentales de la vida humana, de manera que, dominados en lo alto por lo divino e inmersos en la ley natural, negocian permanentemente sus relaciones unos con otros y con lo que les rodea. Pero no siempre es necesario que esas reglas sean objetivas. Pensemos en las reglas del lenguaje: no se presentan al individuo como algo exterior, de tal modo que la obligación que garantiza su respeto sea sentida como un peso procedente de fuera. Respecto de conductas más ritualizadas, como la educación, la presión social basta para asegurar ese respeto. En el peor de los casos, la sanción que devolverá al orden será el ridículo. La norma puede llegar a ser tematizada, a resultar consciente: con ello no se hace sino formular lo que hasta entonces estaba implícito. Esa formulación no tiene necesariamente una autoridad constriñente. Puede limitarse a la antigüedad, y su formulación ser oral, incluso no tener un autor asignable: así, la «voz del pueblo» que emite proverbios y dichos y que satura ya el lenguaje de juicios de valor implícitos. En este nivel, consejos y órdenes aún no se distinguen. La norma tematizada puede ser objeto de una obligación, en cuyo caso puede empezarse a hablar de ley. Para que ésta se dé, además de la tematización, hace falta una imposición. Lo expresa la voz latina ferre, presente siempre en el verbo francés «légi-férer*», o en el setzen del alemán Gesetz**. La idea queda redoblada en la palabra Gesetzgebung, legislación1. Que el derecho tenga como fuente, y como única fuente, la ley; que ésta sea el resultado de un acto positivo de legislación y no la cristalización por costumbre de una práctica social son ideas que para nosotros resultan evidencias. Sin embargo, no lo son en absoluto. Del mismo modo, la decisión de no llamar «ley» sino a aquello que va acompañado de una sanción, a diferencia de lo que aparece entonces como lex imperfecta, es un hecho históricamente tardío que me cuidaré aquí de dar por supuesto. Las primeras civilizaciones conocen muchas decisiones pronunciadas por una instancia que las pone en vigor y que tienen, por lo tanto, «fuerza de ley». En una primera aproximación, hay que distinguir, por un lado, las decisiones que tienen valor jurídico, las sentencias tomadas en un caso singular y, por otro, las reglas generales que determinan el modo en que serán tomadas las sentencias en todos los casos. Pero la idea de una regla objetiva y estable en virtud de la cual serán tomadas las decisiones no es algo claro desde el principio. Los juicios concretos, pronunciados en circunstancias particulares, deben ser obligatoriamente formulados, pues no tienen existencia sino en y por su formulación. Los principios lesionados no tienen, en cambio, por qué, y pueden permanecer apaciblemente en lo implícito. El derecho no surge para aparecer como tal sino cuando se trata de restablecer una situación lesionada por una trasgresión, y lo hace, llegado el caso, castigando. De aquí que, en la China antigua, el derecho llevaba el nombre, entre otros, de «castigos» (hsings)2. La ley da un paso decisivo con su puesta por escrito. Su redacción permite que sea conservada independientemente de su memorización por una agrupación de especialistas, a los que confiere un estatuto objetivo y público; facilita, por último, la comparación entre las diversas leyes e invita a buscar su coherencia. La invención del Estado y la invención de la escritura están estrechamente vinculadas. Y con la escritura comienza, por definición, la historia. La autoridad adquiere su independencia respecto del pueblo. Dicta reglas que, tematizadas y formuladas como tales, son impuestas al pueblo como procedentes de una exterioridad. Las etapas posteriores no conciernen tan directamente a mi asunto. Sin embargo, hay una que quiero esbozar, la de la codificación. Con ella las leyes no sólo se escriben, sino que se reúnen y ordenan en un cuerpo único, a veces materializado en forma de libro, incluso de una inscripción. Más allá de este agrupamiento, y convocado por él, se sitúa el esfuerzo de sistematización: las leyes son colocadas en un sistema que busca su exhaustividad y coherencia. Una ley no adquiere entonces todo su sentido sino en un conjunto de disposiciones legales. Poder y divinidad
Por su parte, la idea de divino, si no es distinta, resulta de entrada bastante clara en las civilizaciones de las que me ocupo aquí. Que por encima del hombre existen unos seres, o al menos una región de ser más elevada, es cosa admitida por doquier. El vínculo entre poder y divinidad no es, en cambio en absoluto evidente. El dios de ciertos filósofos griegos, el Primer Motor Inmóvil de Aristóteles o los dioses de Epicuro no ejercen, en sus intermundos, ningún poder propiamente dicho: son modelo, u objetos de deseo, pero no causas eficientes. Queda por señalar el hecho de que esos modos de ver pertenecen a una pequeña élite que reacciona contra las creencias generales, y que, para la mayoría de los pueblos, ese vínculo es más una regla que una excepción. Los griegos llaman voluntariamente a sus dioses «los que son más poderosos [que nosotros]» (hoi kreittones). Y la divinidad es atribuida primero a lugares naturales con poder: a nuestro alrededor, los astros o las fuentes; entre nosotros, la fecundidad vegetal o la sexualidad de los animales. El poder divino es entonces mudo. Pesa sobre los hombres o les anima desde el interior, pero sin dirigirse a ellos. Un paso más, que tampoco resulta evidente, consiste en atribuir a lo divino una modalidad determinada de poder que afecta a lo humano en tanto que tal, es decir, en tanto que la presencia en él del logos le hace capaz de entender un orden y obedecerlo: lo político. Es una paradoja que lo que define lo humano como humano pueda proceder de lo divino. El vínculo entre lo divino y lo político entraña tantos y tan difíciles conflictos de jurisdicción que podría considerárselo excepcional. Dicho esto, es un hecho que el vínculo entre poder político y divinidad es antiguo y frecuente. La divinidad atañe con más frecuencia al detentador concreto del poder político; digámoslo simplemente: al rey. Esta relación no es más necesaria que aquellas otras, ya abordadas, respecto de las cuales ésta sólo es un caso particular, pero, sin embargo, frecuente. En egipcio, la palabra «rey» (n (y)-sw.t) va acompañada del mismo determinativo que el de los dioses. Cabe que el rey esté investido de un papel puramente humano. Cuando tiene relación con lo divino, este último puede adquirir diversas formas, dependiendo de su representación en una determinada sociedad. El rey será, así, considerado la imagen del cosmos, el esposo de la diosa suprema o el hijo de un dios. En el primer caso, podrá haber sido engendrado milagrosamente por aquél, o adoptado por él. De aquí que el rey del Medio Oriente sea representado como el elegido de uno o de varios dioses, por ejemplo mediante un gesto de adopción. Ocurre así en el Salmo 110, donde el dios de Israel dice al rey: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». El rey puede, por último, ser investido al comienzo de su reino con una ceremonia especial que le lleva a franquear la frontera que separa lo profano de lo sagrado. En el Antiguo Israel, la unción con óleo por parte de un profeta es un gesto cuya última herencia lo constituye la sacralidad de los reyes de Occidente. Los dioses asisten también al rey a lo largo de su vida. Personaje sagrado, está en contacto con lo divino y participa de la ambigüedad de todo lo que es sagrado3. De aquí ciertas prerrogativas como la inviolabilidad, o ciertos poderes especiales como el de curar. La relación con lo divino no consiste, por último, sólo en un origen, sino también en una función. Ambos elementos están unidos, puesto que la familiaridad debida al origen divino del poder permite un acceso más fácil a la esfera de lo...



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