E-Book, Spanisch, 136 Seiten
Barceló El mundo de Yarek
1. Auflage 2024
ISBN: 978-607-16-8456-1
Verlag: Fondo de Cultura Económica
Format: EPUB
Kopierschutz: 0 - No protection
E-Book, Spanisch, 136 Seiten
ISBN: 978-607-16-8456-1
Verlag: Fondo de Cultura Económica
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Después de ser acusado de genocidio, Lennart Yarek, reconocido xenólogo intergaláctico, se enfrenta a la peor de las condenas: el exilio por veinte años en el inhóspito planeta que él mismo bautizó como Yermo, en donde le espera una peculiar aventura y un gran trabajo. 'Un trabajo de demiurgo. En toda la historia de la humanidad era la primera vez que un hombre, un solo hombre, fuera del mito y la literatura, iba a construir un mundo. El mundo de Yarek.' El mundo de Yarek fue reconocida con el Premio Internacional de novela corta de ciencia ficción de la Universidad Politécnica de Catalunya (1993).
Isaac Schifter es egresado de la Facultad de Química de la UNAM y doctor por la Universidad Claude Bernard de Lyon, Francia. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y labora en el Instituto Mexicano del Petróleo, donde ha ocupado diversos puestos en la investigación relacionada con temas de la industria petrolera. En 1995 la Sociedad Química de México le otorgó el Premio Nacional de Química Andrés Manuel del Río en el área de Desarrollo de Tecnología.
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LA TIERRA era árida, como una antigua manta de campaña arrugada y raída. Un paisaje de lomas sin fin que el plastividrio del móvil de aterrizaje fingía de un violeta sucio y que, de hecho, sería un pardo amarronado cuando se encontrara en la superficie. Habían dejado atrás altas cordilleras cubiertas de nieve, riscos pelados de roca calcárea, profundas barrancas sin rastro de vida; habían sobrevolado incluso un desierto de arena infinita, pura y muerta. Estaban descendiendo. Hacia la nada. Hacia su exilio. —Ya puede ir eligiendo el lugar de aterrizaje, Yarek —la voz del piloto era impersonal, distante, como si ya lo hubiera abandonado en ese mundo solitario. Yarek se pasó la mano por la frente intentando conjurar un dolor de cabeza que era ya casi parte de sí mismo y se forzó a mirar con más intensidad. ¿Qué más daba? ¿Qué más daba ya todo? Al norte la tundra invernal, al sur los desiertos; había estudiado los mapas que, aunque deficientes, no dejaban lugar a dudas. La única franja medio habitable del planeta era ésta. Intentó interpretar el paisaje buscando una torrentera que recogiera las aguas de deshielo. —Ahí mismo. En esa pequeña explanada, junto al río seco. El piloto empezó a girar, descendiendo hacia el punto indicado. Un suelo pedregoso, agostado, sin rastros de vegetación. Por encima un cielo despiadado, limpio de nubes, de un azul clarísimo, donde una mínima luna mostraba su creciente al borde de una loma en el horizonte lejano. La maniobra fue suave. Los patines tomaron tierra y el piloto procedió a abrir el compartimiento de carga sin apagar el motor. Yarek permaneció sentado, inmóvil, mirándose las manos. —La temperatura exterior es de menos treinta grados Celsius, sin viento. En cuanto monte el refugio y empiece a funcionar la calefacción se sentirá como en casa. Sintió cómo se le torcían los labios en una sonrisa amarga y no contestó. “Como en casa...” La ironía era deliberadamente cruel. El piloto había bajado del aparato y se afanaba en la parte posterior descargando el equipo de supervivencia con una prisa insultante. —Abajo, Yarek. Tengo que irme. No servía de nada retrasar el momento de salir al exterior. Era cuestión de minutos el tener que enfrentarse con la realidad de aquel mundo que iba a ser el suyo. —¡Yarek! —esta vez la voz del piloto sonó como un ladrido. Su nombre, ese nombre que había sido pronunciado a lo largo de su vida con ternura, con respeto, con admiración, con devoción incluso, se había convertido en un epíteto de desprecio, en un insulto incluso a sus propios oídos. Se levantó y empezó a ajustarse la mochila con toda la rapidez que le permitían sus músculos agarrotados por el miedo para no tener que oír su nombre pronunciado en ese tono. Nunca había creído que en el momento definitivo llegaría a sentir miedo. Había supuesto que la desesperación y la pena rabiosa que lo habían consumido durante los últimos meses bastarían para borrar el terror a la soledad. Pero no era cierto. La pena y la desesperación habían perdido importancia. Sólo quedaba el miedo, un miedo inhumano, bestial, paralizante. Dio la vuelta al móvil con un esfuerzo titánico y se encontró con que el piloto había vuelto a ocupar su puesto ante los controles. —Acuérdese de mantener en marcha el localizador, Yarek. Dentro de veinte años, si sigue con vida, podrá enviar la señal. Alguien vendrá a recogerle. Si no se recibe esa señal, asumiremos que ha muerto. ¿Todo claro? Asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. El desprecio en los ojos azules del piloto era un puñal de hielo. La puerta del móvil se cerró con un chasquido sordo, como la tapa de un ataúd. —Por favor... —se oyó murmurar—. Por favor... El piloto no podía oírlo. Daba igual. La situación no habría cambiado de todos modos. Sólo su humillación se hubiera hecho más profunda. El ruido del motor acelerando le rasgó el estómago como un cuchillo de sierra. —¡No me dejes aquí! —gritó sin proponérselo—. ¡No me dejeeees! —el móvil se alzó del suelo elegantemente, con suavidad ingrávida—. ¡Por favor...! ¡Por favoooor! Al alzarse sobre las lomas, su pulida superficie reflejó por un instante la luz del sol que aún no había remontado el horizonte y, durante unos segundos, Yarek tuvo la impresión de que era una estrella la que lo había abandonado en aquel mundo sin nombre. Luego dejó de verlo y sus ojos se posaron en sus propias manos enguantadas tendidas hacia el cielo en un atávico gesto de imploración, una petición de ayuda que nunca sería atendida. Se dejó caer sobre el suelo pedregoso y polvoriento, y se echó a llorar. Un viento repentino le heló las lágrimas sobre la cara y le hizo buscar con los ojos la loma por la que el sol estaba a punto de salir. Unos quince minutos más, y su propio cálculo le sonó ridículo, pueril. ¿Qué importancia tenían quince minutos en veinte años? Aunque no serían veinte años. No pensaba vivir tanto tiempo. Había venido con el propósito de acabar con su vida en cuanto completara para sí mismo su proceso de catarsis. Tenía que comprender, aceptar, perdonarse si podía. Luego habría tiempo para morir. Tenía mucho tiempo. Era lo único que tenía en abundancia. Empezó a desempaquetar sus pertenencias, un acto tan mecánico, tantas veces repetido, que sus manos trabajaban con independencia de su cerebro. ¿Cuántas veces habría montado un refugio? Cientos, probablemente. En la oscuridad, a la luz del día, con frío, con calor, en selvas tropicales, en desiertos de hielo, en ciénagas, en playas infinitas de espumas azules, solo, en compañía. En compañía. Rechinó los dientes. Eso era algo que nunca volvería a tener. Nunca más una mano amiga, una pelea, una discusión, un chiste. Nunca más un cuerpo cálido a su lado, una sonrisa, un insulto. Nunca más. Empezó a montar la instalación eléctrica, los paneles solares, el calentador de agua. ¡Cuántas comodidades para un exiliado, para un futuro cadáver! O quizá no tan futuro. “Soy un exvivo —pensó, y la construcción lingüística le arrancó una sonrisa—. Un exxenólogo, exdirector de investigaciones, exmiembro de la Academia Interplanetaria de Estudios Ahumanos, exespecialista en vida alienígena, exciudadano de la Confederación de Mundos Habitados, exesposo de Nora Freeman, de Tilda Maier y de Nakembe Dubois. ¿Exhumano, quizá? Reducido a una supervivencia animal en un mundo desierto. ¿Hasta qué punto puede eso borrar la humanidad de un ser?” Trató de bloquear la dirección de su pensamiento. Vida animal. Vida inteligente. ¿Con qué criterios? ¿Con qué derecho podía decidirse? Se había dado cuenta demasiado tarde. Demasiado tarde para salvarse a sí mismo. Demasiado tarde para salvar a los buitres, a aquel puñado de seres desaparecidos para siempre que la Comisión Investigadora se empeñaba en llamar aarea porque un cerebro de oro se había inventado el nombre. Ellos nunca se habían llamado nada a sí mismos. O quizá sí, pero no habían querido, podido, sabido comunicarlo a los humanos que los destruyeron. “Que los destruimos”, se corrigió. Tal vez él hubiera tenido razón después de todo. Tal vez no eran más que animales. Animales extintos, ahora. Cerró la puerta aislante y se puso a trabajar en la calefacción. Era un buen refugio. El mejor modelo, el más moderno. Construido sobre raíles circulares para que pudiera orientarse hacia el sol, instalado para aprovechar el viento y cualquier otra fuerza de la naturaleza que existiera en su entorno: mareas, corrientes de agua, movimientos sísmicos... Veinte metros cuadrados: instalación higiénica, cocina, cama, una mesa, dos sillas. Dos. Una roja y una azul. Para mejorar el ánimo de su ocupante. La mesa era verde claro, como siempre. Las paredes amarillo pastel. Un ambiente de Kindergarten para un genocida convicto. Empezó a destapar cajas: medicinas, grabaciones, un pequeño ordenador de última generación, alimentos comprimidos para más de cincuenta años, un equipo de fabricación de agua, un equipo de reciclaje de prendas de vestir. Casi doscientos kilos de mundo civilizado a su disposición en medio de un erial entre los sistemas poblados. Llevaba horas trabajando. Se había propuesto hacerlo todo con lentitud extrema, para tener algo en que ocuparse el mayor tiempo posible y, sin embargo, ya casi había terminado. La rutina se había encargado de ello. Normalmente no había tiempo que perder, había que darse prisa en la instalación para salir a explorar, recoger datos, procesarlos, reunirse a contrastar opiniones, redactar un informe, decidir, clasificar para el archivo central, desmontar, olvidarse, cambiar de mundo, volver a montar. Ahora no. Ahora ya nunca. Las lágrimas volvieron a asomar sin previo aviso y tuvo que cerrar los ojos con todas sus fuerzas para cortarles el camino. Dio un tirón al anillo de oro con el que se había atravesado el lóbulo de una oreja, saboreando el dulce dolor del tejido de cicatrización al ser desplazado de su lugar. Era importante recordar que debía trabajar en sus heridas, las otras, las de dentro. No podía dejar que todo cicatrizara antes de haber sido limpiado. Para eso servía el aro de oro. Para recordarle lo que tenía que hacer. Llevó la mesa junto a...