E-Book, Spanisch, 144 Seiten
Basanta / Gil / Rodríguez Texturas 53: Un relato de la edición
1. Auflage 2024
ISBN: 978-84-128351-4-4
Verlag: Trama Editorial
Format: EPUB
Kopierschutz: 6 - ePub Watermark
E-Book, Spanisch, 144 Seiten
ISBN: 978-84-128351-4-4
Verlag: Trama Editorial
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En este número de Texturas se pueden encontrar textos de Rudyard Kipling y Mark Twain, José Antonio Cordón García y María Muñoz Rico, Guillermo Schavelzon, Julien Lefort-Favreau, Pablo Cerezo, Antonio Basanta Reyes, Joaquín Rodríguez, José Antonio Millán, Martín Gómez, Ana Bustelo, Pablo E. Odell y Henry Odell, Mariana Eguaras, David Soler, Iñaki Vázquez-Álvarez, Manuel Gil, José Antonio Millán, Edgar A. G. Encina y Víctor Sarrión.
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Se juntaron Kipling y Twain
Rudyard Kipling [1865-1936] En 1889 —año en que viajó a Elmira, en el estado de Nueva York, para realizar esta entrevista—, Rudyard Kipling era un periodista de 23 años nacido en Bombay de padres británicos, que trabajaba para un periódico de Allahabad, India. A decir verdad, en aquel momento Twain no tenía ni idea de quién era su entrevistador, aunque disfrutó conociendo a Kipling. Poco después, sin embargo, Twain se convertiría en un admirador de sus libros, de los que a menudo leía fragmentos en voz alta a la familia y a los amigos. A partir de entonces, ambos escritores se mantuvieron en contacto: cuando sus viajes así se lo permitían, procuraban verse. En 1895, Twain le escribió esto a Kipling: Me consta que está usted a punto de visitar la India. Esto me ha animado a viajar a ese lejano país para poder descargar de mi conciencia una deuda que tengo pendiente desde hace mucho tiempo. Hace años, como me confesó entonces, usted vino de la India a Elmira para saludarme y siempre ha sido mi propósito devolverle la visita y ese gran cumplido. Por consiguiente, llegaré el próximo enero y debe estar preparado. Vendré montado en un ayah con los colmillos adornados con campanillas y aros de plata y escoltado por una tropa de howdahs nativos, ricamente vestidos, a lomos de una manada de bungalows salvajes. Y usted deberá tener a mano unas cuantas botellas de ghee, porque sospecho que llegaré con sed. Twain y Kipling recibieron sendos títulos honoríficos en una ceremonia celebrada en Oxford en 1907. entrevista con mark twain1
Rudyard Kipling Como grupo, dais pena. Sí, es cierto que algunos ostentáis el cargo de comisariado, y otros el de vicegobernador, y algunos tenéis el V.C., y otros disfrutáis del privilegio de pasear por el Mall del brazo del Virrey, pero en esta gloriosa mañana he sido yo quien se ha reunido con Mark Twain, yo quien le ha estrechado la mano y yo quien se ha fumado un puro —no, dos puros— con él. A decir verdad, ¡he hablado con él durante más de dos horas! Que quede claro: no os desprecio, por supuesto que no. Sólo siento lástima por vosotros, del Virrey en adelante. De modo que, para aplacar vuestra envidia y demostraros que aún os considero mis iguales, os lo contaré todo con pelos y señales. Al llegar a Buffalo me soplaron que estaba en Hartford, Connecticut, y una vez allí me dijeron «tal vez se haya ido de viaje a Portland», y más tarde un tamborilero grande y gordo me juró que el gran hombre y él eran uña y carne, y que Mark estaba pasando el verano en Europa, información que me alteró tanto que me embarqué en el tren equivocado y el revisor me puso de patitas en la calle a más de un kilómetro de la estación, en mitad de un desierto de vías férreas. ¿Alguna vez, cargados con el abrigo y la maleta, habéis tratado de esquivar locomotoras de mentalidad diversa mientras el sol os ciega la vista? Ah, no, olvidaba que jamás habéis visto a Mark Twain, ¡gente de poca monta! A salvo de las fauces de la bestia ferroviaria, vagué sin ton ni son hasta que un extraño me dijo: —El lugar que buscas es Elmira. Elmira, en el estado de Nueva York, lo que significa que está en este mismo estado y no a trescientos kilómetros de aquí —y añadió, en un comentario que podría haberse guardado para sí—: Apúrate, Kelley, apúrate. Apurado, monté en un tren de la línea West Shore hasta la medianoche, para acabar en la puerta de un hotel de mala muerte en Elmira. Y sí, allí lo sabían todo sobre «ese tal Clemens», pero a decir verdad sospechaban que no estaba en el pueblo y que sin duda se había largado hacia el este, vaya usted a saber. Sería mejor que hasta el día siguiente me armara de paciencia, pues por la mañana podría buscar al cuñado de «ese tal Clemens», un tipo que al parecer se dedicaba al carbón. La idea de ir en pos de media docena de parientes por una localidad de treinta mil habitantes para averiguar el paradero de Mark Twain me quitó el sueño. Por la mañana pude por fin ver Elmira, un paraje de calles atravesadas por las vías del tren, cuyas zonas residenciales se especializaban en la fabricación de marcos de puertas y ventanas. Estaba rodeada de pequeñas colinas espesas y agradables, bordeadas de bosques y coronadas de cultivos. El río Chemung, que corría por toda la localidad, acababa de inundar algunas de sus vías principales. El hotelero y el telefonista me aseguraron que el tan ansiado cuñado también andaba de viaje, de modo que nadie más parecía saber dónde residía «ese tal Clemens». Más tarde descubrí que no había veraneado en aquel lugar desde hacía más de diecinueve años, por lo que, al menos sobre el papel, era un recién llegado. Un amable policía me contó que el día anterior había visto a Twain o a «alguien muy parecido a él» conduciendo una calesa. Aquello me produjo una deliciosa sensación de proximidad. Imaginad vivir en una población donde puedes ver al autor de Las aventuras de Tom Sawyer, o a «alguien muy parecido a él», recorriendo las calzadas en calesa. —Vive allá, en East Hill —añadió el agente— a cinco kilómetros de aquí. Y ahí comenzó la carrera, en un coche alquilado, por una horrenda colina donde los girasoles florecían junto a la carretera y la brisa columpiaba los cultivos, y las vacas de portada de Harper’s Magazine se erguían con brío y cierto garbo, con el trébol cubriéndoles las patas, en una estampa lista para ser transferida al fotograbado. Al parecer, nuestro gran hombre se habría visto acosado por extraños y sin duda decidió huir a la colina en busca de refugio. Al poco, el conductor se detuvo ante una miserable y pequeña chabola de madera blanca, y preguntó: —¿El señor Clemens? «Comprendo que es un pez gordo y todo eso», me explicó mi chofer, «pero de todos modos nunca se sabe qué ideas se les meten en la cabeza a ese tipo de hombres, para acabar viviendo en un sitio así». Allí apareció una joven que dibujaba cardos y varas de oro, en mitad de una pradera rebosante de ambas especies, y ayudó a nuestra peregrinación a llegar a buen puerto. —Vive en una bonita casa gótica a mano izquierda, un poco más adelante. —Gótica mis... —replicó el conductor—. Muy pocos visitantes de la ciudad toman este camino, sobre todo si saben que vienen aquí. Y me miró con cierta sorna. Era una casa muy bonita, cubierta de hiedra, aunque todo menos gótica. Estaba situada en una gran parcela y tenía un porche lleno de sillas y hamacas, cuyo tejado era en realidad un amasijo de enredaderas, y los rayos de sol que las atravesaban hacían destellar las tablas del suelo. A todas luces, este remoto lugar era ideal para trabajar, si es que un hombre podía trabajar entre la suave brisa y el murmullo de los cultivos de cereales. Apareció de repente una señora bregada en estas lides, acostumbrada a tratar con forasteros alborotadores: —El señor Clemens acaba de salir para el pueblo. Está en casa de su cuñado. De modo que ahí lo teníamos, a tiro de piedra, por lo que la carrera no había sido en vano. Pusimos pies en polvorosa y el conductor, girando el volante y maldiciendo a un volumen audible, nos llevó al pie de aquella colina sin mayores percances. Fue en la pausa que aconteció entre el instante en que toqué el timbre del hogar del cuñado y el instante en que obtuve respuesta cuando se me ocurrió por primera vez que Mark Twain bien podría tener compromisos distintos a entretener a lunáticos fugados de la India, por muy llenos de admiración que estuvieran. Para colmo, en casa ajena... ¿qué había venido yo a hacer o a decir? Supongamos por un instante que el salón hubiera estado lleno de gente, o mejor supongamos que hubiera habido un niño enfermo, ¿cómo iba yo a explicarle que sólo quería estrecharle la mano? Entonces sucedieron algunas cosas, y en este orden. Vi un gran salón en la penumbra, una butaca enorme, un hombre con ojos, una melena canosa, un bigote castaño que cubría una boca delicada como la de una mujer, una mano fuerte y recia que estrechaba la mía, y la voz más pausada, templada y sencilla del mundo que me decía: —Vale, de modo que usted cree que me debe algo y ha venido a decírmelo. Eso es lo que yo llamo saldar una deuda de forma pródiga. ¡¡Puff!! Tomó una calada de una pipa de mazorca (siempre he dicho que una pipa de espuma de mar de Misuri era lo mejor que se podía fumar en el mundo), y en menos que canta un gallo Mark Twain se había acurrucado en el butacón y yo fumaba reverentemente, como corresponde a quien se encuentra en presencia de un superior. Lo primero que me llamó la atención fue que se trataba de un anciano; sin embargo, tras meditarlo un instante, cambié de opinión, pues tras cinco minutos de mirarme con aquellos ojos vi que las canas eran de hecho un accidente de lo más trivial y que a decir verdad parecía bastante joven. Nos estrechamos la mano. Ahí estaba yo, fumando un puro y oyendo hablar a ese hombre, al que había aprendido a adorar y admirar a veintidós mil kilómetros de distancia. Al leer sus libros me había esforzado por hacerme una idea de su personalidad, pero pronto descubrí que todas mis nociones preconcebidas eran erróneas y no le llegaban a la suela del zapato. Bienaventurado el individuo que no se desilusiona cuando se topa cara a cara con un venerado escritor. Era aquel un instante para el recuerdo: ni la captura de un salmón de seis kilos habría...